Los sonámbulos. Arthur Koestler

Los sonámbulos - Arthur Koestler


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Mnesarco era cincelador de piedras, de manera que, en su juventud, Pitágoras debió de familiarizarse con aquellos cristales cuyas formas imitaban la de las puras formas numéricas: el cuarzo, la pirámide y la pirámide doble; el berilo, el hexágono; el granate, el dodecaedro. Todo ello mostraba que la realidad podía reducirse a series numéricas y proporciones numéricas si se conocían las reglas del juego. Descubrirlas era la principal misión del philosophos, aquel que ama la sabiduría.

      Un ejemplo de la magia de los números es el famoso teorema por el cual se recuerda aún conscientemente a Pitágoras en nuestros días: él es la cúspide visible del iceberg sumergido4. No hay ninguna relación obvia entre las dimensiones de los lados de un triángulo rectángulo, pero si construimos un cuadrado en cada lado, el área de los dos cuadrados más pequeños será exactamente igual al área del mayor. Si la contemplación de las formas numéricas podía descubrir tales leyes maravillosamente ordenadas y ocultas hasta entonces al ojo humano, ¿no era legítimo abrigar la esperanza de que pronto se revelaran todos los secretos del universo a través de esas formas numéricas? Los números no fueron arrojados al mundo al azar: estaban dispuestos en estructuras equilibradas, como las formas de los cristales y los intervalos concordantes de la escala, de conformidad con las leyes universales de la armonía.

      III. “SUAVE QUIETUD DE LA NOCHE”

      Extendida a los astros, la doctrina asumió la forma de la “armonía de las esferas”.

      Los filósofos jónicos habían comenzado a abrir la ostra cósmica y ponían la Tierra al garete; en el universo de Anaximandro el disco terrestre ya no flota en el agua; se halla en el centro, sin sostén ninguno rodeado de agua. En el universo pitagórico el disco se cambia por una esfera.5 Alrededor de ella, el Sol, la Luna y los planetas giran en círculos concéntricos, fijo cada uno a una esfera o rueda. La veloz revolución de cada uno de estos cuerpos produce un silbido o susurro musical en el aire. Evidentemente, cada planeta silbará con tono distinto según la proporción de su órbita respectiva, así como el tono de una cuerda depende de su longitud. De manera que las órbitas en que se mueven los planetas forman una especie de lira gigantesca cuyas cuerdas están curvadas en círculos. Parecía de igual modo evidente que los intervalos interpuestos entre las cuerdas de las órbitas fuesen gobernados por las leyes de la armonía. Según Plinio,6 Pitágoras pensaba que el intervalo musical formado por la Tierra y la Luna era de un tono; el de la Luna y Mercurio, un semitono; el de Mercurio y Venus, un semitono; el de Venus y el Sol, una tercera menor; el del Sol y Marte, un tono; el de Marte y Júpiter, un semitono; el de Júpiter y Saturno, un semitono; el de Saturno y la esfera de las estrellas fijas, una tercera menor. La resultante “escala pitagórica” es si, do, re bemol, fa, sol, la bemol, do, aunque varía ligeramente la representación de la escala, dada por diferentes autores.

      Según la tradición, solo el maestro tenía el don de oír verdaderamente la música de las esferas. A los mortales comunes les faltaba ese don, ya porque desde el momento mismo del nacimiento estaban constante aunque inconscientemente bañados en el susurro celestial, ya porque –como Lorenzo explica a Jessica– están demasiado groseramente constituidos:

      ...soft stillness and the night Become the touches of sweet harmony... Look how the floor of heaven Is thick inlaid with patines of bright gold; There’s not the smallest orb which thou behold’st But in this motion like an angel sings... Such harmony is in immortal souls; But, whilst this muddy vesture of decay Doth grossly close it in, we cannot hear it.

