Los sonámbulos. Arthur Koestler
limpios de toda teoría, ¿no es acaso más convincente considerar el Sol y las estrellas como agujeros de la cortina que rodea el universo?
El único objeto celeste que se consideraba análogo a la Tierra era la Luna. Se suponía que en ella había plantas y que estaba habitada por animales quince veces más fuertes que los nuestros, porque la Luna gozaba de la luz diurna durante quince días sucesivos. Otros pitagóricos creían que las luces y sombras de la Luna eran reflejos de nuestros océanos. En cuanto a los eclipses lunares, algunos eran producidos por la Tierra, otros por la Contratierra; esta última también explicaba la presencia de la tenue luz cenicienta del disco lunar en la Luna nueva. Y por fin parece que otros suponían la existencia de varias Contratierras. Debió de entablarse un vehemente debate.
II. HERÁCLIDES Y EL UNIVERSO (HELIOCÉNTRICO)
A pesar de sus extravagancias poéticas, el sistema de Filolao abrió una nueva perspectiva cósmica. Se apartó de la tradición geocéntrica, de la tenaz convicción de que la Tierra ocupa el centro del universo del cual, maciza e inmóvil, no se mueve jamás ni un centímetro.
Pero el sistema de Filolao constituyó también un hito en otra dirección. Separó nítidamente dos fenómenos antes mezclados: la sucesión del día y de la noche, esto es, la rotación diurna del cielo en su conjunto y los movimientos anuales de los siete planetas móviles.
El progreso siguiente se refirió a los movimientos cotidianos. Desapareció el fuego central; la Tierra, en lugar de girar alrededor de él, giró ahora sobre su propio eje, como un trompo. La razón de ello estribaba, según es de presumir,4 en el hecho de que los contactos cada vez mayores que establecían los marinos griegos con regiones distantes –desde el Ganges al Tajo y desde la isla de Thule a Taprobana– no conseguían descubrir ninguna señal –ni rumor siquiera– del fuego central o del Antichton, que deberían ser visibles desde el otro lado de la Tierra. Ya dije antes que la visión del mundo que tenían los pitagóricos era elástica y adaptable. No abandonaron la idea del fuego central como fuente de calor y energía; la transfirieron del espacio exterior al corazón de la Tierra y, en cuanto a la Contratierra, la identificaron, sencillamente, con la Luna.5
El siguiente gran pionero de la tradición pitagórica es Heráclides del Ponto. Vivió en el siglo IV a. C., estudió con Platón y, probablemente, también con Aristóteles. Y de ahí que, con arreglo a la cronología, debiéramos tratarlo después de ellos; pero me ocuparé primero del desarrollo de la cosmología pitagórica, la más audaz y promisoria de la antigüedad, hasta su fin, que se produjo en la generación siguiente a la de Heráclides.
Heráclides daba por sentada la rotación de la Tierra alrededor de su propio eje. Lo cual explicaba el diario girar de los cielos, pero dejaba intacto el problema del movimiento anual de los planetas. Ahora bien, esos movimientos anuales se convirtieron en el problema central de la astronomía y la cosmología. La multitud de estrellas fijas no presentaba ningún problema, porque nunca se modificaba su posición relativa –las unas respecto de las otras o de la Tierra–.6 Constituían una garantía permanente de la ley, el orden y la regularidad del universo y, sin gran dificultad, podía imaginárselas como un conjunto de cabezas de alfiler (o de agujeros hechos con alfiler) en la almohadilla celestial, que se movía, como una unidad, alrededor de la Tierra, o bien que parecía hacerlo así por la rotación de esta; pero los planetas y los astros vagabundos, se movían con pasmosa irregularidad. El único rasgo tranquilizador era que todos se movían a lo largo de la misma cinta estrecha o calle curvada que corría alrededor del cielo (el Zodíaco), lo cual significaba que sus órbitas se hallaban todas casi en el mismo plano.
