Regreso a Reims. Didier Eribon
en los confines de la ciudad conservara un carácter humano. E incluso si el sector tenía mala reputación, incluso si se parecía mucho a un gueto desheredado, no era tan desagradable vivir allí. Las tradiciones obreras y, en particular, algunas formas de cultura y solidaridad seguían desarrollándose y perpetuándose. Fue por medio de una de esas formas culturales —el baile popular del sábado por la noche— que mis padres se conocieron. Mi madre vivía cerca de allí, en un barrio en las afueras de la ciudad, con su madre y la pareja de esta. A ella y a mi padre, como a toda la juventud popular de la época, les gustaban los momentos de diversión y alegría que representaban los bailes de barrio. Ya hace tiempo que han dejado de existir, hoy sólo se los ve la víspera o el día del 14 de julio. Pero en esa época constituían, para muchos, la única “salida” de la semana y la ocasión de reunirse entre amigos y de tener encuentros sexuales y amorosos. Las parejas se hacían y se deshacían. A veces duraban. Mi madre estaba enamorada de otro joven, pero él quería acostarse con ella y ella no quería; tenía miedo de quedar embarazada y de dar a luz a un niño sin padre, en caso de que este último prefiriera romper antes que aceptar una paternidad no deseada. Mi madre no quería traer al mundo un niño que tuviera que vivir lo que ella misma había vivido y que tanto la había hecho sufrir. El elegido de su corazón la abandonó por otra. Ella conoció a mi padre. Nunca estuvo enamorada de él. Pero se resignó: “Este u otro…”. Aspiraba a volverse finalmente independiente y sólo el matrimonio le permitiría serlo, pues en esa época se era mayor a los veintiún años. Por lo demás, debieron esperar a que mi padre alcanzara esa edad: mi abuela paterna no quería dejarlo ir, pues contaba con que siguiera “entregando su paga” durante el mayor tiempo posible. Apenas pudo, se casó con mi madre. Ella tenía veinte años.
Ya en esa época, mi padre era obrero —en el peldaño más bajo del escalafón obrero— desde hacía tiempo. Todavía no tenía catorce años (las clases terminaban a fines de junio, él comenzó a trabajar inmediatamente y recién cumplió los catorce tres meses después) cuando entró en lo que sería el escenario de su vida y el único horizonte que se abriría para él. La fábrica lo estaba esperando; estaba ahí para él y él estaba ahí para ella. Al igual que, más adelante, estaría esperando a sus hermanos, que harían como él. Como esperaba y sigue esperando a los que nacían y nacen en familias socialmente idénticas a las suyas. El determinismo social ejerció su influencia sobre él desde el momento en que nació. No pudo escapar a lo que le prometían todas las leyes, todos los mecanismos de lo que sólo puede llamarse “reproducción”.
Así fue como la educación de mi padre no se prolongó después de la escuela primaria. Nadie habría imaginado algo diferente, de todos modos. Ni sus padres ni él mismo. En su entorno, había que ir a la escuela hasta los catorce, porque era obligatorio, y a los catorce se la abandonaba, porque ya no lo era. Era así. Salir del sistema escolar no era un escándalo. ¡Por el contrario! Me acuerdo lo mucho que se indignó mi familia cuando la escolarización se volvió obligatoria hasta los dieciséis: “¿De qué sirve obligar a los chicos a que sigan yendo al colegio si no les gusta, si prefieren trabajar?”, repetían, sin nunca preguntarse acerca de la distribución diferencial de ese “gusto” o “ausencia de gusto” por los estudios. La eliminación escolar se relaciona frecuentemente con la autoeliminación y con la reivindicación de esta última como si se tratara de una elección: la escolarización larga es para los demás, para los que “se lo pueden permitir” y que resultan ser los mismos a los que “les gusta”. El campo de los posibles —incluso de los posibles contemplables, sin hablar de los posibles realizables— está estrechamente circunscrito a la posición de clase. Es como si la línea que divide ambos mundos sociales fuera impermeable casi por completo. Las fronteras que separan estos mundos definen, dentro de cada uno de ellos, percepciones radicalmente diferentes sobre lo que se puede imaginar que uno es o será, a lo que puede aspirar o no: uno sabe que en otro lado las cosas son diferentes, pero se trata de un universo inaccesible y lejano, por lo que uno no se siente ni excluido, ni privado de nada cuando no accede a lo que, en esas regiones sociales alejadas, resulta tan evidente. Es el orden de las cosas, punto. Y uno no puede ver cómo funciona ese orden, pues para ello haría falta mirarse desde el exterior, tener una vista