Los sonámbulos. Arthur Koestler

Los sonámbulos - Arthur Koestler


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compartimientos que deben complementarse recíprocamente se desarrollan de manera autónoma y –podría decirse– aislados de la realidad. Así es la teología medieval, divorciada de la influencia equilibradora del estudio de la naturaleza; así es la cosmología medieval, divorciada de la física; así es la física medieval, divorciada de la matemática. La finalidad de las digresiones de este capítulo, que parecen habernos apartado mucho de nuestro tema, consiste en mostrar que la cosmología de una época dada no es el resultado de un desenvolvimiento “científico”, según una línea única, sino, antes bien, el símbolo más notable de la mentalidad de la época, la proyección de sus conflictos, prejuicios y maneras específicas de doble pensamiento, en el cielo lleno de gracia.

      1 Comentario al sueño de Escipión, I, 14, 15. Citado por A. O. Lovejoy, The Great Chain of Being, Cambridge, Mass., 1936, pág. 63.

      2 El primum mobile ya no fue un motor inmóvil desde que Hiparco descubrió la precesión de los equinoccios. Su tarea era ahora explicar ese movimiento, cuya lentitud –una revolución en 26.000 años– se explicaba por el deseo que tenía de compartir la inmovilidad perfecta de la adyacente décima esfera, el Empíreo.

      3 DANTE, Convito II, 6; citado por Dreyer, pág. 237.

      4 De animalibus historia, VIII, I, 588b; citado por Lovejoy, op. cit., pág. 56.

      5 Summa contra gentiles, II, 68.

      6 LOVEJOY, pág. 102.

      7 Essays, II, 2.

      8 History of the World, citado por E. M. W. Tillyard, The Elizabethan World Picture, Londres, 1943, pág. 9.

      9 OLIVIER DE LA MARCHE, L’Etat de la Maison du Duc Charles de Bourgogne, citado por Huizinga, The Waning of the Middle Ages, Londres, 1955, págs. 42 y sig.

      10 H. ZINSSER, Rats, Lice and History, 1937, citado por Popper, II, pág. 23.

      11 Cotéjese Duhem, op. cit., III, págs. 47-52.

      12 Existen dos manuscritos con el nombre del venerable Beda, pero escritos seguramente después de la muerte de este; y en ellos se expone el sistema de Heráclides.

      El primero se conoce como “Pseudo Beda” y data del siglo IX o de una época aun posterior; el segundo se atribuye ahora a Guillermo de Conches, un normando que vivió en el siglo XII. Cotéjese Dreyer, págs. 227-30; Duhem III, págs. 76 y sig.

      13 DUHEM, III, pág. 110.

      14 Los primeros mapas portulanos que conservamos datan del siglo XIII, pero revelan una larga tradición establecida, en tanto que el mapa circular Hereford (circa 1280) y los mapas “T y O” del siglo XV muestran que los mapas “teóricos” y los mapas “prácticos” del mundo debieron de coincidir durante varios siglos.

      15 HUIZINGA, op. cit., pág. 68.

      16 Ibid., págs. 45, 50.

      CAPÍTULO III

       El universo de los escolásticos

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      I. EL DESHIELO

      Comparé a Platón y a Aristóteles con dos astros gemelos, cuya visibilidad iba alternándose. En términos generales, desde el siglo V al siglo XII predominó el neoplatonismo según san Agustín y el Pseudo Dionisio lo introdujeron en el cristianismo. Desde el siglo XII al siglo XVI le tocó el turno a Aristóteles.

      Salvo dos de los tratados lógicos,1 las obras de Aristóteles eran desconocidas antes del siglo XII: yacían enterradas y olvidadas junto con las de Arquímedes, Euclides, los atomistas y los demás representantes de la ciencia griega. El escaso conocimiento que sobrevivió fue trasmitido en versiones esquemáticas. deformadas, hechas por compiladores latinos y por neoplatónicos. En materia científica los primeros seiscientos años del establecimiento del cristianismo formaron un período de glaciares en que las heladas estepas se iluminaban sólo con el reflejo de la pálida luna del neoplatonismo.

