Regreso a Reims. Didier Eribon
¿no me estaba dando, al mismo tiempo —y tan profundamente verdaderas como fue posible—, nobles e incontestables razones para no pensar que también se trataba de una ruptura de clase con mi entorno de origen?
Cuando, en un momento de mi vida, hice el típico recorrido del gay que va a la ciudad, se inscribe en nuevas redes de sociabilidad, se conoce a sí mismo como gay al descubrir el mundo gay y se inventa como gay a partir de ese descubrimiento, estaba haciendo, al mismo tiempo, otro recorrido, esta vez, social: el itinerario de los que comúnmente se denominan “tránsfugas de clase”. Y fui, sin dudarlo, un “tránsfuga”, cuya preocupación, más o menos permanente, más o menos consciente, fue establecer una distancia con su clase de origen, escapar al entorno social de su infancia y adolescencia.
Desde luego, seguía siendo solidario con el que había sido el mundo de mi niñez, en la medida en que nunca llegué a compartir los valores de la clase dominante. Siempre sentí disgusto, incluso odio, cuando oía hablar a mi alrededor con desprecio o desfachatez de la gente del pueblo, su modo de vida, sus maneras de ser. Después de todo, era el lugar del que venía. Y también siento un odio inmediato frente a la hostilidad que los ricachones y los nuevos ricos expresan permanentemente respecto de los movimientos sociales, las huelgas, las protestas y las resistencias populares. A pesar de todos los esfuerzos, subsisten algunos reflejos de clase y, en particular, los esfuerzos para transformarse a sí mismo, por medio de los cuales uno buscó desvincularse del entorno de origen. Y si bien más de una vez me dejé llevar en mi vida cotidiana por miradas y juicios precipitados, que resultaban de una percepción del mundo y de los otros tallada por lo que hay que llamar “racismo de clase”, la mayor parte del tiempo, mis reacciones se parecen a las de Antoine Bloyé, el personaje con el que Nizan plasmó el retrato de su padre, antiguo obrero devenido burgués. Los propósitos peyorativos sobre la clase obrera, expresados por la gente que este frecuenta en su vida adulta y que constituye el entorno al que pasó a pertenecer, le llegan como si, al apuntar a su antiguo entorno, le estuvieran apuntando a él mismo: “¿Cómo compartir sus declaraciones sin ser infiel a la propia infancia?”.3 Cada vez que, tomando parte en juicios despreciativos, era “infiel” a mi infancia, tarde o temprano siempre aparecía en mi interior un sutil remordimiento.
Y, sin embargo, qué grande era la distancia que me separaba de ese universo que había sido el mío y del que, con la energía de la desesperación, había querido dejar de formar parte. Debo confesar que, si bien siempre me sentí próximo y solidario con las luchas populares y siempre fui fiel a los valores políticos y emocionales que me hacen vibrar cuando veo un documental sobre las grandes huelgas de 1936 o 1968, muy en el fondo experimentaba un rechazo por el medio obrero tal cual es. La “clase movilizada” o que se percibe como capaz de movilizarse y que, por lo tanto, se idealiza, e incluso glorifica, difiere de los individuos que la componen (o que la componen potencialmente). Y yo odiaba cada vez más los encuentros cercanos con quienes constituían —constituyen— las clases populares. En mis primeros tiempos en París, cuando seguía yendo a ver a mis padres, que aún vivían en Reims, en la misma cité hlm4 en que había pasado toda mi adolescencia —y que sólo dejarían para instalarse en Muizon, muchos años después—, o cuando almorzaba con ellos el domingo, en casa de mi abuela que vivía en París, a quien visitaban de vez en cuando, un malestar difícil de identificar y describir se apoderaba de mí frente a maneras de hablar y formas de ser tan diferentes a las de los círculos en los que me desenvolvía en esa época, frente a preocupaciones tan alejadas de las mías, frente a conversaciones donde se daba rienda suelta a un racismo primario y obsesivo, sin que estuviera muy claro por qué o cómo, cualquiera fuera el tema que abordábamos, nos llevaba ineluctablemente a él, etc. Para mí, era un castigo que se volvía cada vez más insoportable a medida que me iba convirtiendo en otra persona. Reconocí con exactitud lo que había vivido en ese entonces en los libros que Annie Ernaux escribió sobre sus padres y la “distancia de clase” que la separaba de ellos. Ella evoca de manera fantástica el malestar que se siente al volver a casa de los padres luego de haber abandonado, no sólo la vivienda familiar, sino también la familia y el mundo, a los cuales, a pesar de todo, uno sigue perteneciendo, y esa desconcertante sensación de estar, a la vez, en casa y en un universo extraño.5
Para ser franco, en lo que me concierne, luego de algunos años, se volvió una tarea casi imposible de cumplir.
