Los sonámbulos. Arthur Koestler
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El borde de la gran rueda se llama círculo deferente y el círculo descrito por la cabina se llama epiciclo. Elegida una proporción conveniente entre los diámetros del epiciclo y del deferente, así como las velocidades convenientes para cada uno, era posible llegar a una aproximación bastante precisa de los movimientos observados en los planetas, en lo tocante a las “detenciones y retrocesos” y a las variables distancias que los separan de la Tierra.
Con todo, no eran estas las únicas irregularidades de los movimientos planetarios. Quedaba aún otro escándalo, producido (como hoy sabemos) por el hecho de que las órbitas de los planetas no son circulares, sino elípticas, esto es, de forma ovalada, en forma de “comba”. Para superar tal anomalía se acudió a otro recurso llamado “el excéntrico móvil”: el centro de la gran rueda ya no coincidió con la Tierra, porque se movía en un pequeño círculo, próximo a la Tierra, y así se llegó a una órbita excéntrica conveniente, es decir, “combada”.4
Órbita ovoide de Mercurio, según Ptolomeo: T = Tierra; M = Mercurio
En la figura anterior el centro de la gran rueda se mueve en la dirección de las agujas del reloj en el círculo pequeño de A a B; el punto del borde –del cual está suspendida la cabina– se mueve en dirección contraria a las agujas del reloj, en una curva ovoide de a a b; y la cabina gira alrededor del epiciclo final. Pero esto no bastaba aún; en el caso de algunos planetas recalcitrantes se estimó que era necesario colgar una segunda cabina de la cabina suspendida en la gran rueda, con un radio distinto y una velocidad también distinta. Y luego una tercera, una cuarta y una quinta, hasta que el pasajero de la última cabina describía, en verdad, una trayectoria que se conformaba más o menos a la que se pretendía describir.
Con el tiempo, el sistema ptolemaico se perfeccionó: los siete pasajeros, el Sol, la Luna y los cinco planetas, necesitaron un mecanismo de no menos de treinta y nueve ruedas para moverse a través del cielo. Con la rueda más exterior –la que llevaba las estrellas fijas– el número alcanzaba a cuarenta. Este sistema era aún el único reconocido por la ciencia académica en los días de Milton, quien lo caricaturizó en un pasaje famoso de El Paraíso Perdido.
From man or angel the great Architect Did wisely to conceal, and not divulge His secret to be scanned by them who ought Rather admire; or, if they list to try Conjecture, he his fabric of the Heavens Hath left to their disputes, perhaps to move His laughter at their quaint opinions wide Hereafter, when they come to model Heaven And calculate the stars, how they will wield The mighty frame, how build, unbuild, contrive To save appearances, how gird the sphere With centric and eccentric scribbled o’er, Cycle and epicycle, orb in orb.
(Al hombre y al ángel, el gran Arquitecto
sabiamente ocultó y no difundió
su secreto, para que no lo escudriñaran quienes deberían
antes bien admirarlo; y a quienes se lanzaran
a conjeturas, les abandonó la construcción de los cielos
a sus disputas, acaso para
reír de las opiniones extravagantes
cuando llegan a modelar el cielo
y a calcular las estrellas, a urdir cómo levantar
el poderoso marco, cómo construir, cómo demoler e imaginar
para salvar las apariencias, cómo adornar la esfera
con centros y excéntricos, garabateados en ella,
con ciclo y epiciclo, orbe en orbe).
Alfonso X de Castilla, llamado el Sabio, que fue hombre piadoso y gran protector de la astronomía, expuso la cuestión más sucintamente. Cuando se inició en el sistema ptolemaico dijo con un suspiro: “Si el Señor Todopoderoso me hubiera consultado antes de empezar la Creación, yo le habría recomendado algo más sencillo”.
