Regreso a Reims. Didier Eribon
No asistí al sepelio de mi padre. No tenía ganas de volver a ver a mis hermanos, con quienes no hablaba desde hacía más de treinta años. Desde ese entonces, lo único que había visto de ellos eran los portarretratos esparcidos por aquí y por allá en la casa de Muizon. Sabía cómo se veían, a qué se parecían físicamente. Pero ¿cómo podía volver a verlos después de tanto tiempo, aunque fuera en esas circunstancias? “¡Cómo cambió!”, habríamos pensado unos y otros, buscando con desesperación descubrir en los rasgos de hoy lo que fuimos ayer; más aún, antes de ayer, cuando éramos hermanos, es decir, cuando éramos jóvenes. Al día siguiente de su funeral, fui a pasar la tarde con mi madre. Nos quedamos charlando durante varias horas, sentados en los sillones de la sala. Había sacado de un armario cajas llenas de fotos. Varias eran mías, por supuesto, de niño, de adolescente… De mis hermanos, también… Una vez más, tenía ante mis ojos —aunque ¿no me habían quedado grabados en la mente y el cuerpo?— el medio obrero en el que había vivido, la miseria obrera que se lee en la fisionomía de las viviendas en segundo plano, el interior, la ropa, los propios cuerpos. Siempre resulta vertiginoso ver hasta qué punto los cuerpos fotografiados en el pasado, quizá más aún que los que están en acción y en situación frente a nosotros, se presentan de inmediato ante nuestros ojos como cuerpos sociales, cuerpos de clase. También resulta vertiginoso constatar hasta qué punto la fotografía como “recuerdo”, al retrotraer a un individuo —a mí, en este caso— a su pasado familiar, lo sitúa en su pasado social. La manera en que la esfera de lo privado, e incluso de lo íntimo, resurge en viejos negativos nos reinscribe en el compartimiento del mundo social del que venimos, en sitios marcados por la pertenencia de clase, en una topografía donde lo que parece corresponder a las relaciones más profundamente personales nos sitúa en una historia y geografía colectivas (como si la genealogía individual fuese inseparable de una arqueología o topología sociales que cada uno lleva dentro de sí, como una de sus verdades más profundas, si no la más consciente).
1 Claude Simon, Le Jardin des plantes, París, Minuit, 1997, pp. 196 y 197 [trad. esp.: El jardín botánico, Buenos Aires, Perfil, 1999].
2 Designa la distancia entre, por un lado, las estructuras cognitivas incorporadas en el medio social de origen y, por otro, las actitudes, los gustos y los valores considerados legítimos en el mundo social en que el sujeto ha sido consagrado. [N. del E.]
3 Roland Barthes, Journal de deuil, París, Seuil, 2009, p. 83 [trad. esp.: Diario de duelo, traducción de Adolfo Castañón, Barcelona, Paidós, 2009].
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Una pregunta había comenzado a obsesionarme algún tiempo antes, desde que había cruzado la barrera del regreso a Reims. Esta se formularía de manera aún más clara y precisa en los días que siguieron a la tarde que pasé mirando fotos con mi madre, al día siguiente de las exequias de mi padre: “¿Por qué yo, que escribí tanto sobre los mecanismos de dominación, nunca escribí sobre la dominación social?”. Y también: “¿Por qué yo, que le otorgué tanta importancia al sentimiento de vergüenza en los procesos de sometimiento y subjetivación, no escribí casi nada sobre la vergüenza social?”. Incluso debería enunciar la pregunta en estos términos: “¿Por qué yo, que sentí tanta vergüenza social, tanta vergüenza del entorno del que provenía cuando me mudé a París y conocí a gente que venía de entornos sociales tan diferentes al mío, a quienes con frecuencia mentía más o menos sobre mis orígenes de clase, o frente a quienes me sentía profundamente incómodo de tener que confesar mis orígenes; por qué nunca se me ocurrió abordar este problema en un libro o un artículo?”