La vida tangencial. Manuel José Díaz Vázquez

La vida tangencial - Manuel José Díaz Vázquez


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y corrí, corrí… Me estaba acostumbrando a lo tangencial.

      4

      Y por fin llegué a casa. No sé si eufórico o contrariado o ambas cosas a la vez. El pelo pegado a la cabeza debido al sudor originado por la loca carrera. Sediento por el esfuerzo, con la boca seca por todo lo acontecido. Por haber sido testigo casi mudo (alguna palabra creo que había dicho) de todo aquel berenjenal caótico y violento.

      Nada más llegar, el reloj de pared del salón dio las nueve, y su sonido metálico y profundo de ondas concéntricas se desplegó como un mantel a lo largo de la casa. Me extrañó que todavía fuese de día, pero comprendí que nos estábamos acercando al verano, o el verano a nosotros, y una luz oblicua y amarillenta de polo de limón, aún poderosa, se introducía por doquier, empapándolo todo en su declinada despedida. Cruzando el pasillo, me dirigí a la cocina, que se encontraba al fondo, en la parte trasera con vistas al patio, y ya allí, al ver en la mesa de patas de palo de pirata, en el frutero azul de dos pisos (que me recordaba un garaje salido del Plasticant –aquel juego de montar cuyas piezas parecían macarrones azules–), unas naranjas, tomé media docena y me dispuse a cortarlas por la mitad y luego en cuarterones medio lunáticos. Antes, por un impulso irrefrenable –salió a relucir mi pésima vena circense– me puse a hacer juegos malabares con tres de las naranjas: ¡Ale hop! Dos cayeron, mazándose, al desconchado suelo color granate, rodando luego por el ancho mundo de la cocina e intentando escapar del cadalso y de la guillotina que les esperaba. Veinticuatro cuarterones sorbidos y comidos con avidez de abeja, en un festín de jugo que caía por las comisuras de los labios hacia el pecho de la camiseta verde. Algún gajo lo dejaba entretenido en la boca a modo de dentadura postiza o de protector bucal, y comenzaba a boxear rememorando a los contrincantes del campo, pero con mucha más clase, como un avezado púgil aristócrata inglés ante un esparrin imaginario al que le daba golpes haciendo fintas con la cintura y esquivando los suyos con una habilidad de espadachín consumado. Un directo a la nariz de mi contrincante, que presumía ser achatada como la de un gánster de cine negro, un croché magnífico al mentón de cristal de Bohemia de mi rudo adversario, que bufaba como un bisonte o un búfalo por la lluvia de golpes que le estaban cayendo por todas partes, mientras yo bailaba como Fred Astaire alrededor de él en coreografía espontánea. Y le comentaba muy ufano, al par que danzaba, una frase de Cassius Clay (Mohamed Alí, como él quería que le llamasen) que le había dicho a un rival antes del combate y que había leído en el periódico, sección deportiva, al lado de la columna El mus también es un deporte: «Yo debería estar en un sello postal. Es la única manera de que me puedas pegar». No obstante, tenía que proteger mis cejas de plastilina, y eso me gritaban una y otra vez mis entrenadores y ayudantes desde el rincón. Una debilidad genética eso de las cejas, muy endebles para un boxeador de mi categoría, y acaso demasiado untadas con vaselina. El árbitro, ceñudo, con ropa de escarabajo patatero, me miraba de refilón observando mi cara y con la idea de amonestarme en su mirada. Olía muy bien la vaselina… De pronto, me sentí ridículo, como observado por alguien, y ese alguien era yo, desdoblado, conciencia de ser sujeto y objeto a la vez, un estafermo en medio de la cocina que hacía movimientos extraños bailando en un ring imaginario y dándole golpes al aire. Por el aire, Fred Astaire. Una voz interior había aflorado desde el núcleo de mi atolondrado ser para sugerirme que dejase de hacer filigranas boxísticas con grandes riesgos de noquearme a mí mismo…

      Lo más sensato era darme una ducha fría para ahuyentar fantasmas inoportunos… Al contacto con el agua, el cuerpo se tensó. Después del primer estremecimiento me sentí reconfortado, y cerré los ojos, y al hacerlo, se abrieron como un abanico varias imágenes: el partido de fútbol, los variopintos colores de las camisetas, los dispares pensamientos, la pelea, las chicas, una mirada de Marta Cerezo que se cruzó con la mía en un instante de terciopelo… El agua corría y corría como la del surtidor: una ballena al revés…

      Subí a la buhardilla por las escaleras empinadas y estrechas, como de caracol de un campanario de una iglesia románica. Ya en ella, un sol en retirada encendía de azafrán el rectángulo de la ventana. La abrí (las puertas de la misma estaban fuera de sus quicios. Desquiciadas. Probablemente como yo después de esa tarde de locos) y una bocanada de aire cálido penetró sin ceremonias. Gran cantidad de polvo gravitando y desparramado por los rincones: polvo de desierto y de soledad. Polvo de polvorones. Crepúsculo achicharrante. El manto de un ámbar dorado cubría todo dándole un resplandor de monedas de oro. La cueva de Alí Babá.

