Regreso a Reims. Didier Eribon
ropa (todavía no existían los lavarropas o eran pocos quienes podían acceder a tener uno, y lavar la ropa de los demás era una manera de ganar algo de dinero extra y aumentar los ingresos del hogar). Sólo se empleó en una fábrica cuando mi padre estuvo desempleado por un largo período, en 1970. Siguió trabajando allí una vez que mi padre volvió a encontrar empleo (ahora me doy cuenta de que fue a trabajar a la fábrica para que yo pudiera terminar el colegio secundario e ir a la universidad. En ese momento, nunca se me cruzó por la mente la idea de que podía ir a trabajar para ayudar a mi familia; o bien la reprimía en lo más recóndito de mi conciencia cuando mi madre evocaba esa posibilidad y, en verdad, la evocaba con frecuencia). Por más que mi padre le repetía una y otra vez que “trabajar en la fábrica no es de mujeres”, y se sentía tocado en su honor masculino por no ser capaz de satisfacer por sí mismo las necesidades del hogar, debió resignarse y aceptar que mi madre se convirtiera en “obrera”, con todas las connotaciones negativas con las que cargaba esa palabra: mujeres “desvergonzadas”, que hablan “duro”, e incluso que quizá tienen relaciones “a diestra y siniestra”, en resumen, “prostitutas”… Esta representación burguesa de la mujer de clase baja que trabaja fuera de su casa y en lugares donde se codea con obreros era ampliamente compartida por los hombres de la clase obrera, a quienes no les gustaba demasiado perder el control de sus mujeres o de sus compañeras durante varias horas por día y quienes, por encima de todo, se sentían aterrados por el espectro deshonrado de la mujer emancipada. Annie Ernaux cuenta sobre su madre, quien de soltera se había empleado en una fábrica, que deseaba ser considerada “obrera, pero seria”. Ahora bien, el solo hecho de trabajar con hombres alcanzaba para “impedir que la consideraran lo que ella aspiraba a ser, ‘una joven como se debe’”.3 Lo mismo sucedía con las mujeres de más edad: el oficio que ejercían alcanzaba para que todas tuvieran mala reputación, hubiesen o no practicado la libertad sexual que se les sospechaba. Esto llevaba a que mi padre fuera frecuentemente al café situado justo al lado de la fábrica en el horario de salida para saber si mi madre lo frecuentaba a escondidas y sorprenderla en el lugar si hubiese sido el caso. Pero ella no iba a ese café ni a ningún otro. Volvía a casa para preparar la comida después de haber hecho las compras. Como todas las mujeres que trabajan, estaba sujeta a una doble jornada.
No fue hasta mucho tiempo después que mi padre pudo subir algunos escalones, si no en la jerarquía social, al menos en la de la fábrica, pasando del estatuto de obrero al de obrero especializado y, en definitiva, al de supervisor. Ya no era un obrero, dirigía a los obreros. O, más exactamente, tenía un equipo a su cargo. Este nuevo estatus le daba un orgullo ingenuo, una imagen de sí mismo más valorizante. Por supuesto, a mí me parecía risible… A mí, que tantos años después seguiría ruborizándome al tener que entregar, para obtener tal o cual documento administrativo, mi acta de nacimiento, en la que figuraban la profesión inicial de mi padre (obrero) y la de mi madre (empleada doméstica), y que no podía concebir que hubiesen deseado tanto elevarse por encima de su condición, que para mí era tan poco, pero que para ellos era realmente mucho.
Mi padre trabajó en la fábrica desde los catorce hasta los cincuenta y seis años, cuando le dieron la “jubilación anticipada” sin preguntarle cuál era su opinión, el mismo año que a mi madre (a los cincuenta y cinco años). Ambos fueron rechazados por el sistema que los había explotado sin vergüenza. Él quedó desamparado al encontrarse sin una ocupación; ella estaba bastante feliz de dejar un lugar de trabajo en el que las tareas eran agotadoras —a un nivel inimaginable para quienes nunca han tenido esa experiencia— y donde el ruido, el calor, la repetición cotidiana de gestos mecánicos corroen poco a poco los organismos más resistentes. Estaban cansados, desgastados. Mi madre no había aportado a la jubilación el tiempo suficiente, pues pocas veces sus empleos de trabajadora doméstica habían estado declarados, lo que redujo el monto de su jubilación. Esto recortó severamente sus ingresos. Debieron reinventar su vida como pudieron. Por ejemplo, comenzaron a viajar con mayor frecuencia, gracias a la comisión interna de la fábrica donde había trabajado mi padre. Iban a pasar un fin de semana en Londres, una semana en España o Turquía… No se amaban más que antes, simplemente habían encontrado un modus vivendi, estaban acostumbrados el uno al otro y ambos sabían que sólo la muerte de uno de ellos los separaría.