panorámica de la propia vida y de la de los demás. Hay que pasar, como me sucedió a mí, del otro lado de la línea demarcatoria para escapar a la implacable lógica de lo que se da por sentado y para percibir la terrible injusticia de esta distribución desigual de oportunidades y posibles. Y eso casi no se ha modificado: se desplazó la edad de la exclusión escolar, pero la barrera entre las clases sigue siendo la misma. Es por eso que cualquier sociología o cualquier filosofía que pretenda ubicar en el centro de su razonamiento el “punto de vista de los actores” y el “sentido que estos dan a sus acciones” se expone a no ser más que una estenografía de la relación mistificada que los agentes sociales establecen con sus propias prácticas y, en consecuencia, a no hacer más que contribuir a perpetuar el mundo tal cual es: una ideología de la justificación (del orden establecido). Sólo una ruptura epistemológica con la manera en que los individuos se piensan espontáneamente a sí mismos permite describir, al reconstituir la totalidad del sistema, los mecanismos de reproducción del orden social y, en particular, la manera en que los dominados ratifican la dominación eligiendo la exclusión escolar a la que están predestinados. La fuerza y la riqueza de una teoría residen precisamente en el hecho de nunca contentarse con registrar lo que los “actores” dicen sobre sus “acciones”, sino que, por el contrario, tenga como objetivo permitir a los individuos y los grupos pensar de manera diferente quiénes son y lo que hacen, y quizás así cambiar lo que hacen y quienes son. Se trata de romper con las categorías incorporadas de la percepción y los marcos instituidos del significado y, en consecuencia, con la inercia social de la que dichas categorías y marcos son vectores, con el fin de generar una nueva mirada del mundo y, de esa manera, abrir nuevas perspectivas políticas.
¡Es que los destinos sociales están trazados desde temprano! ¡Las cartas ya están tiradas! Los veredictos están dados antes de que nos demos cuenta. Las sentencias se graban a fuego en nuestros hombros al momento de nacer y los lugares que vamos a ocupar están definidos y delimitados por lo que nos precede: el pasado de la familia y del entorno en los que venimos al mundo. Mi padre ni siquiera tuvo la posibilidad de obtener el certificado de estudios primarios, el diploma que, para las clases populares, constituía el fin y el coronamiento de la escolaridad. Los niños de la burguesía seguían otro camino: a los once años entraban en el liceo.1 Mientras tanto, los hijos de los obreros y campesinos quedaban atados a la educación primaria hasta los catorce años y allí se detenían. Había que evitar que se mezclaran aquellos a quienes se debía impartir los rudimentos de un saber utilitario (leer, escribir, contar), indispensable para arreglárselas en la vida cotidiana y suficiente para ocupar empleos manuales, y aquellos, provenientes de las clases privilegiadas, a quienes se les reservaba el derecho a una cultura considerada “gratuita” (la “cultura” a secas, la cual se temía que pudiese corromper a los obreros que accedieran a ella).2 El certificado evaluaba que se hubieran adquirido los conocimientos “funcionales” básicos (a lo que se agregaban algunos elementos de la “Historia de Francia” —algunas fechas importantes de la mitología nacional— y de “Geografía” —la lista de departamentos y sus capitales—). En los medios a los que estaba destinado, poseía un carácter selectivo, y haberlo obtenido era causa de orgullo. Sólo la mitad de los que se presentaban a los exámenes aprobaba. Y eran numerosos quienes, más o menos fuera del sistema antes de la edad legal, ni siquiera llegaban a presentarse. Ese fue el caso de mi padre. Lo que mi padre aprendió entonces lo aprendió más adelante, por sí mismo, en las “clases nocturnas”, a las que asistía después de su jornada de trabajo, con la esperanza de subir algunos escalones en la jerarquía social. Durante algún tiempo, mantuvo la esperanza de ser diseñador industrial. Rápidamente chocó con la realidad: no tenía, supongo, la formación inicial necesaria y, sobre todo, no debía ser fácil concentrarse después de haber pasado todo el día en la fábrica. Debió abandonar las clases y renunciar a sus ilusiones. Durante largo tiempo conservó grandes hojas cuadriculadas, cubiertas de esquemas y gráficos —¿cuadernos de ejercicios?—, que a veces sacaba de una carpeta para mirarlas o mostrárnoslas, antes de volver a guardarlas en el fondo del cajón, donde yacían sus esperanzas difuntas. No sólo siguió siendo obrero, sino que debió serlo por partida doble: cuando yo era muy