Los sonámbulos. Arthur Koestler
el discípulo de Platón, realizó la primera tentativa seria, superada luego por su propio discípulo, Calipo. Trátase de una tentativa ingeniosa: Eudoxo era un matemático brillante a quien se debió la mayor parte del quinto libro de Euclides. En los anteriores modelos geocéntricos del universo cada planeta –según se recordará– estaba ligado a una esfera transparente propia, y todas las esferas giraban alrededor de la Tierra. Pero como esto no explicaba las irregularidades de sus movimientos, tales como los ocasionales altos y retrocesos temporales, y las “detenciones” y “regresiones”, Eudoxo asignó a cada planeta no una sola esfera, sino varias. El planeta está ligado a un punto del ecuador de una esfera, que gira alrededor de su eje A; los dos extremos de ese eje están fijos en la superficie interior de una esfera concéntrica mayor, S2, que gira alrededor de un eje diferente A2 y lleva consigo a A. El eje de S2 está fijado a la siguiente esfera, más grande, S3, que gira alrededor de un eje diferente, A3, y así sucesivamente. De esta suerte, el planeta participa de todas las rotaciones independientes de las varias esferas que forman su “juego” y, al hacer que cada esfera gire con la inclinación y velocidad apropiadas, es posible reproducir aproximadamente –aunque solo apenas aproximadamente– el verdadero movimiento de cada planeta.1 El Sol y la Luna necesitaban un juego de tres esferas cada uno. Los otros planetas, cuatro esferas cada uno, lo cual (con la única modesta esfera asignada a la multitud de estrellas fijas), hacía un total de veintisiete esferas. Calipo perfeccionó el sistema a costa de agregarle siete esferas más, lo cual hizo un total de treinta y cuatro. En aquel momento intervino Aristóteles.
En el capítulo anterior me limité a los rasgos generales y a las consecuencias metafísicas de la concepción aristotélica del universo, sin ocuparme de detalles astronómicos. Hablé, pues, de las nueve esferas clásicas, desde la esfera de la Luna a la del Primer Motor (que fueron en verdad las únicas recordadas durante la Edad Media), sin decir que cada una de esas nueve esferas era realmente un juego de esferas dentro de otras esferas. En realidad, Aristóteles empleó cincuenta y cuatro esferas en total para explicar los movimientos de los siete planetas. Es interesante la razón por la cual agregó estas veinte esferas más. Ni a Eudoxo ni a Calipo les interesaba construir un modelo que fuera físicamente posible. No tenían interés en el mecanismo real de los cielos; construyeron un dispositivo puramente geométrico que, como ellos sabían muy bien, solo existía en el papel. Aristóteles deseaba algo mejor y transformó el esquema en un verdadero modelo físico. La dificultad estribaba en que todas las esferas adyacentes debían relacionarse mecánicamente y, sin embargo, el movimiento individual de cada planeta no debía transmitirse a los otros. Aristóteles trató de resolver este problema intercalando una serie de esferas “neutralizadoras” que giraban en dirección opuesta a la de las “esferas operantes”, entre dos juegos sucesivos; de esta manera el efecto de los movimientos de Júpiter sobre su vecino, por ejemplo, quedaba eliminado, y el juego de Marte podía moverse por sí mismo; pero, como reproducción de los movimientos planetarios reales, el modelo de Aristóteles no representaba ningún progreso.
Además quedaba otra dificultad. Mientras cada esfera participaba en el movimiento de la mayor siguiente, en que estaba encerrada, necesitaba una fuerza motora especial para rotar independientemente sobre su propio eje, lo cual significaba que debían existir no menos de cincuenta y cinco “motores inmóviles” o espíritus, para mantener el sistema en movimiento.
Tratábase de un sistema extremadamente ingenioso y completamente insensato, aun para el nivel de los contemporáneos de Aristóteles, como lo demuestra el hecho de que, a pesar del enorme prestigio de este, el sistema quedó pronto olvidado y sepultado. Sin embargo, era solo el primero de los diversos sistemas –igualmente ingeniosos e igualmente insensatos– que los torturados cerebros de los astrónomos crearon obedeciendo a la sugestión poshipnótica de Platón: que todo el movimiento celeste debe ser movimiento circular alrededor de la Tierra.