Mi padre se daba maña con los arreglos de la casa, estaba orgulloso de su destreza en ese ámbito, así como estaba orgulloso del trabajo manual en general. Dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a esa actividad que lo hacía dichoso y disfrutaba de un trabajo bien hecho. Cuando yo estaba en el liceo, en segundo o primero,4 me construyó un escritorio a partir de una vieja mesa. Instalaba placares, reparaba todo lo que empezaba a funcionar mal en el departamento. Yo no sabía hacer nada con las manos. Y, por supuesto, cargaba, en esta incapacidad deseada —¿no podría haberme decidido a aprender algo de él?—, todo mi deseo de no parecerme a él, de convertirme en alguien socialmente diferente a él. Más adelante, descubriría que algunos intelectuales adoran ocuparse de los arreglos de sus casas y que uno puede amar los libros —leerlos y escribirlos— y, a la vez, dedicarse con placer a realizar actividades prácticas y manuales. Ese descubrimiento me hundiría en un abismo de perplejidad: como si toda mi personalidad estuviera puesta en duda por la desestabilización de lo que había percibido y vivido por mucho tiempo como un binarismo fundamental, constitutivo (aunque en realidad sólo era constitutivo de mí mismo). Lo mismo sucedió con el deporte: el hecho de que a algunos de mis amigos les gustara mirar programas deportivos me perturbaba profundamente, pues provocaba el desmoronamiento de una evidencia a cuya fuerza me había sometido. Para mí, definirme como un intelectual, querer ser uno, había significado odiar las noches en que mirábamos partidos de fútbol por televisión. La cultura deportiva, el deporte como único centro de interés —para los hombres, pues para las mujeres solía ser la prensa amarillista—, tantas realidades que yo había decidido juzgar desde lo alto, con un gran desdén y un sentimiento de elección. Me hizo falta mucho tiempo para deconstruir todas esas particiones que me habían permitido convertirme en quien había llegado a ser y poder reintegrar en mi universo mental y existencial esas dimensiones que había excluido.
De niño, mis padres andaban en ciclomotor. Nos llevaban, a mi hermano y a mí, en dos asientos para niños instalados en la parte trasera, lo que podía resultar peligroso. Un día, mi padre derrapó en el ripio de una curva y mi hermano se rompió una pierna. En 1963, decidieron obtener el permiso de conducir y compraron un auto usado (un Simca Aronde negro, a cuyo capot se me ve abrazado, a los doce o trece años, en varias fotos que mi madre me dio). Mi madre había aprobado el examen antes que mi padre. Como para él hubiese sido una deshonra ir sentado al lado de su mujer al volante, prefirió, para evitar esa situación infamatoria, conducir sin permiso durante algún tiempo. Se volvía literalmente loco —y malo— cuando mi madre expresaba su temor y manifestaba su deseo de tomar lo que él consideraba su lugar. Luego, todo volvió a la normalidad: siempre conducía él (incluso cuando había bebido demasiado, no quería que ella lo hiciera). Desde que adquirimos el auto, los domingos salíamos de picnic a los bosques o campos de los alrededores de la ciudad. Durante el verano, no era cuestión de irnos de vacaciones, desde luego. No teníamos con qué hacerlo. Nuestros viajes se limitaban a una visita de un día a una ciudad de la región: Nancy, Laon, Charleville… A veces cruzábamos la frontera belga; había una ciudad que se llamaba Bouillon (un nombre que aprendimos a asociar con Godofredo de Bouillon y la aventura de las Cruzadas, pero que ahora prefiero relacionar con la ópera de Cilea, Adrienne Lecouvreur, y el grandioso y terrible personaje de la princesa de Bouillon). Visitábamos el castillo, comprábamos chocolates y recuerdos. No íbamos más lejos. Sólo conocí Bruselas años más tarde. Incluso una vez fuimos a Verdun; recuerdo la lúgubre y aterrorizante visita al osario de Douaumont, donde están apilados los restos de los soldados muertos en las batallas que tuvieron lugar allí durante la Primera Guerra Mundial. Me provocó pesadillas por mucho tiempo. También íbamos a París, a visitar a mi abuela materna. Los embotellamientos parisinos le provocaban a mi padre asombrosas crisis de cólera: pataleaba, decía una palabrota tras otra, vociferaba, sin que supiéramos muy bien por qué se ponía en ese estado que siempre acababa en interminables disputas con mi madre, a quien le costaba soportar lo que llamaba sus “escenas”. Lo mismo sucedía en la ruta: si se equivocaba de camino o se salteaba una salida, se ponía a gritar como si su vida y la nuestra dependieran de ello. Pero la mayoría de las veces, cuando