Los sonámbulos. Arthur Koestler

Los sonámbulos - Arthur Koestler


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Se les acusaba de soslayar lo divino y sustituirlo por causas irracionales, por fuerzas ciegas y por el imperio de la necesidad. De esta manera, Protágoras fue desterrado, Anaxágoras encarcelado y eso fue todo lo que pudo obtener Pericles en su favor. Y Sócrates, aunque nada tenía que ver con la cuestión, fue condenado a muerte por ser filósofo. Solo mucho después, por obra de la brillante reputación de Platón, dejaron de reprocharse los estudios astronómicos, que llegaron a ser accesibles libremente a todos. Esto obedeció al respeto que inspiraba su vida, y a que Platón hizo que las leyes naturales se subordinaran a la autoridad de los principios divinos” (Citado por Farrington, op. cit., págs. 98 y siguiente).

      Ahora bien, ni Sócrates ni Protágoras tenían nada que ver con la astronomía y el único ejemplo de persecución en toda la antigüedad es el encarcelamiento de Anaxágoras, en el siglo VI a. C. aunque, según otra fuente, tan solo se le impuso una multa y se le desterró por un tiempo; murió a los setenta y dos años.

      A la luz de esto, difícilmente pueda uno estar de acuerdo con el comentario de Duhem:

      “Los obstáculos que, en el siglo XVII la Iglesia protestante y luego la católica opusieron al progreso de la teoría copernicana, solo pueden darnos una pálida idea de las acusaciones de impiedad de que era objeto, en la antigüedad pagana, el mortal que se atrevía a sacudir la perpetua inmovilidad del fogón de la divinidad (sic) y colocar a esos seres divinos e incorruptibles, las estrellas, en el mismo pie de igualdad que la Tierra, el modesto dominio de la generación y la decadencia” (op. cit., I, pág. 425).

      El único apoyo que encontramos para esta afirmación es, una vez más, la observación anecdótica de Plutarco sobre Cleantes. Cabe advertir que en la versión de Duhem se trata la metafísica aristotélica como si esta fuera el equivalente pagano del dogma cristiano; al mismo tiempo, el propio Aristóteles se convierte en un hereje, pues también él puso sus manos en “el fogón de la divinidad”.

      El motivo de este desliz y de la falsa importancia atribuida a la historia de Cleantes se hacen evidentes cuando Duhem cita a Paul Tannery (cuyas convicciones religiosas él comparte) a los efectos de demostrar que si bien Galileo fue equivocadamente condenado por la Inquisición, probablemente habría incurrido en peligros más graves, si hubiera tenido que luchar contra las supersticiones de los adoradores de los astros de la antigüedad”. A causa de la autoridad de Duhem, la leyenda de Cleantes se abrió camino hasta la mayor parte de las historias populares de la ciencia (como hermana gemela de la igualmente apócrifa frase Eppur si muove); y se cita en apoyo de esta opinión: (cosa que ciertamente no pretendía Duhem) que siempre existió y siempre debe existir una irreconciliable e innata hostilidad entre la religión, en cualquier forma, y la ciencia. Una notable excepción es Dreyer (cotéjese op. cit., pág. 148), quien comenta sencillamente que en los días de Aristarco “hacía ya mucho tiempo que había pasado la época en que se convocaba judicialmente a un filósofo para que diera cuenta de sus alarmantes teorías astronómicas” y que la “acusación de impiedad, en el caso de que realmente se produjera, no podía dañar gran cosa a la propia teoría”.

