Los sonámbulos. Arthur Koestler
otro individuo habría ocupado su lugar y ejecutado el designio de la expansión helénica o mongólica; pero los Alejandros de la filosofía y la religión, de la ciencia y del arte parecen menos sustituibles. Su impacto parece menos determinado por las exigencias económicas y las presiones sociales, y parecen tener un campo mucho más amplio de posibilidades para influir en la dirección, la forma y la estructura de las civilizaciones. Si se considera a los conquistadores como los maquinistas de la historia, los conquistadores del pensamiento son acaso los guardagujas que, menos visibles a los ojos del viajero, determinan la dirección del viaje.
1 En inglés, “números”. (N. del T.).
2 Cotéjese JOHN BURNET, Greek Philosophy, Parte I, Thales to Plato, Londres, 1914, págs. 42 y 54.
3 ARISTÓGENO DE TARENTO, Elementos de Armonía, citado por Burnet, op. cit., pág. 41. Aristógeno, un peripatético del siglo IV a. C, estudió con los pitagóricos y con Aristóteles.
Para una valoración crítica de las fuentes sobre Pitágoras, véase BURNET, Early Greek Philosophy, págs. 91 y sig.; y A. DELATTE, Études sur la Litterature Pythagoricienne, París, 1915. Sobre la astronomía de los pitagóricos, J.L.E. DREYER, History of the Planetary Systems from Thales to Kepler, Cambridge, 1906, y PIERRE DUHEM, Le Système du Monde – Histoire des doctrines cosmologiques de Plato à Copernic, vol. I, París, 1913.
4 Por irónico que parezca, se cree que Pitágoras carecía de una demostración completa del teorema pitagórico.
5 El descubrimiento de la esfericidad de la Tierra se atribuye, diversamente, a Pitágoras y/o Parménides.
6 Hist. Nat., II, pág. 84, citado por Dreyer, op. cit., pág. 179.
7 El Mercader de Venecia, V.I.
8 EURÍPIDES, Las Bacantes, según la nueva traducción de Philip Vellacott, Londres, 1954.
9 BURNET, Early Greek Phil., pág. 88.
10 Citado por B. Farrington Greek Science, Londres, 1953, pág. 45.
11 F.M. CORNFORD, From Religion to Philosophy, Londres, 1912, página 198.
12 De ahí los atajos y cortos circuitos que había entre las diversas series de símbolos en el saber numérico místico de los pitagóricos, como la correlación de números impares y pares con lo masculino y lo femenino, la izquierda y la derecha, o la cualidad mágica atribuida al pentagrama.
13 Libro III, cap. 13, citado por Ch. Seltman, Pythagoras, en History Today, agosto de 1956.
14 La manera más sencilla de demostrar esto es la siguiente: representemos a d con la fracción m/n en la cual m y n son desconocidos. Supongamos que a=1; luego d2 = 12 + 12 y d = √2. Luego, m2/n2= 2. Si m y n tienen un factor común, dividamos por él, luego m o n debe ser un número impar. Ahora bien, m2 = 2n2; por tanto m2 es par; luego m es par; por tanto n es impar. Supongamos m=2 p; entonces 4 p2 = 2 n2; luego n2 = 2 p2; y por tanto n es impar, contra hyp. De manera que ninguna fracción m/n puede medir la diagonal.
15 Citado por T. Danzig, Number, The Language of Science, Londres, 1942, pág. 101.
16 FARRINGTON, op. cit., pág. 43.
CAPÍTULO III
La tierra al garete
He intentado una breve exposición general de la filosofía pitagórica, en la cual se consideran aquellos aspectos que solo indirectamente se relacionan con el tema de este libro. En las partes siguientes solo mencionaremos algunas escuelas importantes de filosofía y ciencia helénicas –eleática y estoica, atomista e hipocrática– hasta que lleguemos a otro punto culminante de la cosmología: Platón y Aristóteles. El desarrollo de las concepciones humanas del cosmos no podía tratarse separadamente del fondo filosófico que prestaba color a tales concepciones. Por otra parte, si se pretende que la parte expositiva no quede absorbida por el fondo, este solo podrá esbozarse en ciertos puntos importantes del proceso, donde el clima filosófico general hizo impacto directo sobre la cosmología y alteró el curso de esta. Por ejemplo, las concepciones políticas de Platón o las convicciones religiosas del cardenal Bellarmino influyeron profundamente en las cuestiones astronómicas durante siglos y, en consecuencia, debemos tratarlas; en tanto que ciertos hombres como Empédocles y Demócrito, Sócrates y Zenón, que dijeron muchas cosas sobre las estrellas, pero nada que realmente importe a nuestro tema, deberán pasarse por alto.
