Los sonámbulos. Arthur Koestler
histeria en masa de:
Mujeres tebanas que dejaron
sus telares y tejidos,
aguijoneadas por el rapto enloquecedor
de Dionisos!
Brutales, con las sangrantes mandíbulas abiertas
desafiando al dios obsceno y torvo,
degradan la forma humana.8
Parece que las autoridades obraron muy razonablemente: promovieron a Dionisos-Baco al panteón oficial en igualdad de condiciones que Apolo. Quedó así apaciguado el frenesí del dios, aguado su vino, su culto regulado y empleado como inofensiva válvula de seguridad.
Pero los anhelos místicos debieron de persistir por lo menos en una minoría sensible, y el péndulo comenzó a moverse en la dirección opuesta: del éxtasis carnal al éxtasis del más allá. En la variante más notable de la leyenda, Orfeo aparece como una víctima del furor báquico: a la postre, perdida su mujer, decide volver las espaldas al sexo, y entonces las mujeres de Tracia lo despedazan y arrojan la cabeza, que aún cantaba, al Hebrus. Este mito parece una advertencia; pero con una significación diferente: un dios vivo, desgarrado y devorado, que luego renace, es un leitmotiv que se repite en el orfismo. En la mitología órfica, Dionisos (o su versión tracia, Zagreus) es el hermoso hijo de Zeus y de Perséfona; los malvados titanes lo despedazan y se lo comen, salvo el corazón, que es entregado a Zeus. Y Dionisos nace por segunda vez. El rayo de Zeus da muerte a los titanes; pero de sus cenizas nace el hombre. Al devorar la carne del dios, los titanes adquirieron una chispa de divinidad que se ha transmitido al hombre, del mismo modo que la maldad irrevocable de los titanes. Pero el hombre puede redimir ese pecado original, puede purgarse de la mala porción de su herencia, llevando una vida ultraterrena y realizando ciertos ritos ascéticos. De esa manera puede librarse de la “rueda de las reencarnaciones” –hallarse preso en sucesivos cuerpos animales y hasta vegetales, que son como tumbas carnales de su alma inmortal– y tornar a su perdida condición divina.
De manera que el culto órfico representaba, en casi todos sus aspectos, una antítesis del dionisíaco: conservaba el mismo nombre del dios y algunos rasgos de su leyenda; pero todo con un sentido diferente (proceso que habrá de repetirse en otros momentos culminantes de la historia religiosa). La técnica báquica de obtener alivio emocional mediante el expediente de aferrarse con furia al aquí y al ahora se remplaza por el renunciamiento con miras a otra vida. La embriaguez física se remplaza por la embriaguez mental, el “jugo que mana de los racimos de uva para darnos alegría y olvido” sirve ahora solo como un símbolo sacramental; y, ulteriormente, el cristianismo hubo de recogerlo, junto con el rito de devorar simbólicamente al dios muerto, y con otros elementos básicos del orfismo. “Perezco de sed, dame a beber el agua de la memoria”, dice un versículo de una tablilla de oro órfica, aludiendo al origen divino del alma: la meta ya no es el olvido, sino el recuerdo del conocimiento que una vez poseímos. Hasta los términos cambian de significación: “orgía” ya no significa una francachela báquica, sino el éxtasis religioso que conduce a la liberación de la rueda de los renacimientos.9 Otro caso análogo es el de la transformación de la unión carnal del Rey y la Sulamita en la unión mística de Cristo y de su Iglesia; y, en tiempos más recientes, el desplazamiento de significación de voces como “rapto” y “embeleso”.
El orfismo fue la primera religión universal, es decir, una religión que no se consideraba monopolio de una tribu o una nación, sino que era accesible a cualquiera que aceptara sus principios. Y el orfismo influyó profundamente en todo el desarrollo religioso ulterior. No obstante, sería erróneo atribuirle demasiado refinamiento intelectual y espiritual; los ritos órficos de purificación, que constituyen el centro de todo el sistema, aún contienen una serie de tabúes primitivos: no comer carne o habas, no tocar un gallo blanco, no mirarse en un espejo junto a la luz.
