La vida tangencial. Manuel José Díaz Vázquez

La vida tangencial - Manuel José Díaz Vázquez


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gravedad. Alguien dijo que batiría el récord mundial de salto de altura si se lo propusiese, y luego se debatió acaloradamente si lo haría con el método de rodillo ventral o al estilo Fosbury. «Al estilo canguro, ¡me cago en la puta!», dijo Lolo Limón, acompañada, la expresión, con una risotada de hiena agresiva, llevándose el cilindro de un Ducados a la boca, la cual mostró un rictus de afectado cinismo, para después escupir entre sus dientes superiores hacia arriba en arco de fuente: «¡Tchild!». «¡Pedazo de atún!, y yo creía que los bucentauros se habían extinguido», pensé para mí en una ráfaga llena de inquina. Yo no tragaba a Lolo Limón. Había algo torcido, de poco fiar, en esa mirada torva, acechante, y en ese gesto contraído de su boca de gánster del tres al cuatro. En ese instante tuve ganas de fusilarlo…

      Un marinero, que se había apuntado de forma insospechada al partido al pasar por allí (los cuarteles quedaban bastante lejos, por lo que cabía la posibilidad de que se hubiese perdido o fuera un espejismo producido por el sofocante calor), dijo que era pariente (¿los espejismos pueden hablar?), un primo me pareció oír, de un conocido exjugador del Zaragoza, de la primera división, de uno que había jugado en los mejores tiempos de ese equipo, cuando la delantera la formaban los 5 Magníficos (yo pensé que era el título de una película o la marca de un refresco) y Perico Estrella, para demostrar su vasta cultura deportiva (pudiese ser que estos dos términos fuesen contradictorios) se puso a recitar con entusiasmo inusitado: «Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra, ¡la hostia, qué buenos eran!». «Pero, ¡si tú no los viste jugar, gilipollas!», comentó con desagrado uno que yo no conocía, otro carácter cítrico, al parecer. Se llamaba Tito no sé qué, un tipo recio de espalda cuadrada de pila eléctrica y con cara de padecer hemorroides por el contraído rictus de mala uva en su cara de melón (¡qué me zurzan si no tenía cara de presidiario!)… «¡Me lo dijo mi padre, mamón de mierda! ¿Tienes algún problema?», reaccionó Perico, al que, aunque bastante bajo, no le faltaban agallas para afrontar cualquiera eventualidad existencial por muy torcida que se presentase. Tuvimos que separarlos porque se enzarzaban, después del rifirrafe de la lengua, con los puños. Bueno, yo no intervine, acaso dije a cierta prudente distancia: «¡Hombre! No os peleéis por tan poca cosa». Aunque pudiera ser que solamente fuese un pensamiento. (En aquellos lejanos tiempos, y aún hoy, lo que pienso y lo que digo no están siempre en fraternal armonía y, por momentos, los solapo y confundo como a dos huevos cocidos en un reconocimiento culinario).

      Durante el juego, el marinero, que llevaba el traje blanco de verano, como lavado con Persil (parecía un heladero o un lechero de película o algo así), corría como un descosido de un lado para otro sin cansarse en ningún momento, en zancadas grandes que semejaban dejar (no sé si fue producto de mi imaginación, la cual me estaba dando grandes quebraderos de cabeza, o algo real) nubes de polvo como en los dibujos animados. Además, se llamaba Gonzalo, lo que me llevó a pensar, en un alarde significativo, en Speedy González, el ratón más veloz de todo México, y esa relación me trajo a la mente el nombre de Speedy Gonzalo, lo que a su vez me produjo una risa floja un poco exagerada, que corté enseguida por si alguien la notaba (aquí, de nuevo, reapareció la dignidad con gallardía de oropel). No supe en ningún momento, ni antes ni después del partido ni pasados los años, si el marinero pertenecía a mi equipo o no –bien es verdad que yo mismo tampoco supe quiénes eran mis compañeros hasta muy avanzado el encuentro, y solo fue un vislumbre momentáneo, una pequeña grieta por donde solo se podía colar una pequeña lagartija verde–, pero, aun así, le pasé el balón dos veces por generosa simpatía, acciones que no aclararon nada, porque en otras tantas, el susodicho soldado intentó quitarme la pelota, lo que me hubiese provocado gran admiración en otras circunstancias, pero dado el panorama tan confuso en el que nos encontrábamos, afirmaron mi sospecha de que todo aquello era un desaguisado de campeonato. Llegué a la conclusión de que el marinero disfrutaba del juego en sí, corriendo sin ton ni son detrás del balón sin más objetivo que el mero deporte, e incluso llegué a concebir que era realmente un espejismo… Luego se fue con cierta urgencia porque, según comentó, «quedaba poco tiempo para el toque de retreta», no sin antes preguntar cuál era el camino más corto para regresar al cuartel. Uno chiscó un ojo (fue el obtuso de Lolo Limón) buscando complicidad, y lo mandaron por el lado contrario, y se partían de risa cuando el marinero se volvió y agitó una mano en señal de amistosa despedida…

