La vida tangencial. Manuel José Díaz Vázquez

La vida tangencial - Manuel José Díaz Vázquez


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después de varios borbotones indecisos y burbujeantes que emergían del rectángulo de hierro en la acera de la calle. Allí estaba el chorro resoplado de una ballena. Al verlo, corrimos hacía él como dromedarios sedientos al oler el agua en medio del desierto. Definitivamente, el marinero quedó archivado en los asuntos que pudieron ser y no fueron, un cajón que comenzaba a encontrarse repleto en la burocracia de la conciencia, oficina de la tercera planta sin ascensor, vistas fenomenales a todo el universo…

      Bebíamos golosos como un rebaño de ciervos que hubieran estado bramando por las corrientes de aguas, y Teo, el zahorí, exhibía su satisfacción por el hallazgo con una amplia sonrisa de buzón de correos, tan ensanchada que parecía que hubiese encontrado una mina de oro o la singular piedra filosofal, y reía a carcajadas cuando le echábamos el líquido desde los globos de los carrillos. Javi Pachín, moreno como el chocolate con leche, dilataba tanto las mejillas que un trompetista de jazz en su apogeo o un pez globo hinchado al límite, se quedarían estupefactos ante despliegue tan inverosímil, de verdadero espectáculo circense.

      A pesar del aire festivo, al mismo tiempo se observaba un ejemplo práctico de la teoría evolutiva (que no dejaba de ser una teoría): los más fuertes bebían antes, imponiendo su físico o su personalidad, manifestados ambos por su ferocidad extemporánea: «¡Aparta, imbécil, que aún no he acabado!», gruñía uno. «¡Joder!, ¡te meto una hostia como me vuelvas a mojar!», rajaba otro. De hecho, Pirulo Anido, le hizo una broma a Lolo Limón, empujándolo levemente hacia el chorro, y este se volvió cuando Pirulo comenzaba a huir, propinándole una patada que casi le revienta el ano. Había que oír los lamentos de perro apaleado que profería el herido…

      El agua corría acanalada pegada al bordillo, impertérrita a lo que pasaba a su alrededor, arrastrando algunas hojas y un par de envoltorios de caramelos o chocolatinas que no podían evitar la deriva del curso… «Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente».

      2

      Grandes y refrescantes tragos. Aun así, prefería una Pepsi-Cola bien fría, de un litro o del tamaño de un cohete espacial Apolo (puesto a pedir no me iba a quedar corto, no me iba a andar con cicaterías de tiquismiquis). En el colegio, en el comedor de techo bajo (los profesores y alumnos más altos tenían que encorvarse un tanto, y que, sorprendentemente, había sido el inusitado escenario donde había actuado un ilusionista que lucía un chaleco brillante de lentejuelas verdes –lo único que relucía en su espectáculo– y una camisa de mangas anchas altamente sospechosas), la mezclábamos, la Pepsi, con el agua de las jarras de la comida, hasta que perdía todo su color y sabor. Como si bebiésemos óxido desteñido, una pócima herrumbrosa. De aquellas jarras metálicas, aguamaniles de mercurio, a menudo bebíamos por beber, en competición gratuita y disparatada. Llenar los pellejos porque sí. Cinco jarras contra cuatro. La guerra del agua. ¡Viva la hidrofilia! Borrachos de H2O. Si el mus también era un deporte, según rezaba en el encabezamiento de un artículo diario que aparecía en la sección deportiva del periódico (seguramente tendría sus adictos incondicionales como los lectores asiduos de las crónicas taurinas), ¿por qué no iba serlo beber a destajo en amistosa rivalidad con los integrantes de la mesa vecina por el puro placer de hacerlo, por muy desatinado que pudiera parecerle a un espectador imparcial o al mundo entero?

      «En un minuto me bebo cinco vasos de agua, esperad a que tome aire…», afirmó Suso Méndez, y en su cara se dibujó una resolución inquebrantable de piedra pómez, el perfil de una estatua clásica a la hora trágica del héroe. Dicho y hecho: en un suspiro, o en dos (estos detalles son difíciles de precisar), se bebió los cinco vasos de agua. De esos de Duralex, anchos y gruesos de base firme como de gafas de culo de botella. ¿Qué lo movió a perpetrar semejante gesta? No preguntemos, las grandes hazañas no necesitan de razonamientos fútiles, son resoluciones personales desarrolladas en un momento dado por el bien de la patria, por ejemplo... Ganamos la apuesta (no recuerdo cuál era, me parece que una botella de Pepsi) y todos nos sentimos satisfechos. Suso se reía como un titán victorioso y mostraba su impecable dentadura de nácar. En ese momento me recordó a Cassius Clay: tenía, como este, un deje de fanfarrón simpático, pero en lacónico; si Clay hablaba por los codos, a Suso había que arrancarle las palabras con fórceps. Incluso su fisonomía, al fijarme bien, era parecida a la del Loco de Louisville: fuerte complexión, piel morena, pelo negro e hirsuto, nariz bastante ancha y un poco aplastada de boxeador, pómulos prominentes, rostro impenetrable solo alterado por una sonrisa de rodaja de melón que, de vez en cuando, dejaba ver unos dientes polares… y unos ojos verdes de gato que sobresalían como esmeraldas, que destacaban del conjunto de manera sorprendente, casi inverosímil… Comía con ansia mirando al plato y raramente levantaba la cabeza. Predecible hasta el aburrimiento. Un zoquete integral que tenía sus cinco minutos de gloria mensuales con estas demostraciones acuosas.

