Antología poética de Julia Wong (1993-2019). Julia Wong

Antología poética de Julia Wong (1993-2019) - Julia Wong


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      Al recorrer estos poemas es inevitable pensar en generaciones de mujeres que esperan tanto como rechazan el abrazo de sus madres. Se alejan, exiliadas, cansadas de esperar, de dolerse, buscando ser ellas mismas y luego vuelven a empollarse, como sea, en ese hueco anhelado que es el cuerpo materno.

      Tengo la edad de mi madre

      Ahora que ya no está / el espejo opaco es más opaco

      Apenas refleja un puño de viento

      Me enaltece / he crecido con su muerte

      Por fin existo —pienso—

      Me froto las manos / pero son las de ella

      Los poemas que hablan de la hija son especialmente exactos, como si allí también se jugara el cuidado materno: en la búsqueda de exactitud. Ese trabajo de filigrana sobre el poema lleva sin duda el amor de madre, la preocupación por lo que se da.

      La mirada hacia la hija a lo largo de este libro nos va dando todo un mapa de la vivencia materna: el yo de estos poemas reconoce a su hija, le agradece, la admira, la observa, la sufre, se sincera con ella una y otra vez, la nombra entre sus preguntas, como una imagen con la que cotejar cada suceso, la propia vida, la poesía también. La hija es la última parte del cuerpo y la primera. El antes y el después. Es el gran movimiento humano. Es en quien se cree, antes que en nadie y, en ese sentido, adquiere una dimensión sagrada.

      Apenas un pétalo de la flor volátil que es ser madre, dice la poeta refiriendo a algo delicado que se lleva a cabo en el aire, sin poder asirse de nada. Julia habla de zonas de la maternidad que, en general, no se poetizan. La dualidad al ansiar y añorar su vida sexual y el amor de pareja ante una hija que solo espera ser cuidada; el dolor de haber parido hace ya mucho tiempo; la impotencia frente a los abrazos rechazados; la fascinación por el mundo orgánico y emocional de la hija; la atención a la sangre de sus heridas y de su menstruación, a su ser femenino despegándose como un ser viviente que ha tomado partido por su propia pared. El dolor de sentirse abandonada por esa hija que camina siempre adelante, siempre erguida, que se eleva sobre la madre para saltar el obstáculo, convive con la celebración de esa diferencia, la admiración por esos movimientos nuevos, por su ser otra, por poder jugar desde cero las cartas y llegar, quizás, a un resultado mejor. Hay algo cercano a un diario de la maternidad que podría reconstruirse. La hija siempre está. Se la menciona incluso en los poemas que no giran en torno a ella.

      Este exquisito entramado que Julia teje en torno a ese vínculo la lleva a conseguir algunos de sus poemas más bellos y conmovedores. Solo algunos fragmentos ilustrativos, como pinceladas provenientes de diversos poemas:

      Yo estaba tan agrietada cuando llegaste

      De mis fisuras salieron tus manitos

      […]

      Tengo tres inviernos a cuestas, pequeña.

      Poco hombre, mucha hambre de abrazos honestos

      […]

      Es la habitación de mi hija, mi ídolo moderno.

      Mi hija, un poco mi metabolismo distorsionado, un poco la proyección de todo lo que nunca podré ser.

      […]

      Tu hija, la que ya no recuerda que lamió tu placenta salada

      La voz de estos poemas transita un espectro de emociones de muy distinto signo, integradas en la totalidad de la experiencia, implicándose unas a otras.

      Puede hacerlo con la inocencia de las libélulas cuando emiten luz en un corazón oscuro, como moléculas de agua traicionadas por el árbol, o como parte de una colmena en guerra. Siempre conectada honestamente con su condición, expresándola.

      Un sustrato de profunda humanidad se hace presente en los poemas. Estamos ante un conjunto que, aun sin nombrarlo, está siempre atravesado por el amor como contracara del odio o, tal vez, su motivo.