      Mientras yo me devanaba el seso pensando en si avisarlo o no, de correr tras él y decirle que por allí no era el camino, sumido en un mar de dudas y posibilidades que me atolondraban como a un vulgar Hamlet, el mismo Lolo Limón comenzó a explicar con condescendencia (la hipócrita humildad de los soberbios, el escalón donde habitan los que se creen superiores): «La retreta es la última llamada, ¡coño!, ¡qué cabrones son los militares!, pero te haces un hombre, ¡carajo!, y aprendes a tirar con el cetme, ¡hostia!…», cada frase la adornaba con la guinda de un taco y lo decía todo sin dejar de escupir por entre los dientes superiores, ejercicios ambos –el de emitir palabrotas y el de soltar saliva–que representaban para él y para la mayoría una elocuente manifestación de virilidad. Cuantos más tacos soltabas y cuanto más escupías y más lejos, más hombre eras. ¿De dónde surgían semejantes teorías? (he de admitir, muy a mi pesar, que yo también, al menos durante un breve período de tiempo, traté de escupir con soltura y fuerza, pero más de una vez la saliva me cayó en la camiseta como si me hubiese babado, y decía algún que otro ¡coño! o ¡carajo! con la firme sospecha de que los soltaba a deshora y en circunstancias inadecuadas). Seguramente, a nadie le importaba la aclaración de Lolo Limón, pero este quería dárselas de listo y de mayor, de mostrar algo así como que era el corifeo del grupo, el adalid de las huestes de descamisados, en definitiva, un Pancho Villa de pacotilla (todo aquel que se cree rey necesita una camarilla de aduladores). Ninguno de nosotros había hecho la mili, incluido él, y permanecimos callados como ostras cerradas durante un par de minutos, posiblemente pensando en la vida militar y su ambiente vertical, hasta que Eladio Abuín, un carácter introvertido en grado sumo, soltó para nuestra sorpresa: «Dicen que te dan bromuro en las comidas para que no se te levante». El tono con que fue dicha la frase mezclaba una especie de melancolía y preocupación futuras, y fue como un pensamiento que se le hubiese escapado sin su consentimiento, en definitiva, algo extraño con cierto tinte perturbador, pero que provocó risas infinitas. «¿El cetme?», se escuchó en medio de las carcajadas, lo que redobló la hilaridad, que desembocó en comentarios múltiples: «Te lo ponen en el desayuno, en el café, en la sopa…, hasta en los bocadillos». «Es para que no pienses en las mujeres…». A mí, he de reconocerlo, el tema me producía una especie de corriente eléctrica con cortocircuitos dispersos por todo el sistema nervioso con solo imaginarme tomando un potaje cuartelero con el bromuro de marras (lo suponía como el laxante viscoso que tomaba el abuelo con fruición inconcebible)… La palabra en sí ya te ponía en guardia, sonaba a algo misterioso y peligroso a la vez: bromuro, bromuro… (¿Sería todo una broma?). No me había repuesto todavía de la impresión, cuando Nando Piñeiro dijo: «Y te ponen la vacuna contra el tétano». Otra palabra que me producía dentera. Pero, ¿qué era la mili?, ¿un nido de palabras extravagantes y raras que con solo pronunciarlas te provocaban pesadillas?

      Milito Pardo deshizo el ovillo al preguntar, cambiando de asunto: «¿Escuchasteis Smoke on the water de Deep Purple?», y antes de que alguien contestase se puso a menear la cabeza, a tocar una guitarra imaginaria llevando el ritmo con sincopados movimientos del cuerpo y a cantar forzando la voz lo que parecía ser dicha canción: «Ssssmmmookeee ooonnn tthhhhhe wwwaaaaaatttteeeeerr, ffffirrrrreeee innnn thee ssskkkkyyyy…». «¿Fumando en el retrete?», apostilló otro, creo que Chano Seco, un verdadero manojo de nervios, nunca estaba quieto. Varios se habían unido a Milito en su actuación y aquello semejaba una bufonada medieval, sobre todo porque uno de ellos, Daro Martínez, llevaba una camiseta arlequinada y era el que más se movía (más que Chano, que era el demonio de Tasmania). Parecía de goma. La corte del rey de espadas…

      Yo no tenía ni idea de quiénes eran los Deep Purple. Pero me cuidé mucho de decir nada porque no quería pasar por ignorante y ser el centro de la mofa de los cortesanos y plebeyos.

      Las conversaciones se multiplicaron en diversas y rápidas reproducciones celulares: «El otro día maté cuatro ratas con mi escopeta de balines de copa. ¡Cómo gritaban las desgraciadas!», comentó Toño Moreno, que era un experto en


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