La vida tangencial. Manuel José Díaz Vázquez

La vida tangencial - Manuel José Díaz Vázquez


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cabeza gris por el agujero de su guarida, les metía un perdigón –que almacenaba en su boca como si comiese caviar iraní– en el botón del hocico del animal, les fulminaba el centro del bigote de una certera tacada. Un francotirador de primera que aseguraba que Lee Harvey Oswald no había asesinado a Kennedy, que era imposible, que tendría que haber sido un trabajo en equipo, una conspiración muy bien entramada con varios pistoleros en el ajo… Nadie dudaba de que tenía razón. Estuve a punto de pedirle que hiciese una incursión por mi buhardilla para que acabase con un ratón que me tenía harto –si bien he de admitir que vivía en el mencionado lugar antes que yo–, y que se permitía muchas libertades en la estancia, tantas como Pedro I por Huesca. Nico Godoy, seguramente influenciado por el comentario de Toño Moreno, se puso a imitar al gato Jinks: «Mardito par de roedore…». Nico era un portento en las imitaciones. La que hacía del crítico de cine Alfonso Sánchez era excelsa. Lo clavaba, ¡vaya que sí! Y no le iba a la zaga con la de Félix Rodríguez de la Fuente. Se le suponía gran capacidad de observación, ya que la imitación no era solamente verbal, sino que también era gestual. Yo permanecía embobado ante semejante despliegue artístico que nos hacía reír hasta las lágrimas.

      Dos continuaban: «Yo tengo el doble casete de Made in Japan». «Me lo tienes que dejar para grabarlo o te doy una cinta virgen y…». «Ni lo sueñes, gilipollas, ya te presté una de los Rolling y todavía no me la has devuelto…». «Tú en la vida me has prestado nada, mamón de mierda…»… En otro grupo se hablaba de ejecutar un robo de bastante envergadura: se trataba de descolgar la campana de la torre de una ermita vecina, cercana a la ribera, y que la mayor parte del tiempo parecía estar abandonada. «Al peso nos la pueden pagar bien en la chatarrería», indicaba con determinación Bartolo Monzón. «No es mala idea, no señor. Solo le veo un problema: que la condenada campana pesa bastante y para bajarla de allí se necesitaría una grúa», apreció Beni Carregal, que se parecía en su fisonomía a un cuervo mojado… Insospechadamente, Bartolo sacó del bolsillo trasero de su pantalón de deportes un papel doblado. Al abrirlo, vimos un croquis de la ermita y de la campana, unos dibujos que semejaban una polea, unas maderas con medidas, y una, creí ver, carretilla diseñada a escala (a mí todo me pareció un esquema de uno de los inventos del profesor Franz de Copenhague, del TBO), y explicó someramente que en una hora se podía desmontar el artilugio, y que con tres voluntarios más la cosa sería coser y cantar, pero que había que buscar un comprador más alejado, ya que de venderlo por la zona, se correrían riesgos innecesarios y la policía, a pesar de que eran unos mantas, podía tener indicios, evitables con un poco de inteligencia… Lo dijo todo con tal seriedad, que nadie dudó de que lo iba a llevar a cabo con ayuda o sin ella. Creo que a algunos la posible realización del golpe nos produjo cierto desasosiego y nos apartamos discretamente, pero allí quedaban media docena discutiendo el plan con sus cabezas arracimadas en torno al papel…

      Cuando menos lo esperaba, oí la voz de Marino Peña: «¡Eh, tú, torrija, que vas con nosotros!» y me refrené de soltarle un par de definiciones de las que había preparado. Y llamando con energía a unos cuantos elementos dispersos por la campiña, comenzó a arengarnos («seguramente vamos a reanudar el partido», pensé yo), y así, alzando la voz como aquel general francés en no sé qué batalla, dijo: «¡Soldados: Estáis bien vestidos y alimentados, y cada uno sabe el lugar que ocupa y lo que tiene que hacer, así que como alguno falte a su deber, lo fusilo sin ceremonias previas!». Bueno, Marino no aludió a lo militar y su discurso no estaba condimentado con referencias a la ropa o a la dieta, sino que iba al grano de manera prosaica y sin ambages: «Como no corráis os meto un palo por el culo», y acabó, magnánimo, dándonos la mano a cada uno como para infundirnos ánimos después de la postrera amenaza, con una sonrisa animosa que dejaba ver sus dientes blancos que contrastaban con su piel morena curtida.