III. LA PARADOJA
En el universo de Ptolomeo hay algo que desagrada profundamente. Se echa de ver que es la obra de un engreído que tenía mucha paciencia y poca originalidad, que fue metiendo tenazmente “orbe en orbe”. Todas las ideas básicas del universo epicíclico, y los instrumentos geométricos que se necesitaban para construirlo, habían sido perfeccionados por su predecesor Hiparco; pero Hiparco los aplicó solo a la construcción de las órbitas del Sol y de la Luna. Ptolomeo completó la obra inconclusa, sin contribuir con ninguna idea de gran valor teórico.5
Hiparco floreció alrededor del año 125 a. C., más de un siglo después de la época de Aristarco; y Ptolomeo floreció alrededor de 150 d. C., es decir casi tres siglos después de Hiparco. Durante ese período, casi igual a la duración de la edad heroica, no se realizó prácticamente ningún progreso. Los hitos del camino fueron escaseando y pronto se desvanecieron el todo en el desierto. Ptolomeo fue el último gran astrónomo de la escuela alejandrina. Recogió los hilos que habían quedado sueltos detrás de Hiparco, y completó la estructura de curvas entrelazadas con curvas. Construyó una obra de tapicería monumental y deprimente, que era el producto de una filosofía cansada y de una ciencia decadente; pero nada la remplazó durante cerca de un milenio y medio. El Almagesto6 de Ptolomeo continuó siendo la Biblia de la astronomía hasta comienzos del siglo XVII.
Para examinar este extraordinario fenómeno con una perspectiva apropiada, debemos guardarnos no solo de incurrir en un desdén excesivo, fundado en cuanto hoy sabemos, sino también de la actitud opuesta, esa especie de benévola condescendencia que contempla las locuras científicas pasadas como consecuencias inevitables de la ignorancia o la superstición: “Nuestros antepasados no lo sabían”. Pero lo que quiero hacer notar es precisamente que lo sabían, y que para explicar el extraordinario cul-de-sac en que la cosmología se metió debemos buscar causas más específicas.
En primer lugar, difícilmente pueda acusarse a los astrónomos alejandrinos de ignorancia. Tenían instrumentos más precisos que Copérnico para observar los astros. El propio Copérnico, como veremos, no se molestó en contemplar las estrellas; contaba con las observaciones de Hiparco y Ptolomeo. Sobre los movimientos de los astros no sabía más que aquellos. El catálogo de estrellas fijas de Hiparco y las tablas de Ptolomeo para calcular los movimientos planetarios eran tan seguros y precisos que sirvieron, con algunas correcciones insignificantes, como guías de navegación a Colón y a Vasco da Gama. Eratóstenes, otro alejandrino, calculó que el diámetro de la Tierra era de 12.560 km, con un error de solo ½ %;7 Hiparco calculó la distancia a la Luna en 30 ¼ diámetros terrestres, con un error de solo 0,3%.8
De suerte que, en cuanto a conocimientos positivos, Copérnico no estaba mejor informado –y en algunos aspectos lo estaba aún peor– que los astrónomos griegos de Alejandría que vivían en la época de Jesucristo. Disponían de los mismos datos observados, de los mismos instrumentos, del mismo saber geométrico que Copérnico. Eran gigantes de la “ciencia exacta” y, sin embargo, no vieron lo que Copérnico vio después, y Heráclides y Aristarco habían visto antes: que, de manera obvia, el Sol regía los movimientos de los planetas.
Ahora bien, dije antes que debernos guardarnos de la palabra “obvio”; pero, en este caso particular, su uso es legítimo. Porque, en efecto, Heráclides y Pitágoras no llegaron a la hipótesis heliocéntrica por una afortunada conjetura, sino por el hecho, observado, de que los planetas interiores se comportaban como satélites del Sol, y de que el propio Sol gobernaba asimismo los retrocesos y cambios de distancia de los planetas exteriores respecto de la Tierra. De manera que a fines del siglo II a. C. los griegos tenían en sus manos los elementos fundamentales para resolver el rompecabezas.9 Y, sin embargo, no lograron armarlo o, mejor dicho, habiéndolo armado, volvieron luego a dispersar las piezas. Sabían que las órbitas, los períodos y las velocidades de los cinco planetas se relacionaban con el Sol y dependían de este; sin embargo, en el sistema del universo que legaron al mundo se las arreglaron para ignorar por completo