Los sonámbulos. Arthur Koestler
d. C. hasta el fin del Imperio, el neoplatonismo reinó sin rivales en los tres centros principales de filosofía: Alejandría, Roma y la Academia de Atenas. En virtud de ese proceso de selección natural en la esfera ideológica, al que ya nos hemos referido, la Edad Media recogió precisamente aquellos elementos del neoplatonismo que coin-cidían con las aspiraciones místicas al reino de los cielos, las cuales eran como un eco del sentimiento de desesperación de este mundo, considerado como “el más bajo y el más vil elemento, en el conjunto de las cosas”,1 pero ignoró los aspectos más optimistas del neoplatonismo. Del propio Platón, solo el Timeo –obra maestra de ambigüedad– era accesible en versión latina (el conocimiento del griego se estaba perdiendo); y aunque Plotino –que fue quien más influyó de todos los neoplatónicos– afirmara que el mundo participaba en alguna medida de la bondad y belleza de su Creador, hubo de recordárselo principal-mente por haber dicho que “se avergonzaba porque tenía un cuerpo”. Después del colapso del imperio romano, el cristianismo absorbió en forma extremosa y deformada al neoplatonismo, que vino a convertirse en el lazo principal entre la antigüedad y la Europa medieval.
El dramático símbolo de tal fusión es aquel capítulo de las Confesiones en que san Agustín cuenta cómo Dios “puso en mi camino, por medio de cierto hombre –un hombre increíblemente vanidoso– algunos libros de los platónicos traducidos del griego al latín”.2 El impacto que esos libros hicieron en él fue tan poderoso que, “exhortándome todos ellos a volver a mí mismo, entré en mi propia profundidad”;3 y fue llevado así al camino de la conversión. Aunque, después de su conversión, se lamentara de que los neoplatónicos no hubiesen comprendido que el Verbo se había hecho carne en Cristo, ello no fue un obstáculo insuperable para san Agustín. La unión mística entre el platonismo y el cristianismo se consumó en las Confesiones y en La Ciudad de Dios. Un traductor moderno de las Confesiones escribió sobre san Agustín:
En él la iglesia occidental tuvo su primer intelecto culminante y también el último, durante seis siglos más... Solo podemos indicar sumariamente lo que san Agustín iba a significar para el futuro. Todos los hombres que regirían a Europa durante los seis o siete siglos siguientes se nutrieron en él. A fines del siglo VI encontramos al papa Gregorio el Grande leyendo y releyendo las Confesiones. A fines del siglo VIII encontramos al emperador Carlomagno usando La Ciudad de Dios como una especie de Biblia.4
Ahora bien, esta Biblia de la Edad Media, La Ciudad de Dios, comenzó a escribirse en 413, bajo el impacto del saqueo de Roma, y Agustín murió en 430, mientras los vándalos sitiaban su ciudad episcopal de Hipona. Esta circunstancia podría explicar bastante bien las catastróficas concepciones de Agustín sobre la Humanidad, a la que consideraba una massa perditiones, un montón de depravaciones, en un estado de muerte moral, dentro del cual hasta los niños recién nacidos llevaban el estigma hereditario del pecado original y los infantes que morían sin bautizar compartían la condenación eterna con la vasta mayoría de la humanidad, pagana o cristiana. Porque la salvación es solo posible en virtud de un acto de gracia que Dios otorga a individuos predestinados para recibirlo, por obra de una selección aparentemente arbitraria; pues “el hombre caído no puede hacer nada que complazca a Dios”.5 Esta terrible doctrina de la predestinación fue retomada en varias formas y en varias épocas por cátaros, albigenses, calvinistas y jansenistas; y hubo de desempeñar también un curioso papel en las pugnas teológicas de Kepler y Galileo.
Por otra parte, en los escritos de san Agustín hay innumerables aspectos que lo redimen, ambigüedades y contradicciones tales como su apasionado ataque contra la pena de muerte y la tortura judicial, su repetida afirmación de que “omnis natura, in quantum natura est, bonum est”;6 de suerte que podría decirse incluso que “Agustín no era un agustiniano”.7 Pero las generaciones que le sucedieron ignoraron estos elementos más luminosos de su doctrina, de suerte que la sombra que proyectó fue oscura y opresiva, y eliminó el poco interés por la naturaleza o por la ciencia, que aún quedaba.