      Por la ternura, aunque a primera vista no sea la emoción más resonante. Allí está y aflora en la mirada hacia las mujeres como conjunto (Todas somos como piedritas / que se han ido humedeciendo / en la arena) o, en particular, hacia las mujeres amadas: la madre, la cuñada y, siempre, la hija (Nada te aparte de mí, Venadita. Nada te impida llegar sana y salva a tu guarida).

      La ternura se liga a la mirada comprensiva y hacia el amparo que una madre brinda aun a pesar de sí misma, con las propias limitaciones y traiciones a cuestas:

      Somos humanas, hija mía, por eso quebramos la fuente que nos

      da de beber

      Porque es humana y porque conecta a cada paso con otros seres vivos, la voz de estos poemas puede transmutarse, volverse espantapájaros besando al aire en el bosque helado; o ser José, observando a sus hermanos, implorante; o una perra, pelada, para nadie.

      Uno de los últimos poemas del libro nos dice: Para que todos abran la res y succionen la sangre de la vida / Para que nadie se quede sin tajada. Un corazón, profundamente humano, mira por el todo.

      La relación con el hombre/varón es también parte importante de este libro y asume una diversidad de sentidos que aquí solo podemos llegar a esbozar. Pero es, sin duda, otro de los recorridos a trazar en la lectura. Una relación que se presenta como zona de riesgo, de vulnerabilidad; en ocasiones como un campo de batalla (Me pregunto si me abrirás, se afirma en el poema «Al camal»). Añoranza, deseo, incertidumbre. La masculinidad aparece como un territorio misterioso frente al cual emerge un no saber:

      Nunca he sabido si un hombre quiere un beso o mis oídos prestos.

      Nunca sé si mis piernas

      O un potaje bien preparado.

      Nunca si quiere elevarse sobre la copa rampante de los árboles desnudados por la nieve

      El hombre aparece representado en varios poemas como un lobo, con toda la carga de naturaleza instintiva y salvaje que trae ese arquetipo.

      En el contexto familiar el hombre es el marido, el recuerdo del marido, el lugar vacante de los abrazos que se añoran. Y es el padre: el propio padre y el padre de la hija, que asoma en ella. Julia nos muestra aquí también su moneda de dos caras, reversible:

      No sé cómo colocar a tu padre separado de ti. Están demasiado

      juntos. Parece que tú estuvieras en su vientre.

      Ciervo engendrado, cuervo parido, runa, cuerno de guerra.

      En una época en la que el lenguaje se aplana, la poesía de Julia Wong viene a restituir sus capas, a entregar un discurso con carne, con historia. Su voz tiene volumen y presencia; nos dice: escúchame. Y la escuchamos, ¿cómo no hacerlo?

      Hace unos años pasé por la experiencia de escuchar a Julia leer en un festival. Éramos un grupo de amigas muy cercanas, decepcionadas por oír durante horas la misma voz uniforme, sin matices, sin peso; los mismos juegos de artificio con el lenguaje que resbalaban por nuestro tedio. Entonces subió Julia y una electricidad nos recorrió. Algo comenzó a tener vida, pulso, verdad.

      Pero ya no doy de parir ninguna pequeña, sino soliloquios, matanzas / imaginarias: una mujer poeta sigue pariendo palabras como viajes, conversaciones marinas, frutas asiáticas y peruanas, flores celestes en el jarrón de nieve. Tesoros que irradia, señuelos que entrega su obra intensa, consecuente, que no podría pasar desapercibida y que está destinada a ser revisada, reconocida, descubierta.

      La poesía de Julia, como ella misma, no es de un solo modo, ni es tan igual. A veces, habla desde su propio Aleph, como si el mundo necesitara ser nombrado en cada uno de sus componentes. Como si sus palabras fueran una varita mágica que reanima, en un único movimiento, todo lo percibido, lo que ya no se puede desconocer.

      Junto a esa imagen del Aleph, viene la palabra de Borges: «Lo que de veras fue, no se pierde; la intensidad es una forma de eternidad». Lo intenso establece su mundo completo y suficiente. Toma lo que encuentra, lo puebla; enciende lo que nombra, lo impulsa, lo realza. Genera una ampliación de la experiencia que nos aleja de la idea de pérdida. ¿Cómo no


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