. Formulémoslo de la siguiente manera: me fue más fácil escribir sobre la vergüenza sexual que sobre la vergüenza social. Como si, hoy en día, estudiar la constitución del sujeto inferiorizado y la constitución, concomitante, de la compleja relación que se establece entre el silencio de sí y la “confesión” de sí estuviera valorado y fuera valorizante, e incluso exigido por los cuadros políticos contemporáneos, cuando se trata de sexualidad, pero resultara mucho más difícil y no gozara de casi ningún sostén en las categorías del discurso público cuando se trata del origen social popular. Y quisiera entender el porqué. Huir a la gran ciudad, a la capital, para poder vivir su homosexualidad es un paso clásico y muy común en un joven gay. El capítulo que le dediqué a este fenómeno en Identidades. Reflexiones sobre la cuestión gay puede leerse —al igual que toda la primera parte del libro, en realidad— como una autobiografía convertida en análisis histórico y teórico o, si se lo prefiere, como un análisis histórico y teórico anclado en una experiencia personal.1 Pero la “autobiografía” es parcial. Y otro análisis histórico y teórico hubiese sido posible a partir de una mirada reflexiva sobre el camino que recorrí. Pues la decisión que tomé, a los veinte años, de abandonar la ciudad donde nací y pasé toda mi adolescencia para ir a vivir a París significó, al mismo tiempo, un cambio progresivo de entorno social. Y, en consecuencia, no sería exagerado afirmar que mi salida del placard sexual, el deseo de asumir y afirmar mi homosexualidad, coincidió, en mi recorrido personal, con el ingreso en lo que podría describir como un placard social, es decir, los condicionantes impuestos por otra forma de disimulación, otro tipo de personalidad disociada o de doble conciencia (con los mismos mecanismos, bien conocidos, del placard sexual: los subterfugios para confundir las pistas, los pocos amigos que saben y guardan el secreto, los diferentes registros de discurso en función de situaciones e interlocutores, el permanente control de uno mismo, de los gestos, la entonación, las expresiones, para no dejar que nada se trasluzca, para no traicionarse, etc.). Cuando empecé a escribir sobre la sumisión, luego de realizar algunos trabajos sobre el ámbito de la historia de las ideas —y en particular mis dos libros sobre Foucault—, quise basarme en mi pasado como gay y quise reflexionar sobre los mecanismos de inferiorización y “abyección” (cómo uno es “abyectado” por el mundo en el que vive) de quienes no actúan según las leyes de la normalidad sexual, y dejé de lado todo lo que en mí, en mi propia existencia, habría podido, habría debido, de la misma manera, conducirme a orientar mi mirada hacia las relaciones de clase, la dominación de clase y los procesos de subjetivación en términos de pertenencia social e inferiorización de las clases populares. No obstante, es cierto que no dejé de lado estas cuestiones en Identidades. Reflexiones sobre la cuestión gay, en Una moral de lo minoritario o en Herejías. La ambición de dichos libros desborda ampliamente el marco de análisis que se les dio. En ellos quise bosquejar una antropología de la vergüenza y, a partir de allí, construir una teoría de la dominación y la resistencia, del sometimiento y la subjetivación. Probablemente fue por eso que, en Una moral de lo minoritario —cuyo subtítulo es Variaciones sobre un tema de Jean Genet—, no dejo de acercar las elaboraciones teóricas de Genet, Jouhandeau y algunos otros autores sobre la inferiorización sexual a las de Bourdieu sobre la inferiorización social, o a las de Fanon, Baldwin y Chamoiseau sobre la inferiorización racial y colonial. No es por ello menos cierto que tales dimensiones sólo intervienen a lo largo de mis demostraciones como parámetros en un esfuerzo para entender lo que representa y conlleva el hecho de pertenecer a una minoría sexual. Apliqué enfoques producidos en otros contextos e intenté extender el alcance de mis análisis, pero no dejan de ser elementos secundarios, suplementos (que valen algunas veces de sostén y otras de extensión). Como lo señalé en el prefacio de la edición en inglés de Identidades…, quise transponer la noción de habitus de clase, acuñada por Pierre Bourdieu, a la cuestión de los habitus sexuales: ¿los modos de incorporar estructuras de orden sexual producen habitus sexuales, así como las formas de incorporar estructuras de orden social producen habitus de clase? Y, si bien todo intento de aportar respuestas a un problema como este debe enfrentarse evidentemente a la cuestión de la articulación entre los habitus sexuales y los habitus de clase, mi libro se centraba en la subjetivación sexual y no en la subjetivación social.2
Cuando volví a Reims, me vi confrontado con esta pregunta, insistente y rechazada (al menos ampliamente rechazada tanto en mis escritos como en mi vida): tomando como punto de partida de mi razonamiento teórico —e instalando pues como marco para pensarme