      (...la suave quietud y la noche convienen a los acentos de la dulce armonía... Mira cómo la bóveda del firmamento está tachonada de innumerables patenas de oro resplandeciente. No hay uno solo de esos globos que contemplas, ni el más pequeño, que con sus movimientos no produzca una angelical melodía... Las almas inmortales tienen en ellas una música así, pero hasta que caiga esta envoltura de barro que las aprisiona groseramente entre sus muros, no podremos escucharla).7

      El sueño pitagórico de la armonía musical que regía el movimiento de las estrellas nunca perdió su misterioso impacto, su poder de suscitar respuestas de las profundidades del inconsciente. Ese sueño reverbera a través de los siglos, desde Crotona hasta la Inglaterra isabelina: citaré de él dos versiones más y luego se verá claramente con qué fin. La primera son los bien conocidos versos de Dryden:

      From harmony, from heavenly harmony, This universal frame began: When nature underneath a heap Of jarring atoms lay And could not heave her head, The tuneful voice we heard from high: Arise, ye more than dead. (De la armonía, de la armonía celestial, nació esta universal figura: cuando la naturaleza yacía bajo un montón de vibrantes átomos, sin poder levantar la cabeza, la armoniosa voz que oímos desde lo alto: Levantaos, vosotros, más que muertos...).

      La segunda pertenece a Arcades, de Milton:

       But els in deep of night when drowsiness Hath lockt up mortal sense, then listen I To the celestial sirens harmony... Such sweet compulsion doth in music ly, To lull the daughters of Necessity, And keep unsteddy Nature to her law, And the low world in measur’d motion draw After the heavenly tune, which. none can hear Of human mould with grosse unpurged ear.

      (Pero solo en la profundidad de la noche, cuando el sueño ha

      encerrado los mortales sentidos, escucho yo

      la armonía de las celestiales sirenas...

      Ese dulce premio tiene la música

      para calmar a las hijas de la Necesidad,

      para mantener la inestable naturaleza en su ley

      y en mesurado movimiento al bajo mundo,

      según los acordes celestes que nadie

      de barro humano y tosco oído, puede oír).

      Pero cabría preguntarse: ¿era la “armonía de las esferas” una fantasía poética o un concepto científico? ¿Una hipótesis valedera o los ensueños del oído de un místico? A la luz de los datos que los astrónomos reunieron en los siglos siguientes, parecería por cierto un sueño, y hasta Aristóteles desterró burlonamente “la armonía, la celestial armonía”, del campo de la ciencia seria y exacta. Pero hemos de ver cómo al cabo de un inmenso rodeo, en el siglo XVI, un Johannes Kepler se enamoró del sueño pitagórico y, fundándose en esa fantasía, construyó, mediante métodos de razonamiento igualmente defectuosos, el sólido edificio de la astronomía moderna. Trátase de uno de los más asombrosos episodios de la historia del pensamiento, y constituye un antídoto contra la engañosa creencia de que la lógica rige el progreso de la ciencia.

      IV. LA RELIGIÓN Y LA CIENCIA SE UNEN

      Si el universo de Anaximandro recuerda un cuadro de Picasso, el mundo pitagórico se parece a una caja de música cósmica, que toca el mismo preludio de Bach, de eternidad en eternidad. No es sorprendente pues, que las creencias religiosas de la Fraternidad Pitagórica se relacionaran estrechamente con la figura de Orfeo, el divino tañedor de la lira, cuyas melodías mantenían bajo su hechizo no solo al príncipe de las tinieblas, sino también a los animales, árboles y ríos.

      Orfeo llegó tardíamente al escenario griego, atestado de dioses y semidioses. Lo poco que sabemos de su culto se pierde entre conjeturas y controversias; pero sabemos, por lo menos en términos generales, cuáles eran sus antecedentes. En fecha desconocida, pero probablemente no muy anterior al siglo VI, el culto de Dionisos-Baco, el ardoroso dios cabrío de la fertilidad y el vino, se difundió desde la bárbara Tracia hasta Grecia. El triunfo inicial del baquismo se debió probablemente a aquel sentido general de frustración que Jenófanes expresó con tanta elocuencia. El panteón olímpico había llegado a parecer una asamblea de figuras de cera, cuyo culto formalizado no podía ya satisfacer verdaderas necesidades religiosas mejor que el panteísmo, ese “ateísmo civilizado’’, como hubo de llamárselo, de los sabios jónicos. Los vacíos espirituales tienden a producir estallidos emotivos. Las bacantes de Eurípides, adoradoras enloquecidas del cornígero dios, vienen a ser las precursoras de los danzarines enloquecidos de la Edad Media, de los brillantes jóvenes de la rugiente década del veinte, de las ménades de la juventud


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