Regreso a Reims. Didier Eribon
mismo, el irreprimible deseo de remontar en el tiempo para entender las razones por las que me resultó tan difícil tener el más mínimo intercambio con quien, en el fondo, apenas conocí. Cuando trato de reflexionar acerca de eso, me doy cuenta de que no sé gran cosa sobre mi padre. ¿En qué pensaba? Eso, ¿qué pensaba del mundo en el que vivía? ¿De sí mismo? ¿Y de los demás? ¿Cómo percibía las cosas de la vida? ¿Las cosas de su vida? ¿Nuestra relación, sobre todo, cada vez más tensa, cada vez más distante, y luego la ausencia de relación? Hace poco tiempo, quedé estupefacto al enterarme de que, un día, al verme en un programa de televisión, se había puesto a llorar de la emoción. Advertir que uno de sus hijos había alcanzado lo que, a sus ojos, representaba un logro social apenas imaginable lo había conmocionado. Estaba listo —él, que siempre había sido tan homofóbico conmigo— para salir al día siguiente a desafiar la mirada de los vecinos y los habitantes del pueblo e incluso, si fuera necesario, para defender lo que consideraba como su honor y el de su familia. Esa noche, había presentado mi libro Identidades. Reflexiones sobre la cuestión gay, y mi padre, temiendo los comentarios y el sarcasmo que eso podría provocar, le había anunciado a mi madre: “Si alguien me dice algo, le rompo la cara”.
Nunca —¡nunca!— conversé con él. Era incapaz de hacerlo (al menos él conmigo y yo con él). Es demasiado tarde para lamentarlo. Pero hay tantas preguntas que me gustaría hacerle ahora, más no sea para escribir el presente libro. Y una vez más me sorprendió leer esta frase en el relato de Baldwin: “Cuando murió, me di cuenta de que, por así decirlo, nunca le había hablado. Cierto tiempo después de su muerte comencé a lamentarlo”. Más adelante, al evocar el pasado de su padre, que había pertenecido a la primera generación de hombres libres (su propia madre había nacido en la época de la esclavitud), agrega: “Él afirmaba que estaba orgulloso de ser negro, pero eso también le había provocado numerosas humillaciones y había establecido siniestras limitaciones en su vida”.2 ¿Cómo habría sido posible para Baldwin no reprocharse en algún momento el haber abandonado a su familia, el haber traicionado a los suyos? Su madre no había podido comprender que los dejara, que fuera a vivir lejos de ellos, primero a Greenwich Village, para frecuentar los círculos literarios, y luego a Francia. ¿Podría haberse quedado? ¡No, por supuesto que no! Había tenido que irse, dejar detrás de sí el Harlem, la estrechez mental y la hostilidad mojigata de su padre frente a la cultura y la literatura, la atmósfera sofocante de la casa familiar… Tanto para poder volverse escritor como para vivir libremente su homosexualidad (y afrontar en su obra una doble pregunta: qué significa ser negro y qué significa ser gay). No obstante, llegó el momento en el que lo invadió la necesidad de “regresar”, incluso aunque fuera luego de la muerte de su padre (su padrastro, en realidad, quien lo había criado desde pequeño). El texto que escribe en su homenaje puede interpretarse como el medio para lograr o, en todo caso, emprender el “regreso” mental, tratando de entender quién era ese personaje que tanto había odiado y del que tanto había deseado huir. Y quizá, adentrándose en ese proceso de intelección histórica y política, volverse capaz algún día de reapropiarse emocionalmente de su propio pasado y lograr no sólo entenderse, sino también aceptarse. Es comprensible entonces que, durante una entrevista, obsesionado con este tema, haya afirmado con tanto ímpetu que “evitar el viaje de regreso es evitarse a uno mismo, es evitar la ‘vida’”.3
Como le sucedió a Baldwin con el suyo, terminé por pensar que todo lo que había sido mi padre, todo lo que tenía para reprocharle, todo aquello por lo que lo había odiado, estaba modelado por la violencia del mundo social. Él había estado orgulloso de pertenecer a la clase obrera. Más adelante, había estado orgulloso de elevarse de esa condición, aunque fuera un poco. Pero también había sido la causa de numerosas humillaciones y había establecido no pocas “siniestras limitaciones” en su vida. Y lo había marcado con un tipo de locura de la que nunca pudo escapar y que lo volvía poco apto para relacionarse con los demás.