I. FILOLAO Y EL FUEGO CENTRAL
Desde fines del siglo VI a. C. en adelante la idea de que la Tierra era una esfera que flotaba libremente en el aire fue afianzándose continuamente. Heródoto1 menciona un rumor, según el cual existía un pueblo muy al norte que dormía durante seis meses del año, lo cual demuestra que ya se tenían en cuenta algunas de las consecuencias de la redondez de la Tierra (como, por ejemplo, la noche polar). El siguiente paso revolucionario lo dio un discípulo de Pitágoras, Filolao, el primer filósofo que atribuyó movimiento a nuestro globo. La Tierra se convirtió con ello en algo sustentado en el aire.
Solo podemos conjeturar los motivos que llevaron a Filolao a esta tremenda innovación; acaso comprendiera que había algo ilógico en los movimientos aparentes de los planetas. Parecía insensato que el Sol y los planetas se moviesen alrededor de la Tierra una vez por día y marcharan lentamente, al mismo tiempo, a lo largo del Zodíaco en sus revoluciones anuales. Todo se tornarla más sencillo si se supusiera que la revolución diaria del cielo entero era una ilusión creada por el movimiento de la propia Tierra. Si la Tierra se encontraba libre y sin ataduras en el espacio, ¿no podía también moverse? Pero la idea, aparentemente obvia, de hacer rotar la Tierra sobre su propio eje no se le ocurrió a Filolao. En cambio, este la hizo girar en veinticuatro horas, alrededor de un punto exterior en el espacio. Al describir un circulo completo en un día, el observador situado en la Tierra tendría la ilusión, como la tiene quien va montado en un tiovivo, de que toda la feria cósmica giraba en dirección opuesta.
En el centro de su tiovivo, Filolao colocó la “torre de observación de Zeus”, llamada también el “fogón del universo” o “el fuego central”. Pero no hay que confundir este “fuego central” con el Sol. Aquel no podía verse nunca, pues la parte habitada de la Tierra –Grecia y sus inmediaciones– nunca se enfrentaba con él, así como ocurre con la parte oscura de la Luna respecto de la Tierra. Además, entre la Tierra y el fuego central Filolao intercaló un planeta invisible: el Antichton o Contratierra. Aparentemente su función consistía en proteger a los antípodas de ser quemados por el fuego central. La antigua creencia de que las remotas regiones occidentales de la Tierra, más allá del estrecho de Gibraltar, estaban bañadas en una eterna media luz2 se explicaba ahora por la sombra que la Contratierra proyectaba sobre esas zonas. Pero era también posible –como lo hizo notar desdeñosamente Aristóteles– que la Contratierra fuese inventada tan solo para elevar a diez –el número sagrado de los pitagóricos– el número de cosas que se movían en el universo.3
Alrededor del fuego central giraban, en órbitas concéntricas, estos nueve cuerpos: el más interior, Antichton; después la Tierra, la Luna, el Sol y los cinco planetas; luego la esfera que soportaba todas las estrellas fijas. Más allá de esa cubierta exterior había un muro de éter ígneo que rodeaba el universo por todas partes. Ese “fuego exterior” era la segunda y principal fuente de donde el universo obtenía su luz y su aliento vital. El Sol servía tan solo como una especie de ventana transparente o lente, a través del cual la luz interior se filtraba y se distribuía. Este cuadro trae al recuerdo uno de los agujeros que, según Anaximandro, había en la rueda llena de fuego; pero estos fantásticos