La vida tangencial. Manuel José Díaz Vázquez

La vida tangencial - Manuel José Díaz Vázquez


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la penicilina o que su gesto representase un bien supremo para la humanidad. Se hicieron apuestas por si era capaz de tragársela o no de una sentada (aunque estaba de pie). Cuando flaqueaba, arreciaban los ánimos para darle vigor. Una locura colectiva digna de Alcatraz…

      Los profesores, ha tiempo en guardia y al acecho de cualquier movimiento, lo vieron, y sin más preámbulos, comenzaron a repartir estopa, leña y castigos…, y luego más leña, como medio bosque talado. Entre ellos, había uno muy moreno que era conocido por el sobrenombre de Chocolate, que se creía el rey del ancho mundo, o, al menos, el emperador del comedor, y que paseaba por allí como Pedro por su casa o como Napoleón por Europa: manos a la espalda, cogidos dos dedos, índice y corazón con el puño izquierdo, pulgares en movimiento nervioso a la espera de víctimas para el sacrificio, mirando de soslayo, amenazador… Si no había sangre, la provocaba.

      El mundo semejaba constreñido por aquel entonces. Reducido como una de esas cabezas jíbaras con las que se hacían llaveros. Un día en el recreo de las once, Lino Codesido mostró una de esas cabezas, del tamaño de una avellana, una albóndiga enana, para pasmo de los circunstantes, que no dábamos crédito a aquella miniatura con pelo. Era repugnante, pero nadie dijo nada, admirados y asustados a partes iguales porque teníamos la sospecha de que no era de plástico, sino de verdad. Mateo Silva, que tenía alma de comerciante, se la quería comprar a toda costa; le llegó a ofrecer 1000 pesetas por aquella calabacita con bigote. El uruguayo, también conocido por el Tupamaro, seguro que tendría que saber mucho acerca de todo esto de las reducciones de cabezas al absurdo… O así me lo imaginaba dada su procedencia, pero no le pregunté por si acaso, y eso que siempre me costó moderar la lengua…

      Al final nos retrataron la cara, sin fotografías ni contemplaciones, a unos cuantos; a mí a la hora del vaso de leche, viernes, flan de huevo de postre, bien regado con caramelo líquido, 14:08 p.m. (¿peccata minuta? Bueno, tampoco sabía el significado de esto). Cuando creía que ya me libraba, en los últimos bocados del flan de vainilla, me entró la risa floja delante de un profesor que hacía guardia como esperando un desliz, el que yo tuve al recordar el desaguisado anterior en mi mente de plastilina, y así, durante la representación mental del teatrillo surgió la risa y salió el flan de mi boca como disparado por un cañón de artillería, fuego graneado que dio de lleno en la jarra metálica puesta en el centro de la mesa como un bodegón barroco. Y el profesor, sin pensárselo dos veces, me arreó, aunque yo no era un caballo, y me llevó en volandas asido de una oreja al aula de castigo, al aula 2, y en el trayecto al moverme noté el agua que había bebido meneándose en mi estómago, el cual comenzó a dar vueltas como una hormigonera, y por poco la echo toda al ponerme de rodillas tal y como me condenó el maestro sin juicio previo ni abogado defensor que velase a mi favor. Lo peor fue que la risa no paraba, antes bien, aumentaba, y nos contagiábamos unos a otros mirándonos por el rabillo del ojo. Desenfrenada. La risa. Y los profesores, vehementes guardas de la ley y del orden, nos dejaron por imposibles, aunque en su retirada nos caldearon las mejillas con las palmas de sus manos, y los glúteos con un palo que sonaba como un látigo, en el aula de suplicios (aula 2), en Santa Elena, edificio principal, mazmorra de la derecha, justo enfrente de la puerta de secretaría, después de haber subido once desgastados escalones, hasta las 15:30 p.m., hora de regreso a las clases. En el encerado, las cadenas de carbono: CH3, CH2, CH2, CH… aún no borradas de la clase anterior, eran testigos mudos de nuestro encierro. Encadenados a las fórmulas químicas de la pizarra, a las redes de cadenas de carbono. Totalmente incomprensibles. Un día había intentado hacer un ejercicio con mi compañero de pupitre y acabamos jugando a los ceros y a las rayas… Los recuerdos son espejismos, reflejos en el espejo del pasado… el alma se detiene y observa el paisaje que se sucede entre la niebla de los tiempos idos…