      El deshielo no se produjo en virtud de una súbita salida del Sol, sino por obra de una tortuosa corriente cálida que, de la península arábiga, se abrió paso a través de la Mesopotamia, Egipto y España: los musulmanes. En los siglos VII y VIII aquella corriente ya había recogido los restos del naufragio de la ciencia y de la filosofía griegas del Asia Menor y Alejandría, y la había llevado, por desviadas y azarosas vías, a Europa. A partir del siglo XII, las obras o fragmentos de obras de Arquímedes y Hierón de Alejandría, de Euclides, de Aristóteles y Ptolomeo, llegaron flotando a la cristiandad como restos fosforescentes de un naufragio. Hasta qué punto fue tortuoso este proceso por el cual Europa recobró su propia herencia es cosa que puede medirse por el hecho de que algunos de los tratados científicos de Aristóteles, incluso su Física, se tradujeron del original griego al siríaco, del siríaco al árabe, del árabe al hebreo y, por último, del hebreo al latín medieval. El Almagesto de Ptolomeo era conocido a través de varias traducciones árabes en todo el imperio de Harun Al Rashid, desde el Indo al Ebro, antes de que Gerardo de Cremona lo volviera a traducir, en 1175, del árabe al latín. Un monje inglés, Adelardo de Bath, que alrededor de 1120 encontró una traducción árabe en Córdoba de los Elementos de Euclides, los redescubrió para Europa. La ciencia, recobrados Euclides, Aristóteles, Arquímedes, Ptolomeo y Galeno, pudo reanudar la marcha desde el punto en que la había interrumpido un milenio antes.

      Pero los árabes fueron tan solo los intermediarios, los conservadores y los transmisores de la herencia. Aportaron muy poco en cuanto a originalidad científica y creación. Durante los siglos en que oficiaron de únicos custodios del tesoro muy poco hicieron por usarlo. Mejoraron los calendarios fundados en la astronomía y elaboraron excelentes tablas planetarias, así como modelos del universo aristotélico y ptolemaico; llevaron a Europa el sistema indio de numeración, basado en el símbolo cero, la función del seno y el uso de los métodos algebraicos; pero la ciencia teórica nada adelantó con ellos. La mayor parte de los eruditos que escribieron en árabe no eran árabes, sino persas, judíos y nestorianos. Y en el siglo XV la herencia científica del Islam fue recogida en gran parte por judíos portugueses; pero los judíos tampoco fueron otra cosa que intermediarios, una rama de la tortuosa corriente cálida que devolvió a Europa su herencia griega y alejandrina, enriquecida por los elementos indios y persas que se le agregaron.

      Es curioso el hecho de que la posesión judeo–árabe de este vasto cuerpo de conocimiento, que duró dos o tres siglos, permaneciese estéril y que, tan pronto como se reincorporó a la civilización latina, produjera frutos inmediatos y abundantes. La herencia griega, evidentemente, no representaba provecho alguno para quien no tuviese capacidad específica para recibirla. Cómo nació esta aptitud de Europa para redescubrir su propio pasado y para ser fertilizada por este es cuestión que atañe al campo de la historia general. El lento progreso de la seguridad del comercio y de las comunicaciones, el crecimiento de las ciudades y el desarrollo de nuevos oficios y técnicas, la invención de la brújula magnética y del reloj mecánico, que dieron al hombre un sentimiento más concreto del espacio y del tiempo; la utilización de la fuerza hidráulica e inclusive el mejoramiento en las guarniciones de los caballos, fueron algunos de los factores materiales que avivaron e intensificaron el ritmo de vida y llevaron a un cambio gradual del clima intelectual, al deshielo de un universo congelado, a una disminución de los terrores apocalípticos. Cuando los hombres dejaron de avergonzarse de tener un cuerpo, también perdieron el temor de usar su cerebro. Faltaba aún un largo trecho para llegar al cogito, ergo sum cartesiano, pero por lo menos, había renacido ya el coraje para decir: Sum, ergo cogito.

      Los albores de este “primer Renacimiento” –o Renacimiento temprano– se relaciona íntimamente con el redescubrimiento de Aristóteles o, para decirlo con mayor precisión, con sus elementos naturalistas y empíricos,


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