Los sonámbulos. Arthur Koestler

Los sonámbulos - Arthur Koestler


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geómetra, másico y astrónomo más prominente de su época, ocupó el trono papal como Silvestre II. Murió cuatro años después, pero la impresión que produjo en el mundo el “papa mago” fue tan poderosa que su persona se convirtió pronto en objeto de una leyenda. Aunque era un individuo excepcional, muy adelantado a su época, su papado, en la fecha simbólica de 1000 d. C., señala, de todos modos, el fin del período más oscuro de la Edad Media y el comienzo del cambio gradual de actitud general respecto de la ciencia pagana de la Antigüedad. En adelante la forma esférica de la Tierra, y su posición en el centro del espacio, rodeada por las esferas de los planetas, volvió a respetarse. Más aún, varios manuscritos del mismo período, aproximadamente, demuestran que se había redescubierto el sistema “egipcio” de Heráclides (en el cual Mercurio y Venus son satélites del Sol) y que ya circulaban entre los iniciados cuidadosos dibujos de las órbitas planetarias; no obstante ello, tales dibujos no produjeron ninguna impresión perceptible en la filosofía dominante de la época.

      De manera que en el siglo XI d. C., se había llegado a una concepción del universo que correspondía más o menos a la que sustentaron los griegos en el siglo V a. C. A los griegos les llevó unos doscientos cincuenta años progresar desde Pitágoras hasta el sistema heliocéntrico de Aristarco; a los europeos les llevó más del doble de ese lapso el realizar un progreso correlativo desde Gerberto hasta Copérnico. Los griegos, admitido que la Tierra era una bola que flotaba en el espacio, casi inmediatamente la pusieron en movimiento. La Edad Media la congeló presurosamente y la condenó a la inmovilidad, en el centro de una rígida jerarquía cósmica. Y aquello que determinó la forma del paso siguiente no fue la lógica de la ciencia ni el pensamiento racional, sino un concepto mitológico que simbolizaba las necesidades espirituales de la época: al universo tabernacular sucedió el universo de la cadena de oro.

      1 EDMUND WHITTAKER, Space and Spirit, Londres, 1946, pág. 11.

      2 The Confessions of St. Augustine, traducción de F. J. Sheed, Londres, 1944, pág. 111.

      3 Ibid., pág. 113.

      4 Ibid. pág. 5 y sig.

      5 Dr. TH. A. LACEY en “Augustine”, Ency. Brit., II-685 c.

      6 “Toda la naturaleza, en cuanto es naturaleza, es buena”.

      7 TH. A. LACEY, op.cit II, 684a.

      8 Christopher Dawson, citado en el prefacio de The Confessions, pág. 5.

      9 La ciudad de Dios, citado por Russell, A History of Western Philosophy, pág. 381.

      10 Ibid., VIII, 5.

      11 WHITTAKER, op. cit., pág. 12.

      13 Citado por Russell, op. cit., pág. 362.

      12 The Confessions, págs. 197 y sigs.

      14 DREYER, op. cit., pág. 210.

      15 Siglo IV d. C.

      16 DREYER, op. cit., pág. 211.

      17 Ibid., pág. 213.

      18 Ibid., pág. 212; Duhem II, págs. 488 y sig.

      19 DREYER, pág. 211.

      CAPÍTULO II

       El universo amurallado

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      L. LA ESCALA DEL SER

      Es este un universo amurallado, como una ciudad medieval rodeada de muros. En el centro está la Tierra oscura, pesada, corrompida, rodeada por las esferas concéntricas de la Luna, el Sol, los planetas y los astros, en orden ascendente de perfección, hasta llegar a la esfera del Primum Mobile y, más allá de ella, a la morada empírea de Dios.