      En la buhardilla, solamente un cuarto, aparentemente cuadrado, en el que había colocado el catre, estaba en condiciones de uso. El tocadiscos de maleta abría su párpado, con el altavoz incorporado, desde el suelo, y unos cuantos discos diseminados daban color plastificado a la monotonía de la superficie desgastada. Cogí uno, de Paul Simon, un vinilo que me habían regalado cuando ni siquiera había un aparato reproductor en casa. Siempre me había extrañado y desconcertado ese regalo. Entendía que estaba de moda regalar discos, y cuando tuvieses una docena, no te quedaba más remedio que comprar un tocadiscos si los querías escuchar. O llevarlos a casa de un familiar o de un amigo, con la posibilidad, nada remota, de quedarte sin ellos. Me lo había obsequiado una vecina, una chica joven que estudiaba para administrativa, y que solía darle a la máquina de escribir por la tarde. Parecía una metralleta. También estudiaba taquigrafía. Jeroglíficos. A mí la taquigrafía me producía taquicardia. ¿Por qué no le había dicho que me regalase el tocadiscos primero? Luego lo compró mi madre, que era amiga de ella. Cosas de mujeres.

      Me entretuve ojeando la portada, que era doble y que se abría como un periódico: letras de las canciones y fotografías en blanco y negro. Algo de una cámara Nikon, una foto de recuerdo para seguidores de los Dixie Hummingbirds, que era un grupo vocal negro que acompañaba al cantante en un par de canciones y que, seguramente, según deduje, habían ya fallecido porque a su lado, debajo de la foto, se veía una cruz (una cruz como la que aparecían en las esquelas, es decir, el símbolo de la muerte). Pero, ¡hum!, no, no significaba eso. La crucecita de marras, que me había producido cierta incomodidad por lo que suponía que representaba, solo quería decir que ese cuarteto era cortesía de otra compañía de discos, de la Peacock Records, y que colaboraban con el artista, según rezaba al pie de la fotografía. Una canción sobre el carnaval de Nueva Orleáns (yo odiaba el carnaval, no me gustaba nada disfrazarme…, a lo sumo de vaquero, en la infancia, de sheriff para poner orden en la calle sin ley en la que vivía)…

      Luego puse el disco, etiqueta naranja del color del butano, que sobresalía unos centímetros del plato, moví el brazo de la aguja hacia un lado hasta que hizo clic y comenzó a girar dando vueltas como un tiovivo. Y continué mirando la doble portada mientras lo escuchaba: la foto de un tipo negro tocando el clarinete con una especie de gorro de marinero en la cabeza. Me acordé de Speedy Gonzalo. ¿Llegaría a tiempo al toque de retreta o continuaría deambulando por ahí? Seguro que preguntó a alguien por dónde se iba al cuartel, y al ser indicado que por otra dirección, nos maldijo con todas sus fuerzas y con toda razón… El título de una canción parecía ser un juego de palabras: El techo de un hombre es el suelo de otro, o algo así, ya que lo traduje del inglés, y mi conocimiento de este era deplorable. Me vino a la mente el nombre del grupo que había mencionado Milito Pardo: «Deep ¿qué?: ¿Turtle, Purple…?». Del altavoz, que ya de por sí tenía un sonido agudo, salía una voz en falsete de castrati… Miré, sorprendido, la información de la canción, no sin antes indagar la cara y el número de la misma en el disco mientras giraba. Cara A, corte 2. ¡Era un cura! El reverendo Claude Jeter. Un estribillo pegadizo, que unido al calor, me producían una sensación de insoslayable sopor. Estaba sentado en el suelo, apoyada la cabeza en la arista del catre, los ojos cerrándose lentamente... Miré de reojo el título de otra canción: Era un día soleado… y me pareció ver una escayola con la forma de un pie en la contraportada… La aguja, al contacto con el vinilo, emitía un sonido como el de estar salpicando con gotas de agua una sartén llena de aceite hirviendo. Por fin, apoyándome en las piernas, me tiré en el catre, rendido por el cansancio y el bochorno, obediente a lo que me pedía el cuerpo… Noté los muelles del colchón bajo mi espalda temiendo que alguno de ellos se soltase y me atravesase como un sacacorchos un tapón. Distraídamente, al ladearme, me fijaba en cómo giraba el disco, posiblemente


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