Los sonámbulos. Arthur Koestler

Los sonámbulos - Arthur Koestler


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Los pocos pasajes en que se siente movido a tocar el tema son tan confusos, ambiguos o contradictorios, que todos los esfuerzos de la erudición no han logrado explicar su sentido.11

      Con todo, mediante un proceso de razonamiento metafísico a priori, Platón llegó a ciertas conclusiones generales respecto de la forma y de los movimientos del universo. Y esas conclusiones, de capital importancia para todo cuanto sigue, fueron: que la forma del mundo tenía que ser una esfera perfecta y la que todo el movimiento debía desarrollarse en círculos perfectos, con velocidad uniforme.

      Y dio al universo la forma propia y natural... Por eso lo moldeó como en un torno y lo hizo redondo y esférico, con sus extremidades equidistantes del centro en todas las direcciones –la forma de todas las formas, la más perfecta y la más semejante a sí misma; pues él creía que lo semejante era más hermoso que lo desemejante. Dio al conjunto, en la parte exterior, una superficie perfectamente acabada y lisa, por muchas razones. No tenía necesidad de ojos, pues nada visible quedaba fuera de él; ni de Oído, pues nada podía oírse fuera de él; y no había aliento fuera de él que fuese necesario insuflarle... Le dio el movimiento que correspondía a su forma física, ese movimiento que, de los siete movimientos, es el más afín al entendimiento y la inteligencia. Por eso lo hizo girar sobre sí mismo, en uno y el mismo lugar, lo hizo mover en rotación circular; los otros seis movimientos [es decir el movimiento recto hacia arriba y hacia abajo, hacia adelante y hacia atrás, hacia la derecha e izquierda] quedaron eliminados de él, y el mundo quedó así libre de sus extravíos. Y, puesto que para esta revolución el mundo no tenía necesidad de pies, lo creó sin piernas y sin pies...; liso y parejo y equidistante en todas partes del centro, era un todo perfecto, hecho de cuerpos perfectos...12

      En consecuencia, la tarea de los matemáticos consistía ahora en inventar un sistema que redujera las aparentes irregularidades de los movimientos de los planetas a movimientos regulares desarrollados en círculos perfectamente regulares. Y esa tarea ocupó a los matemáticos durante los siguientes dos mil años. Con su poética e inocente exigencia, Platón echó a la astronomía una maldición, y los efectos de esa maldición iban a durar hasta principios del siglo XVII, cuando Kepler demostró que los planetas se mueven en órbitas ovales y no circulares. Acaso no haya en la historia del pensamiento ningún otro caso de una persistencia en el error tan tenaz como la de la falacia circular, que hechizó la astronomía durante dos milenios.

      Pero también aquí Platón no había hecho sino esbozar, en un lenguaje semialegórico, una sugestión que pertenecía ya a la tradición pitagórica; fue Aristóteles quien elevó la idea del movimiento circular a la condición de dogma astronómico.

      III. EL TEMOR AL CAMBIO

      En el mundo de Platón los límites entre lo metafórico y lo positivo son fluidos; pero toda esa ambigüedad desaparece de los elementos platónicos cuando Aristóteles los recoge. Aristóteles diseca acabadamente la visión. Conserva in vitro su tejido poético, condensa su espíritu volátil y lo congela. El resultado es el modelo aristotélico del universo.

      Los jónicos habían abierto la ostra del mundo; los pitagóricos habían puesto la bola terrestre al garete en el universo; los atomistas disolvieron los límites del universo en el infinito; Aristóteles volvió a cerrar la tapa, empujó la Tierra al centro del mundo y la privó de movimiento.

      Describiré primero el modelo aristotélico en líneas generales, y me ocuparé luego de los detalles.

      La inmóvil Tierra está rodeada, como en la cosmología anterior, por nueve esferas concéntricas y transparentes que se encierran como las telas de una cebolla (véase fig. A, pág. 45). La capa más interior es la esfera de la Luna; las dos más exteriores son la esfera de las estrellas fijas; y, más allá de esta, la esfera del Primer Motor que mantiene en movimiento todo el mecanismo, Dios.