      Pero la jerarquía de valores que corresponde a esta jerarquía del espacio, la sencilla división original en una región sublunar y una región supralunar, tiene ahora un infinito número de subdivisiones. Se mantiene la diferencia original, básica, entre la burda mutabilidad de la Tierra y la permanencia etérea, solo que ambas regiones se subdividen de manera tal que el resultado es una escalera continua o escala jerárquica que se extiende desde Dios hasta la forma más baja de existencia. En un pasaje frecuentemente citado durante toda la Edad Media, Macrobio resume así la idea:

      Puesto que del Dios supremo surge el espíritu y del espíritu surge el alma, y puesto que esta a su vez crea todas las cosas siguientes y llena a todas de vida..., y puesto que todas las cosas se siguen en sucesión continua mientras van degenerando hasta la parte más baja, el observador atento descubrirá una conexión de las partes, desde el Dios supremo hasta las últimas heces de las cosas, mutuamente eslabonadas, sin interrupción. Y esta es la cadena de oro de Homero que, según él dice, Dios ha tendido hacia abajo desde el cielo a la Tierra.1

      Aquí Macrobio se hace eco de la teoría neoplatónica de la emanación, que se remonta al Timeo de Platón. El único, el ser más perfecto, “no puede permanecer encerrado en sí mismo”, debe “fluir” y crear el mundo de las ideas, que a su vez crea una copia o imagen de sí mismo en el alma universal, la cual genera “las criaturas sensibles y vegetales”. Y así sucesivamente en la serie descendente, hasta llegar a “las últimas heces de las cosas”. Trátase aún de un proceso de degeneración por descenso, el proceso opuesto a la idea de la evolución; pero como en última instancia cada ser creado es una emanación de Dios, y participa de la esencia de este en un grado que disminuye con la distancia, el alma se enderezará siempre hacia arriba, hacia su fuente.

      En La jerarquía celestial y La jerarquía eclesiástica, la teoría de la emanación adquirió una forma más específicamente cristiana, por obra del que fue el segundo de los neoplatónicos en materia de influjo, el llamado Pseudo Dionisio. Vivió, probablemente, en el siglo V y perpetró la superchería piadosa de mayor éxito de la historia religiosa, al pretender que el autor de sus obras era Dionisio Areopagita, el ateniense mencionado en Hechos, XVII, 34, como converso de San Pablo. Este autor fue traducido al latín en el siglo IX por Juan Escoto, y a partir de entonces ejerció una inmensa influencia sobre el pensamiento medieval. Él fue quien suministró a los tramos superiores de la escalera una jerarquía fija de ángeles, los cuales fueron luego asignados a las esferas de los astros para ponerlas en movimiento: los serafines que hacían mover el Primum Mobile,2 los querubines que hacían mover la esfera de las estrellas fijas; los tronos que hacían mover la esfera de Saturno, las dominaciones, virtudes y potestades, la esfera de Júpiter, Marte y el Sol, los principados y arcángeles, las esferas de Venus y Mercurio, en tanto que los ángeles inferiores cuidaban de la Luna.3

      Si la mitad superior de la escala era de origen platónico, la inferior procedía de la biología aristotélica, redescubierta alrededor de 1200 d. C. Particularmente importante resultó el principio aristotélico de la “continuidad” entre reinos aparentemente divididos de la naturaleza.

      La naturaleza pasa tan gradualmente de lo inanimado a lo animado que su continuidad hace que no se distingan los límites entre ambas esferas; y hay una clase intermedia que pertenece a los dos órdenes; porque las plantas vienen inmediatamente después de las cosas inanimadas y las plantas difieren unas de otras en el grado en que parecen participar de la vida. En efecto, la clase tomada en su totalidad, si se la compara con otros cuerpos, parece claramente animada; pero, si la comparación recae sobre los animales parece inanimada. Y el paso de los vegetales a los animales es continuo, ya que uno podría preguntarse si algunas formas marinas son animales o plantas, puesto que muchas de ellas están pegadas a la roca y mueren si se las separa de ella.4

      El “principio de continuidad” hizo no solo posible disponer a todos los seres vivos en una jerarquía según criterios tales como los “grados de perfección”, las “facultades del alma”


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