      17 Debemos discutir brevemente otra explicación que se ha intentado. Dreyer cree que la razón de que se abandonara el sistema heliocéntrico, ~

      ~ fue el surgimiento de la astronomía alejandrina, basada en la observación. Aristarco podía explicar los movimientos de retroceso de los planetas y sus cambios de brillo, pero no las anomalías derivadas del carácter elíptico de sus órbitas. Y “la imposibilidad de explicarlos con la idea, hermosamente sencilla, de Aristarco, debió de dar el golpe de gracia a su sistema” (pág. 148). Duhem da la misma explicación (págs. 425-6); pero esto parece una petición de principio, pues la llamada “segunda anomalía” podía, asimismo, explicarse mediante epiciclos, tanto en el sistema heliocéntrico como en el sistema geocéntrico, y eso fue en verdad lo que hizo Copérnico. En otras palabras, cualquiera de los dos sistemas podía servir como punto de partida para construir una gran rueda”; pero tomando a Aristarco como punto de partida la tarea habría sido incomparablemente más sencilla, porque “la primera anomalía” estaba ya eliminada. Parece que, en segunda instancia, Dreyer se dio cuenta de esto, pues luego (págs. 201 y sig.) dice: “Para el espíritu moderno, acostumbrado a la idea heliocéntrica, es difícil comprender por qué a un matemático como Ptolomeo no se le ocurrió despojar a todos los planetas exteriores de sus epiciclos, que no eran otra cosa que reproducciones de la órbita anual de la Tierra, trasladados a cada uno de esos planetas, y despojar también a Mercurio y a Venus de sus deferentes y colocar los centros de sus epiciclos en el Sol, como había hecho Heráclides. En efecto, es posible reproducir los valores que da Ptolomeo de la proporción de los radios del epiciclo y deferente del semi-eje mayor de cada planeta, expresados en unidades del eje de le Tierra... Evidentemente, la idea heliocéntrica de Aristarco pudo evitar tanto la teoría de los epiciclos como la de los excéntricos móviles”.

      Dreyer señala luego que el sistema ptolemaico fracasó aún más drásticamente que el de Aristarco en su finalidad de explicar los fenómenos, en el caso de la Luna, cuyo diámetro aparente debería variar, según Ptolomeo, en una medida que la observación más sencilla contradecía (pág. 201).

      18 Almagesto III, cap. 2 citado por Duhem, pág. 487.

      19 Ibid , II, citado por Zinner, pág. 35.

      20 En una obra posterior, más breve, Hipótesis referentes a los planetas, Ptolomeo hizo un vacilante intento de conferir a su sistema apariencias de realidad física, al representar cada epiciclo mediante una esfera o disco que se deslizaba entre una superficie esférica convexa y una superficie esférica cóncava. Pero el intento fracasó. Cotéjese Duhem, II, págs. 86-99.

      21 Citado por Dreyer, pág. 168.

      22 Almagesto, I.

      23 Cotéjese Zinner, op. cit., pág. 48.

      24 JOHANNES KEPLER, Carta a Fabricio, 4.7.1603, Gesammelte Werke, vol. XIV, págs. 409 y sig.

      25 Citado por R. H. Wilenski, Modern French Painters, Londres, 1940, pág. 202.

      26 El nombre del movimiento deriva de una despectiva observación de Matisse, quien dijo, a propósito de un paisaje de Braque, que estaba “enteramente construido con pequeños cubos”. Ibid., pág. 221.

       Segunda parte

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      INTERLUDIO DE TINIEBLAS

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      CAPÍTULO I

       El universo rectangular

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      L. LA CIUDAD DE DIOS

      Platón había dicho que los hombres mortales, por la naturaleza grosera de los sentidos corporales, no podían oír la armonía de las esferas. Los platónicos cristianos dijeron que el hombre, a raíz de su caída, había perdido tal facultad.

      Cuando las imágenes de Platón hacen sonar una cuerda arquetípica, continúan reverberando en inesperados planos de significación que, a veces, invierten los mensajes originalmente trasmitidos. De manera que podríamos aventurarnos a afirmar que fue Platón quien causó esa caída de la filosofía, la cual determinó en sus discípulos la sordera a las armonías de la naturaleza. El pecado que condujo a la caída fue la destrucción de la unión pitagórica entre la filosofía natural y la filosofía religiosa, la negación de la ciencia como modo de culto, la división de la propia estructura del universo en una tierra baja inferior y en regiones etéreas superiores, hechas de diversas materias y gobernadas por distintas leyes.

      Los neoplatónicos introdujeron en la filosofía medieval este “dualismo de la desesperación”,


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