Como en la Edad Media los eclesiásticos se convirtieron en los sucesores de los filósofos de la Antigüedad y, por así decirlo, la Iglesia católica asumió el papel de la Academia y del Liceo, su actitud determinó todo el clima cultural y la dirección de los estudios. Y de ahí la importancia de san Agustín, que fue no solo el hombre de Iglesia que más influjo en la alta Edad Media, el principal promotor del papado como autoridad supranacional y el creador de las reglas de la vida monástica, sino, sobre todo, el símbolo vivo de continuidad entre la antigua civilización que se desvanecía y la nueva civilización que surgía. Un filósofo católico moderno dijo con razón que Agustín fue, “en mayor medida que cualquier emperador o guerrero bárbaro, uno de los forjadores de la historia y uno de los constructores del puente que comunicaría el mundo antiguo con el nuevo”.8
II. EL PUENTE QUE LLEVABA A LA CIUDAD
La tragedia estriba en la selección del tránsito que pasaba a través del puente construido por san Agustín. En la barrera del puente que llevaba a la ciudad de Dios, todos los vehículos cargados con los tesoros de la erudición, la belleza y las esperanzas de la antigüedad, fueron rechazados, pues toda virtud pagana estaba “prostituida por la influencia de males obscenos e inmundos...9 Que Tales se marche con su agua, Anaxímenes con el aire, los estoicos con su fuego, Epicuro con sus átomos”.10
Y en efecto, se marcharon. Solo a Platón y a sus discípulos se les permitió pasar el puente, y fueron bien acogidos, porque ellos sabían que el conocimiento no puede obtenerse con los ojos del cuerpo, y porque suministraban, por así decirlo, un complemento alegórico al Génesis: Adán expulsado del paraíso fue a parar directamente a la caverna de Platón, para llevar allí la existencia de un troglodita encadenado.
Lo que mejor se recibió fue el desprecio que los neoplatónicos abrigaban por todas las ramas de la ciencia. De ellos, san Agustín “derivó la convicción –que trasmitió a las sucesivas generaciones de muchos siglos– de que la única clase de conocimiento deseable era el conocimiento de Dios y del alma, y de que no se obtenía beneficio alguno investigando el reino de la naturaleza”.11
Unas pocas citas de las Confesiones ilustrarán más vívidamente la actitud mental respecto del conocimiento que imperaba a comienzos de la era cristiana. En el Libro X, donde concluye la narración personal, Agustín describe su estado de espíritu, doce años después de su conversión, y pide la ayuda de Dios para vencer varias formas de tentación que aún lo asaltan: el placer de la carne, que puede resistir cuando está despierto, pero no en sueños; la tentación de gozar de la comida, en lugar de tomarla como una medicina necesaria, “hasta el día en que te dignes destruir el vientre y la carne”; la seducción de las olores gratos, que él logra vencer; los placeres del oído, producidos por la música de la Iglesia, que le hacen correr el peligro de sentirse más “conmovido por el canto que por lo que se canta”; la tentación de los ojos ante “diversas formas de belleza y colores brillantes y placenteros”; y, por fin, la tentación de “conocer por el conocer en sí mismo”.
Aquí menciono otra forma de tentación más variada y peligrosa, pues por encima de ese placer de la carne que estriba en el deleite de todos nuestros sentidos –cuyos esclavos se gastan hasta la destrucción al apartarse de Ti– puede asimismo haber en el propio espíritu, a través de esos mismos sentidos corporales, cierto vano deseo y curiosidad, no de conocer deleites corporales sino de hacer experimentos, con la ayuda del cuerpo y encubrirlos con el nombre de saber y conocimiento... El placer va tras objetos agradables a la vista, al oído, al gusto, al olfato, al tacto; pero la curiosidad del experimento puede ir tras cosas del todo contrarias, y no para experimentar su carácter desagradable, sino por la mera excitación de conocer y descubrir... A esta enfermedad de la curiosidad obedecen las varias extravagancias que se muestran en los teatros. Los hombres se dan, pues, a investigar los fenómenos de la naturaleza –la parte de la naturaleza exterior a nosotros– aun cuando el conocimiento carezca para ellos de algún valor, pues, sencillamente, desean conocer por el conocimiento en sí... En esta inmensa selva de asechanzas y peligros, corté y arranqué de mi corazón muchos pecados, como me has permitido hacerlo ¡oh Dios de mí salvación! Sin embargo, ¿cuándo