      El Dios de Aristóteles ya no rige el mundo desde adentro, sino desde fuera. Esto significa el fin del fuego central de los pitagóricos, el fogón de Zeus, considerado como divina fuente de energía cósmica, el fin de la concepción mística de Platón, del anima mundi, del mundo como un animal vivo con alma divina. El dios de Aristóteles, el Motor Inmóvil que gobierna el mundo desde fuera, es el dios de la teología abstracta. Parece que aspirase al Dios descrito por Goethe: Was wär’ ein Gott der nur von aussen stiesse. El traslado de la morada de Dios desde el centro a la periferia transformó automáticamente la región central, ocupada por la Tierra y la Luna, en la región más alejada de Él: la región más humilde y baja de todo el universo. El espacio ocupado por la esfera de la Luna, que contenía la Tierra –la “región sublunar”– se consideró ahora definitivamente inferior. A esta región –y solo a ella– se limitan los horrores del cambio, de la mutación. Más allá de la esfera de la Luna los cielos son eternos e inalterables.

      Esta división del universo en dos regiones, una inferior, otra superior, una sometida al cambio, la otra no, iba a convertirse en otra doctrina básica de la filosofía y la cosmología medievales. Aportaba una serena tranquilidad cósmica a un mundo espantado, al afirmar la esencial estabilidad y permanencia del universo, pero sin llegar a asegurar que todo cambio fuese mera ilusión, sin negar la realidad del crecimiento y la decadencia, de la generación y la destrucción. No se trataba de una conciliación de lo temporal y lo eterno, ni de una mera confrontación entre ambas esferas, sino de la posibilidad de alcanzar cierta tranquilidad, al abarcar las dos, por así decirlo, en una sola mirada.

      La división se hizo intelectualmente más satisfactoria y más fácil de comprender al asignarse a las dos partes del universo diversas materias primas y diversos movimientos. En la región sublunar toda la materia estaba formada por distintas combinaciones de los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego, que en sí mismos eran combinaciones de dos pares de opuestos: calor y frío, sequedad y humedad. La naturaleza de estos elementos exige que se muevan en línea recta: la tierra, hacia abajo; el fuego, hacía arriba; el agua y el aire, horizontalmente. La atmósfera llena toda la esfera sublunar, aunque su borde superior no consista propiamente en aire, sino en una sustancia que al ponerse en movimiento arde y produce cometas y meteoros. Los cuatro elementos se transforman constantemente uno en otro, y en esto estriba la esencia de todo cambio.

      Pero más allá de la esfera de la Luna nada cambia, ni está presente ninguno de los cuatro elementos terrestres. Los cuerpos celestes se componen de un “quinto elemento” diferente, puro e inmutable, que se hace más puro cuanto más se alejan de la Tierra. El movimiento natural del quinto elemento –distinto del de los cuatro elementos terrestres– es circular, porque la esfera es la única forma perfecta y el movimiento circular es el único movimiento perfecto. El movimiento circular no tiene principio ni fin; vuelve sobre sí mismo, y continúa así para siempre: es un movimiento sin cambio.

      El sistema tenía empero otra ventaja. Tratábase de una componenda entre dos tendencias filosóficas opuestas. Por un lado, la tendencia “materialista”, iniciada con los jónicos, había continuado con hombres como Anaxágoras, quien creía que el homo sapiens debía su superioridad a la destreza de su mano, y como Heráclito, que consideraba el universo como un producto de fuerzas dinámicas en eterno fluir; y había culminado con Leucipo y Demócrito, los primeros atomistas. La tendencia opuesta, que nació con los eleáticos, encontró su expresión suprema en Parménides, quien enseñó que todo cambio aparente, toda evolución y decadencia eran ilusiones de los sentidos, porque lo que existe no puede nacer de algo que no exista o que sea diferente de ello. Y enseñó que la realidad que había detrás de la ilusión es indivisible, inmutable y de una condición de estática perfección. De suerte que para Heráclito la realidad es un proceso continuo de cambio y acaecer; un mundo de tensiones dinámicas, creadoras, entre opuestos; en tanto que, para Parménides, la realidad es una esfera uniforme, sólida, increada, eterna, inmóvil, inmutable.13

      Desde luego que el párrafo anterior es un resumen ultrasimplificado de uno de los períodos más vívidos de debate filosófico; pero mi finalidad consiste tan solo en mostrar cuán nítidamente el modelo aristotélico del universo resolvió el dilema básico, al entregar la región sublunar a los materialistas y hacer que la gobernara la divisa de Heráclito (“todo es cambio”), en tanto que el


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