Y había también cierta pizca de fraude en tal sistema. Las esferas de Eudoxo podían explicar –aunque imprecisamente– el fenómeno de las “detenciones” y “retrocesos” en la marcha de un planeta; pero no podían explicar jamás los cambios de tamaño y brillo producidos por las variaciones de la distancia a que el planeta se hallaba respecto de la Tierra. Esta circunstancia era particularmente evidente en los casos de Venus y Marte y, sobre todo, en el de la Luna. Por ejemplo, los eclipses centrales del Sol son “anulares” o “totales”, según la momentánea distancia a que la Luna se halle de la Tierra. Ahora bien, todo esto se sabía antes de Eudoxo y, desde luego, lo sabían el propio Eudoxo y Aristóteles;2 sin embargo, sus sistemas ignoran sencillamente tal hecho: por complicado que sea, el movimiento del planeta se limita a alguna esfera alrededor de la Tierra, y la distancia del planeta respecto de la Tierra, por ende, nunca puede variar.
Esta insatisfactoria explicación dio nacimiento a esa rama de cosmología no ortodoxa que desarrollaron Heráclides y Aristarco (véase cap. III). El sistema de Heráclides eliminaba (aunque solo en el caso de los planetas interiores) los dos escándalos más llamativos: las “detenciones y retrocesos” y las variadas distancias respecto de la Tierra. Además, explicaba (como lo ilustra la fig. B de la pág. 45) la relación lógica que mediaba entre los dos escándalos: por qué Venus brillaba siempre del modo máximo cuando se movía como un cangrejo, y por qué le sucedía también lo contrario. Cuando Heráclides y (o) Aristarco hicieron que los restantes planetas, incluso la Tierra, se moviesen alrededor del Sol, la ciencia griega echó a andar por el recto camino que podía haberla conducido al universo moderno. Luego lo abandonó. El modelo de universo de Aristarco, con el Sol en el centro, se descartó por extravagante, y la ciencia académica avanzó triunfante desde Platón, vía Eudoxo, y las cincuenta y cinco esferas de Aristóteles, hasta llegar a un artefacto aún más ingenioso e improbable; el laberinto de epiciclos ideado por Claudio Ptolomeo.
II. RUEDAS DENTRO DE RUEDAS: PTOLOMEO
Si consideramos que el universo de Aristóteles era como una cebolla, podríamos llamar al de Ptolomeo el universo de la gran rueda de un parque de diversiones. La concepción empezó con Apolonio de Perga, en el siglo III a. C., fue desarrollada por Hiparco de Rodas en el siglo siguiente y completada por Ptolomeo de Alejandría en el siglo II d. C. El sistema ptolemaico continuó siendo, con modificaciones menores, la última palabra en astronomía hasta Copérnico.
Cualquier movimiento rítmico, hasta la danza de un pájaro, puede concebirse como el producto de un mecanismo de relojería, en el cual una gran cantidad de ruedas invisibles contribuyen a crear los movimientos. Desde que “el movimiento circular uniforme” se convirtió en la ley que regía el firmamento, la tarea de la astronomía quedó reducida a idear aparatos de relojería imaginarios, que explicaran la danza de los planetas como resultado de movimientos componentes perfectamente circulares, etéreos. Eudoxo había empleado esferas como componentes; Ptolomeo se valió de ruedas.
Acaso resulte más fácil representarse visualmente el universo ptolemaico, no como un mecanismo de relojería ordinario, sino como un sistema de grandes ruedas, como las que se ven en los parques de diversiones: una rueda alta, gigantesca, que gira lentamente con asientos o pequeñas cabinas suspendidas del borde. Imaginemos al pasajero sentado, sin riesgo, en la pequeña cabina; e imaginemos también que el mecanismo se haya descompuesto y que la cabina, en lugar de colgar serenamente desde el borde de la gran rueda, comenzara a girar, con violencia, alrededor del brazo de que está suspendida, mientras el propio brazo se moviera lentamente con la rueda. El desdichado pasajero –o planeta– describiría, por lo tanto en el espacio, una curva que no sería un círculo, pero que obedece, ello no obstante, a una combinación de movimientos circulares. Variadas las dimensiones de la gran rueda, la longitud del brazo que sostiene la cabina y las velocidades de ambas rotaciones, puede producirse una asombrosa variedad de curvas, tales como las que se muestran en el diagrama; y también curvas en forma de riñón, de guirnalda, de óvalo; ¡y aun líneas rectas!
Visto desde la Tierra, que ocupa el centro de la gran rueda, el planeta–pasajero de la cabina se moverá en la dirección de las agujas del reloj hasta alcanzar el “punto estacionario” S1 ; luego retornará a S2, en sentido