      Por primera vez en toda aquella tarde pude vislumbrar a los integrantes de mi supuesto equipo, así que me esforcé por retener sus caras y sus vestimentas… Marino fue el que me había ido a buscar a casa con la idea de saber si estaba disponible para jugar el partido («¿por qué le haría caso?»), y me había comentado que el balón era de reglamento, de la segunda división nacional de liga, puesto que el domingo pasado, cuando su hermano y él intentaron colarse en el estadio, con la sana intención de ver y animar al equipo de la ciudad que jugaba un partido muy importante (equipo, por otro lado, que solo ganaba cuando llovía, cuando el campo estaba encharcado), y no pudiendo lograrlo, mohínos y decepcionados, camino de regreso, observaron cómo un balón salía del recinto amurallado como caído del cielo, y que, sin pensárselo dos veces, en lugar de devolverlo, lo cogieron y se pusieron a correr a toda mecha (según su expresión)… O sea, que estábamos jugando con un balón robado. Esto también me preocupaba, y no poco, casi me martirizaba la idea de que en cualquier momento pudiese aparecer la Policía Armada (los Grises, como eran conocidos) exigiéndonos la devolución del cuero, más una posible multa por daños y perjuicios, amén de unos cuantos días, sin especificar, en chirona, por robar propiedad ajena, con el cargo añadido de que el objeto del delito pertenecía a una institución de renombre en la ciudad (la de la novela). En este punto reflexivo (que se produjo cuando íbamos hacia el campo, a las afueras, mientras Marino me lo comentaba con grandes muestras de satisfacción), mi imaginación se incendió: estaba convencido, enervado por los temores, de que en la cárcel (nadie nos libraría, ni presentando instancias y pólizas en las ventanillas de la burocracia) nos darían tormento, nos tendrían a pan y agua, y que habría, en las celdas, miles de ratones que nos harían la vida imposible, plaga que ni diez mil Morenos o Rubios serían capaces de erradicar, ya que sería peor que las langostas de Egipto. Con el agravante de que, seguramente, dadas las circunstancias del régimen político en el que vivíamos, nos mandarían copiar en un encerado inmenso unas miles de veces una frase que nos recordara nuestro crimen manifiesto (yo, al jugar, era cómplice): «No se roban los balones ajenos, máxime si son del equipo de la ciudad, ya que nos representa por esos mundos, y sabiendo, además, que es un club más bien tirando a pobre, con lo cual el delito se agranda hasta proporciones descomunales, etcétera». Y la frase continuaba, larguísima… No pude, en toda la tarde, sacudirme ese malestar y miraba alrededor por si aparecía una grillera con unos cuantos números para darnos lustre y llevarnos a las frías mazmorras.

      No obstante, ciertamente la charla de Marino dada al grupo me sirvió para reconocer a mis compañeros de equipo. Identificarte con y pertenecer a un conjunto, por muy extravagante que este fuera, te daba cierta tranquilidad (la cual necesitaba) y salí reconfortado de la arenga (¿dónde estaba mi autoestima?). Pero una vez comenzado el partido, la segunda o la tercera parte del mismo, se deshizo el orden en un santiamén, y el caos regresó en todo su esplendor de vorágine polícroma: aquello era indescifrable, una barahúnda descomunal, los bolcheviques a la hora punta, y solo veía colores entrando y saliendo en espiral caleidoscópica de sacacorchos o una especie de arcoíris en movimiento perpetuo con un fondo verde. De hecho, me pareció (pudo ser el calor) que algunos se desplazaban a la velocidad de la lengua de un camaleón o de las alas de un colibrí. Aun así, traté de concentrarme en el juego, y corrí, despejé un balón de cabeza, tiré a gol hacia unos montículos que me parecieron la portería contraria, desplegué, por unos minutos, más moral que el Alcoyano, pero nada… y de nuevo perdí la noción de todo en aquel horno abrasador.

      Cuando ya llevábamos cierto tiempo en la continuación de aquel despropósito, por la mano contraria a donde se había ido el marinero, es decir, por el camino por el cual debería haberse ido en realidad, comenzamos a oír voces (onomatopeyas ilegibles) que, aparentemente, reclamaban nuestra atención. Era Teo Soto quien, desde el pavimento azul marino de una calle recién asfaltada y que se encontraba más abajo del campo, nos hacía aspavientos moviendo los brazos como si estuviese dirigiendo una maniobra aérea. Su figura delgada, ahuesada, casi quijotesca, filiforme, parecía flotar dentro de la camiseta que se hinchaba con la brisa caliente, dando la impresión de una vela en alta mar, siendo Teo el mástil, pelado como un mondadientes. Si no fuese por sus gritos y ademanes, podríamos afirmar que estábamos viendo un espantapájaros mecánico desgarbado y roto pidiendo auxilio, o incluso aquel personaje del relato de Nicolás Gógol, Iván Fiódorovich Shponka y su tía, cuando un vecino decía refiriéndose a él: «¡Mirad, mirad, por ahí viene un molino de viento!». Era algo extraño y chocante, podía sugerir a la vez varias cosas dispares o relacionadas entre sí. Teo había levantado la


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