      Los manteles, blanco tiza, empapados; el suelo de baldosas jaspeadas, mojado y resbaladizo como untado con mantequilla: Rigo Martínez se deslizó como un patinador sobre hielo hasta que se cayó y se dio un leñazo de cine cómico. La jarra llena de agua que llevaba en las manos, golpeó el suelo e hizo un sonido seco (aunque era agua) de badajo de campana antes de que el líquido se desparramase como si se baldeara la cubierta de un barco pirata. Creo que se dejó dos costillas y tres dientes, pero él intentaba disimularlo con una sonrisa forzada de careta en histriónica mueca teatral ante un auditorio divertido y gozoso en creciente algarabía circense.

      Alguien del mantenimiento del comedor echó serrín o pan rallado al suelo para evitar más caídas y los profesores intentaron apaciguar el gallinero con gritos y amenazas... Dicen que «después de la tempestad viene la calma», pero conforme a lo que pasó poco después, la frase bien podía decirse al revés: «después de la calma viene la tempestad» o «después de una tempestad, arrecia otra» o…, porque, a pesar del buen tiempo, comenzó a nevar copiosamente… Bolas de migas de pan mojado y compacto cruzaron como meteoros el cielo bajo y gris de la sala (parecía el interior de un submarino en zafarrancho de combate). Como si fuese una piedra lanzada por la onda del adolescente David (en realidad fue desde una cuchara usada como catapulta), una miga de pan se clavó en la frente de Jacobo Jiménez. Este culpó del lanzamiento a Arsenio Barcón, con el que nunca se había llevado bien por la competencia mutua en el juego de balonmano, así que Jacobo Jiménez, movido por la ira negra de la furia, le lanzó a Arsenio Barcón una albóndiga por control remoto que se fue a estrellar en la cara incrédula del mencionado, deshaciéndose en cientos de trozos de carne que se desparramaron por su rostro desencajado. Después de limpiarse con una calma que nada bueno presagiaba, el damnificado retó a Jacobo Jiménez con la mirada y, sin dejar de observarlo, se levantó y se fue derecho a la mesa de este último, que lo esperaba expectante y a la defensiva. Dicen también que «la venganza se sirve en plato frío», y así debe ser en verdad, porque Arsenio Barcón le estampó a Jacobo Jiménez el plato frío de sus albóndigas, que llevaba escondido en una mano a su espalda, en la cabeza de Jacobo Jiménez (llamado J. J. por sus advenedizos), que no contaba con semejante sombrero, a pesar de su actitud de guardia, y que fue el acicate para que se enzarzaran a puño limpio y a boca sucia por la cantidad de sandeces que se decían (que no voy a recitar por obvias y malsonantes). Volaron más migas, llovieron albóndigas (que, en general, no nos gustaban en demasía, salvo a Suso Méndez, que ya llevaba embauladas unas dieciséis…) y aquello semejaba el acabose. Pero no se acabó…

      Los profesores también se desataron y centuplicaron ante la cascada de alimentos que llovían por todas partes, y determinaron poner orden en aquel batiburrillo de escaramuzas y grescas: «¡Basta ya, energúmenos!». «¡Al que se mueva un milímetro, lo empapelo con cola!», (esto último me hizo cierta gracia, porque los papeles pintados estaban de moda). «¡Ustedes dos (Jacobo y Arsenio), al aula 2!». Eliseo Prieto, pequeño como un poni, rubicundo como Apolo, de carácter más bien tímido, envalentonado por el buen ejemplo de los demás, se levantó (bien es verdad que parecía que estaba sentado dada su estatura), agarró con ambas manos la jarra y bebió directamente de ella –un fogonazo de locura pasajera o de lucidez momentánea, según se mire– ante la sorpresa general, ya que lo reputábamos como persona equilibrada y responsable (punto este a determinar, ya que se escurre como una anguila). Se le fue la olla contagiado por el fragor líquido


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