Regreso a Reims. Didier Eribon

Regreso a Reims - Didier Eribon


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que no habíamos tenido. La escuchaba, con un café, sentado frente a ella. Con atención cuando se contaba a sí misma; con hastío y tedio cuando me detallaba los hechos y gestos de sus nietos, mis sobrinos, a quienes nunca había visto y por quienes casi no tenía demasiado interés. Un vínculo se estaba restableciendo entre nosotros. Algo se estaba reparando dentro de mí. Podía ver hasta qué punto mi alejamiento le había resultado difícil. Comprendí que había sufrido por ello. ¿Qué me había sucedido a mí, que, por otra parte, fui quien tomó la decisión? ¿No había sufrido de una manera completamente diferente, según el esquema freudiano de una “melancolía” vinculada con el insuperable duelo de las posibilidades que descartamos, de las identificaciones que hicimos a un lado? Estas sobreviven en el yo como uno de sus elementos constitutivos. Aquello de lo que nos arrancaron o aquello de lo que nosotros mismos nos arrancamos continúa siendo parte integrante de lo que somos. Probablemente, las palabras de la sociología convendrían más que las del psicoanálisis para describir lo que la metáfora del duelo y la melancolía permite evocar en términos simples, pero inadecuados y engañosos: los rastros de lo que uno fue en su infancia, la manera de socializar, perduran incluso cuando las condiciones en las que se vive en la edad adulta han cambiado, incluso cuando se ha deseado alejarse de ese pasado. En consecuencia, el regreso al medio del que uno viene —y del que uno salió, en todos los sentidos del término— siempre es un regreso sobre sí mismo y un regreso a sí mismo, un reencuentro con uno mismo que se ha conservado tanto como se lo ha negado. En tales circunstancias, aflora a la conciencia aquello de lo que uno quisiera creerse liberado, aunque se lo sabe estructurante de nuestra personalidad, a saber, el malestar que produce pertenecer a dos mundos diferentes, separados uno del otro por tanta distancia que parecen irreconciliables, pero que, sin embargo, coexisten en todo lo que uno es; una melancolía vinculada al “habitus clivé”,2 retomando ese bello y poderoso concepto de Bourdieu. Extrañamente, es en el mismo momento en que uno decide superarlo, o al menos aplacarlo, que ese malestar soterrado y difuso regresa con fuerza a la superficie y la melancolía duplica su intensidad. Tales sentimientos siempre habían estado presentes y uno descubre, en ese momento, o más bien redescubre, que estaban allí, agazapados en el fondo de nosotros mismos y actuando en y sobre nosotros. Pero ¿realmente se puede superar ese malestar? ¿Aplacar la melancolía?

      Cuando, el 31 de diciembre de ese mismo año, llamé a mi madre poco después de medianoche para desearle un buen año, me dijo: “Me acaban de llamar de la clínica. Tu padre murió hace una hora”. Yo no lo amaba. Nunca lo había amado. Sabía que sus meses, y luego sus días, estaban contados y no había intentado verlo una última vez. Además, ¿para qué?, si no me hubiera reconocido. Ya hacía una eternidad desde que habíamos dejado de reconocernos. La fosa que se había abierto entre nosotros durante mi adolescencia se había ensanchado con los años y nos habíamos vuelto extraños el uno para el otro. Nada nos unía, nada nos reunía. Al menos es lo que yo creía, o lo que tanto había deseado creer, pues pensaba que uno podía vivir su vida al margen de su familia e inventarse a sí mismo dando la espalda al pasado y a quienes lo habían habitado.

      En ese momento, creí que era una liberación para mi madre. Mi padre se hundía cada vez más en un estado de deterioro físico y mental que no podía más que agravarse. Era una caída inexorable. Ciertamente, no iba a sanar. Las crisis de demencia, durante las cuales peleaba con las enfermeras, se alternaban con largos períodos de aletargamiento, probablemente provocados por los medicamentos que le administraban luego de esos episodios turbulentos, y durante los cuales dejaba de hablar, caminar, alimentarse. De todas maneras, no se acordaba de nada ni de nadie: ir a visitarlo había representado una dura prueba para sus hermanas (a dos de ellas les había dado miedo y no habían vuelto después de la primera vez) y para mis tres hermanos. Mi madre, que debía recorrer veinte kilómetros en auto para verlo, demostraba una abnegación que me asombraba, más aún porque yo sabía que lo único que él le inspiraba —y, tan atrás como recuerdo, siempre había sido el caso— eran sentimientos hostiles, una mezcla de asco y odio. Pero ella lo había convertido en su deber. Lo que estaba en juego era la imagen de sí misma: “No puedo abandonarlo en este estado”, me repetía cuando le preguntaba por qué insistía en ir todos los días a la clínica, dado que él ni siquiera la reconocía. En la puerta de la habitación, había colgado una foto donde aparecían los dos, que le mostraba con regularidad: “¿Sabes quién es?”. A lo que él respondía: “Es la mujer que me cuida”.

      Dos o tres años antes, el anuncio de la enfermedad de mi padre me había sumido en una profunda angustia. Oh, no tanto por él —era demasiado tarde y, de todas maneras, no me inspiraba ningún sentimiento, ni siquiera compasión—, sino por mí, egoístamente: ¿era hereditario? ¿Algún día me tocaría a mí? Me puse a recitar poemas o escenas de tragedias que había aprendido de memoria para verificar que todavía las sabía: “Sueña, sueña, Cefisa, con esa noche cruel que fue, para todo un pueblo, una noche eterna”; “he aquí frutas, flores, hojas y ramas. / Y he aquí mi corazón”; “el espacio a sí mismo parecido, se ensanche o se niegue, / hace rodar en este hastío”. En cuanto un verso huía de mi memoria, me decía: “Ya está, ya empezó”. Esa obsesión nunca me abandonó: si mi memoria tropieza con un nombre, una fecha, un número de teléfono… una inquietud se despierta enseguida dentro de mí. Veo signos anunciadores por todas partes; los persigo tanto como les temo. En cierta manera, el espectro del Alzheimer acecha mi vida cotidiana, desde ese momento. Un espectro que viene del pasado para aterrorizarme mostrándome mi porvenir. Así es como mi padre sigue presente en mi existencia. Extraña manera, para alguien que se ha ido, de sobrevivir dentro del cerebro —el lugar exacto donde se localiza la amenaza— de uno de sus hijos. En uno de sus Seminarios, Lacan describe muy bien esta apertura a la angustia que produce, al menos en el hijo varón, la desaparición del padre: pasa a encontrarse solo, en la primera línea, frente a la muerte. El Alzheimer añade un temor cotidiano a esa angustia ontológica: los indicios se espían, se interpretan.


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