Pero este es precisamente el punto en que Pitágoras dio al orfismo una nueva significación: el punto en que la intuición religiosa y la ciencia racional se unieron en una síntesis de extraordinaria originalidad. El eslabón es el concepto de catarsis. La catarsis era un concepto fundamental en el baquismo, en el orfismo, en el culto del Apolo de Delos y en la medicina y la ciencia pitagóricas; pero tenía sentidos diversos y comportaba diferentes técnicas en cada caso (como aún ocurre en las varias escuelas de psicoterapia moderna). ¿Había algo de común entre el furor báquico, el distanciamiento del matemático, la lira de Orfeo y una píldora purgante? Sí, el mismo anhelo de verse uno libre de las varias formas de esclavitud, de las pasiones y tensiones del cuerpo y del espíritu, de la muerte y del vacío, del legado que el hombre recibió de los titanes, es decir, el anhelo de reencender en uno la chispa divina. Pero los procedimientos para alcanzar tal meta difieren según las personas. Deben graduarse de acuerdo con las luces y el grado de iniciación del discípulo. Pitágoras sustituyó las curas generales de purificación anímica propias de las sectas rivales, por una jerarquía elaborada de técnicas catárticas. Purificó, por decirlo así, el concepto mismo de purificación.
En la parte más baja de la escala aparecen los sencillos tabúes tomados del orfismo, tales como la prohibición de comer carne y habas. Para las naturalezas burdas, la pena de renunciar a algo es la única purga eficaz. En el nivel supremo, la catarsis del alma se logra mediante la contemplación de la esencia de toda la realidad, la armonía de las formas, la danza de los números. La “ciencia pura” –una extraña expresión que aún usamos– es, pues, tanto un deleite intelectual como un modo de liberación espiritual. Es el camino que lleva a la unión mística entre los pensamientos de la criatura y el espíritu de su creador. “La función de la geometría”, dice Plutarco refiriéndose a los pitagóricos, “consiste en apartarnos del mundo de los sentidos y de la corrupción, para llevarnos al mundo del intelecto y de lo eterno. Porque, en efecto, la contemplación de lo eterno es el fin de la filosofía, así como la contemplación de los misterios es el fin de la religión”.10 Pero para los verdaderos pitagóricos ambas cosas habían llegado a identificarse
Difícilmente podrá exagerarse la importancia histórica de la idea de que la ciencia desinteresada lleva a la purificación del alma y a su liberación última. Los egipcios embalsamaban sus cadáveres para que el alma pudiera volver a ellos y no tuviera la necesidad de reencarnarse; los budistas practicaban el desapego para escapar a la rueda de la existencia. Las dos actitudes eran negativas y socialmente estériles. El concepto pitagórico de emplear la ciencia para contemplar lo eterno penetró a través de Platón y Aristóteles en el espíritu del cristianismo y se convirtió en un factor decisivo en la formación del mundo occidental.
En un lugar anterior de este capítulo tratamos de mostrar cómo, refiriendo la música a la astronomía y ambas a la matemática, la experiencia emotiva se enriquecía y profundizaba por obra de la comprensión intelectual. Las maravillas cósmicas y el deleite estético no estuvieron ya separados del ejercicio de la razón, sino que se interrelacionaron. Se daba ahora el paso final: las intuiciones místicas de la religión también quedaron incorporadas al conjunto. Aquí también el proceso va acompañado por sutiles cambios producidos en la significación de ciertas voces claves, tales como theoria, teoría. El vocablo derivaba de theorio, contemplar (thea, espectáculo; theoris, espectador, público), pero en el empleo órfico, theoria vino a significar “un estado de ferviente contemplación religiosa, en que el espectador se identifica con el dios sufriente, muere la muerte de este y se levanta otra vez con el nuevo nacimiento del dios”.11 A medida que los pitagóricos canalizaron su fervor religioso en fervor intelectual y transformaron el éxtasis de los ritos en el éxtasis del descubrimiento, la palabra theoria fue cambiando gradualmente de significación, hasta alcanzar el sentido moderno de “teoría”. Pero, aunque el ronco grito de los adoradores rituales fuese remplazado por el Eureka de los nuevos teorizadores, estos seguían teniendo conciencia de la fuente común de donde ambos surgían. Tenían conciencia de que los símbolos de la mitología y los símbolos de la ciencia matemática eran diferentes aspectos de la misma realidad indivisible.12 No vivían en una “casa dividida” de fe y razón; estaban relacionadas, como la planta baja y la planta alta del dibujo de un arquitecto. Al hombre del siglo XX le es muy difícil imaginar tal situación