      3

      En realidad, seguíamos jugando al fútbol en aquella tarde de horno. El sol parecía una yema de huevo a punto de derretirse. El aire espeso, gelatinoso y caliente hacía resistencia a cualquier movimiento, pudiéndose palpar con los dedos pegajosos. Al fondo, paralelo al campo, se distinguía un mar añil, profundo y quieto –una estampa de fotografía eterna– y, en su superficie, dos petroleros fondeados como ballenas de metal, lucían el relieve de sus moles metálicas. De las grúas, en poses geométricas, salían unas trompas que parecían mirar al suelo olfateando algo indefinido, o cabizbajas por el peso que tenían que soportar… Absortos, jugábamos… El marino horizonte, a lo lejos, como la tela de un decorado, dormitaba en la tarde calurosa, esperando paciente que la noche llegara y echara su telón…

      Unas jovencitas conocidas, seis o siete, se sentaron en la hierba en un desmonte fronterizo al campo, observándonos entre cuchicheos, sus dulces muslos de miel al sol poniente. Su presencia redobló nuestras carreras y los tacos y juramentos se multiplicaron por cinco. Y tú te creías que se fijaban en ti, que eras el único centro de su atención, el verdadero ombligo del mundo, y dejabas la tangente del córner y sus palomas, las monsergas de Marino y la ley del mínimo esfuerzo (ley que seguía a rajatabla), y tratabas de lucirte, de impostar garbo, el cual no sabías muy bien cómo se simulaba por falta de costumbre y porque tampoco tenías una referencia clara, acaso la pose de un torero en alguna corrida vista por la televisión o algún artista de cine, pongamos 007, pero, al fin, te dejabas llevar por el instinto, que tampoco tenías muy claro en qué consistía y en cómo se desarrollaba. Surgía, probablemente, de unos resortes primarios del sistema nervioso central espoleado por la visión de las niñas, o vete a saber de dónde, solo sentías que de tu interior se extendían unos muelles que exacerbaban tu ser de mantequilla (por los enervados nervios) y te impulsaban a hacer cabriolas (como don Quijote en Sierra Morena) o despropósitos inimaginables para correr como un atleta con un estilo inusitado en un estadio abarrotado de gente o para moverte como un primer bailarín que se elevaba tanto en el punto álgido de una obra que llegaba hasta casi el techo del teatro sin esfuerzo aparente (luego había que bajarlo con una escalera), cruzando el escenario de tal manera que semejaba un saltamontes, alegre y campechano en su libertad danzante… Sin embargo, estabas encantado, subyugado por estas sensaciones, que aminoraban la fuerza racional que se suponía que poseías, entrando en una espiral de sentimientos confusos, pero muy agradables, que te dominaban sin remisión, te abocaban a un mundo intrépido de paisajes interiores nuevos y embriagantes como si fuese una nueva técnica pictórica, aunque, en realidad, ya llevaban aquí desde la noche de los tiempos.

      Eras consciente, a pesar de todo, que dicho estado no era el normal, suponiendo que tuvieses una percepción clara de dicha condición para comparar. Era como si, de repente, en tu interior comenzasen a hervir las burbujas de un champán que no habías ingerido, la efervescencia de un sifón interno, íntimo, de otro géiser o volcán que habitaba en las profundidades de tu alma, conectado al resto del cuerpo por unos cables inconcebibles. Las niñas, o mejor dicho, las adolescentes, te hacían perder esa normalidad indefinida, y te llevaban a un lugar de deleite emocional y físico que te elevaba, al mismo tiempo, al planeta, no menos confuso, de la euforia inconsciente. Cuando intentabas reflexionar en ello fríamente, en perspectiva, nunca en el momento mismo en el que se producía, ya que su poder impedía la concentración y el análisis, te resultaba complejo de explicar, a lo sumo lo definías vagamente como un potaje de sensaciones, una macedonia de impresiones y otras virutas que te subyugaban de nuevo cuando lo volvías a rememorar, y la mera reminiscencia te hacía perder otra vez la supuesta capacidad objetiva con la que te aplicabas al estudio del asunto, capacidad que seguramente nunca se había producido debido al ímpetu del oleaje del alma, a que la propia evocación avasalladora te impedía una introspección pura, como si en una investigación científica, los propios instrumentos para llevarla a cabo, distorsionasen la realidad que se pretendía analizar. Sin embargo, más adelante, en las clases de Biología, oías hablar de una especie de secreciones extrañas llamadas hormonas que alteraban el cuerpo y te decías: «¡Ah, era eso!», lo cual no menguaba, al saberlo, ni un átomo, que continuaras siendo víctima de semejantes actividades sísmicas internas, movimientos prosaicos como una piedra por otro lado, y con toda probabilidad, largamente sobrevalorados, pero excitantes y continuos a lo largo de tu adolescencia…

      Una mirada, unos ojos lánguidos de ternura o avidez, un esbozo mínimo del cuerpo sensual de una mujer y ya estabas perdido en la vorágine


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