Dos recorridos, entonces. Imbricados uno en el otro. Dos trayectorias interdependientes de reinvención de mí mismo: una, respecto del orden sexual, y la otra, respecto del orden social. Sin embargo, cuando tuve que escribir, fue la primera la que decidí analizar, la que se relaciona con la opresión sexual, y no la segunda, la que se relaciona con la dominación social, replicando así —quizás—, a través del gesto de la escritura teórica, lo que había sido una traición existencial. Y fue de ese modo como adopté un tipo de implicación personal del sujeto que escribe en lo que escribe, más que otro, e incluso casi excluyendo otro. Dicha elección no sólo constituyó una manera de definirme y subjetivarme en el tiempo presente, sino también una elección de mi pasado, del niño y adolescente que fui: un niño gay, un adolescente gay y no un hijo de obreros. Y así y todo…
1 Véase Didier Eribon, Réflexions sur la question gay, París, Fayard, 1999 [trad. esp.: Identidades. Reflexiones sobre la cuestión gay, Barcelona, Bellaterra, 2000].
2 Publiqué la versión en francés de este prefacio en mi antología intitulada Hérésies. Essais sur la théorie de la sexualité, París, Fayard, 2003 [trad. esp.: Herejías. Ensayos sobre la teoría de la sexualidad, traducción de José Miguel Marcén, Barcelona, Bellaterra, 2004]. Para su versión en inglés, véase Insult and the Making of the Gay Self, Durham, Duke University Press, 2004.
3 Paul Nizan, Antoine Bloyé [1933], París, Grasset, col. Les cahiers rouges, 2005, pp. 207-209.
4 Las “cités hlm” o simplemente “cités” son barrios que surgieron en Francia en los años sesenta como respuesta a la crisis de la vivienda. Están conformados por grupos de edificios que pertenecen a organismos estatales y cuyos departamentos se alquilan a bajo costo a familias de pocos recursos. [N. de la T.]
5 Annie Ernaux, La Place, París, Gallimard, 1983 [trad. esp.: El lugar, Barcelona, Tusquets, 2002]; Une femme, París, Gallimard, 1987 [trad. esp.: Una mujer, Barcelona, Planeta, 1993]; y La Honte, París, Gallimard, 1997 [trad. esp.: La vergüenza, Barcelona, Tusquets, 1999].
3
“¿Quién es?”, le pregunté a mi madre. “Pero… Es tu padre”, me respondió. “¿No lo reconociste? Es porque no lo viste por mucho tiempo.” Efectivamente, no había reconocido a mi padre en esa foto, tomada poco antes de su muerte. Más flaco, replegado sobre sí mismo, con la mirada perdida, había envejecido terriblemente. Me hicieron falta algunos minutos para hacer coincidir la imagen de ese cuerpo debilitado con el hombre que había conocido, que vociferaba por cualquier cosa, que era estúpido y violento, y que tanto desprecio me había inspirado. En ese instante, me sentí un poco perturbado al comprender que, durante los meses, y quizás años, anteriores a su muerte, había dejado de ser la persona que yo odiaba para convertirse en ese patético ser: un extirano doméstico venido a menos, inofensivo y sin fuerzas, vencido por la edad y la enfermedad.
Al releer el hermoso texto de James Baldwin sobre la muerte de su padre, me sorprendió una observación. Cuenta que había retrasado lo más posible la visita a su padre, aunque lo sabía muy enfermo. Y comenta: “Le había dicho a mi madre que era porque lo odiaba, pero no era cierto. La verdad es que lo había odiado y deseaba conservar ese odio. No quería ver la ruina en la que se había convertido: lo que yo había odiado no era una ruina”.
Y la explicación que propone me pareció aún más sorprendente: “Creo que una de las razones por las que las personas se aferran a su odio con tanta tenacidad