Como Baldwin, pero en un contexto extremadamente diferente, estoy seguro de que mi padre cargaba con el peso de una historia abrumadora que no podía más que producir un profundo daño psíquico en quienes la vivieron. La vida de mi padre, su personalidad, su subjetividad estuvieron determinadas por una doble inscripción en un tiempo y lugar cuya dureza y limitaciones se combinaron para multiplicarse. La clave de su ser: dónde y cuándo nació. Es decir, la época y la región del espacio social que se decidió que sería su lugar en el mundo, su aprendizaje del mundo, su relación con el mundo. En definitiva, la semilocura de mi padre y la incapacidad para relacionarse que resultaba de ella no eran, en última instancia, de orden psicológico, en el sentido de un rasgo de carácter individual: eran el efecto de este ser-en-el-mundo tan precisamente situado.
Exactamente como lo hizo la madre de Baldwin, la mía me dijo: “Él trabajó duro para alimentarlos”. Luego me habló de él, dejando de lado sus propios reproches: “No lo juzgues con mucha severidad, tuvo una vida difícil”. Había nacido en 1929, era el mayor de una familia que iba a volverse muy numerosa: su madre tuvo doce hijos. Hoy en día, resulta difícil imaginar ese destino de madre subordinada a la maternidad: ¡doce hijos! Dos de ellos nacieron muertos (o murieron de pequeños). Otro, que nació en la ruta durante la evacuación de la ciudad en 1940, mientras los aviones alemanes se ensañaban con las columnas de refugiados, era discapacitado mental: ya fuera porque no habían podido cortar normalmente el cordón umbilical, porque se había herido cuando mi abuela se tiró con él en la cuneta para protegerlo de las ametralladoras o, simplemente, por falta de los primeros cuidados necesarios en un recién nacido (no sé cuál de estas diferentes versiones de la memoria familiar es la verdadera…). Mi abuela lo cuidó durante toda su vida. Para obtener los subsidios sociales, indispensables para la supervivencia económica de la familia, fue lo que siempre escuché decir. Cuando era niño, a mi hermano y a mí nos daba miedo. Babeaba, se expresaba únicamente con borborigmos, nos tendía la mano buscando algo de afecto o para manifestar el suyo y, como respuesta, sólo lograba que nos echáramos hacia atrás, cuando no gritábamos o lo rechazábamos. Retrospectivamente me siento mortificado, pero sólo éramos niños y él, un adulto que en esa época señalaban como “anormal”. La familia de mi padre había debido abandonar la ciudad durante la guerra, en el momento que llamaron “el éxodo”. El viaje los condujo lejos de su casa, a una granja cercana a Mimizan, una pequeña ciudad en el departamento de Landas. Unos meses más tarde, cuando se firmó el armisticio, volvieron a Reims. El norte de Francia estaba ocupado por el ejército alemán (yo nací mucho después de la guerra y, sin embargo, en mi familia seguían refiriéndose a los alemanes únicamente como “boches”,4 quienes todavía eran objeto de un odio feroz y aparentemente inextinguible. No era raro que, hasta los años setenta e incluso más adelante, alguien exclamara después de la comida: “¡Una más que no será de los boches!”. Y debo confesar que yo mismo empleé esta expresión más de una vez).
En 1940, mi padre tenía once años y, hasta los catorce o quince, durante todo el tiempo que duró la Ocupación, tuvo que salir a los pueblos aledaños a buscar con qué alimentar a su familia. En todas las estaciones, con viento, lluvia o nieve. Bajo el frío glacial del invierno de Champagne, recorría hasta veinte kilómetros en bicicleta para procurarse papas u otras provisiones. En su casa, debía ocuparse de todo, o casi todo.
Se habían instalado —si fue durante la guerra o al salir de ella no lo sé— en una casa bastante amplia, en el medio de un barrio o hábitat popular que habían construido para familias numerosas en la década de 1920. Ese tipo de casa correspondía al proyecto de un grupo de industriales católicos que, a comienzos del siglo xx, se preocuparon por mejorar las viviendas de sus obreros. Reims era una ciudad dividida por una frontera de clase muy marcada: de un lado, la gran burguesía; del otro, los obreros pobres. Los círculos filantrópicos de la primera se preocupaban por las malas condiciones de vida de la segunda y por sus nefastas consecuencias. El temor por la disminución de la natalidad había provocado un profundo cambio en la manera de percibir a las “familias numerosas”: estas, que hasta fines del siglo xix habían sido consideradas por reformadores y demógrafos como promotoras de desorden y productoras de una juventud de delincuentes, se habían convertido, a principios del siglo xx, en una muralla indispensable para detener el proceso de despoblación que amenazaba la patria con una debilidad alarmante frente a los países enemigos. Mientras que los impulsores