Para hacernos una idea de cómo los griegos percibían el universo imaginemos el tránsito transatlántico –submarino, naval y aéreo– limitado a una misma ruta. Las “órbitas” de todas las naves serían, pues, círculos concéntricos alrededor del centro de la Tierra, todos en el mismo plano. Imaginemos que un observador echado de espaldas en una cavidad del centro de la Tierra, transparente, observara el tránsito: este se le manifestaría a modo de puntos que se movieran con diferentes velocidades a lo largo de una sola línea: la calle zodiacal del observador. Si la esfera transparente rota alrededor del observador (mientras este permanece inmóvil), la calle del tránsito rotará con la esfera, pero el tránsito quedará aún limitado a esa calle. En ella se mueven: dos submarinos que surcan las aguas en profundidades diferentes, por debajo de la calle (son los planetas “inferiores”, Mercurio y Venus); después, un único barco de luces resplandecientes: el Sol; luego tres aviones, a diferentes alturas: los planetas superiores, Marte, Júpiter y Saturno, en ese orden. Saturno estaría muy alto en la estratosfera, pues, por encima de él, solo se halla la esfera de las estrellas fijas. En cuanto a la Luna, se halla tan cerca del observador, en el centro, que debiera considerársela como una bola que girara en la pared cóncava interior de la cavidad, aunque también en el mismo plano de las demás naves. Esta es, pues, a grandes rasgos, la visión que los antiguos tenían del mundo (fig. A).
Pero el modelo A nunca podría imponerse apropiadamente. Para nuestra visión retrospectiva la razón es obvia: los planetas estaban dispuestos según un orden equivocado; el Sol debería ocupar el centro, y la Tierra el lugar del Sol, entre los planetas “inferiores” y los planetas “superiores”, incluyendo la Luna (fig. D). A este defecto capital del modelo obedecían las incomprensibles irregularidades que se observaban en el movimiento de los planetas.
En la época de Heráclides tales irregularidades habían llegado a convertirse en la preocupación principal de los filósofos interesados por el universo. El Sol y la Luna parecían moverse más o menos regularmente a lo largo de la calle del tránsito; pero los cinco planetas viajaban de manera muy caprichosa. Un planeta marchaba durante cierto tiempo a lo largo de la calle, en la dirección general del tránsito, es decir de oeste a este; pero en ocasiones disminuía la velocidad y se detenía como si hubiera llegado a una estación en el cielo, para volver sobre sus pasos. Luego tornaba a cambiar de idea, daba una vuelta y volvía a reanudar la marcha en la dirección primera. Venus se comportaba aún más caprichosamente. Los pronunciados cambios periódicos de su brillo y de sus dimensiones parecían indicar que se acercaba a nosotros y que luego retrocedía; ello sugería que Venus no se movía realmente en un círculo alrededor de la Tierra, sino que seguía alguna inconcebible línea ondulada. Además, tanto Venus como Mercurio, el segundo planeta interior, ora se adelantaban al Sol, ora quedaban por detrás de él; pero siempre en sus inmediaciones, como toninas que juguetearan alrededor de un barco. En consecuencia, Venus aparecía en ocasiones como Fósforo, la “estrella matinal” que salía con el Sol delante de ella. En otras ocasiones, como Héspero, la “estrella vespertina” que surgía detrás del Sol. Parece que Pitágoras fue el primero en reconocer que se trataba de uno y el mismo planeta.
Además, en nuestra visión retrospectiva, la solución que dio Heráclides al enigma parece bastante sencilla. Si Venus se movía de manera irregular respecto de la Tierra –el supuesto centro de su órbita– aunque no dejara de danzar cerca del Sol, se hallaba, pues, evidentemente ligado al Sol y no a la Tierra: era un satélite del Sol. Y puesto que Mercurio se comportaba de la misma manera, los dos planetas interiores debían de girar alrededor del Sol y, con el Sol, alrededor de la Tierra, como una rueda que girase alrededor de otra rueda.
La figura B de la pág. 45 explica por qué Venus se aproxima a la Tierra y se aleja de ella; por qué a veces está delante del Sol y otras detrás de él; y por qué se mueve con intermitencias en dirección inversa, a lo largo de la calle del Zodíaco.7
Todo esto parece de palmaria evidencia en nuestra visión retrospectiva; pero hay situaciones en que se necesita gran poder imaginativo, combinado con desdén por las corrientes tradicionales del pensamiento, para descubrir lo obvio. La escasa información que poseemos sobre la personalidad de Heráclides confirma que tenía ambas cosas: originalidad y desdén por la tradición académica. Sus allegados le daban el sobrenombre de Paradoxólogo, creador de paradojas. Cicerón dice que era aficionado a contar “fábulas pueriles” e “historias maravillosas”; y Proclo nos comenta que Heráclides tenía la audacia de contradecir