A la salud de la serpiente. Tomo II. Gustavo Sainz

A la salud de la serpiente. Tomo II - Gustavo Sainz


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hubiera escuchado, descalificando lo dicho, como si sólo su cuento importara, y lo peor, seguía, es que Kaatziza se quedó para siempre conmigo, y con ella quedó marcada mi vida a la búsqueda perpetua de semejante ideal femenino, tú sabes que mis dos matrimonios fracasaron, en parte, quizá por esa tremenda distancia en la que mis esposas se situaban al compararse con las exigencias casi mitológicas de esa Kaatziza incorpórea, quien desde su altura imposible me movía a crear expectativas irracionales, todo esto con exaltación manifiesta, con grandilocuencia teatral y en alta voz que bajaba de volumen para concluir, y de resumir esa experiencia juvenil pasaba a confesar un proyecto de novela que había llegado a esbozar mezclando un poco de realidad con una chica del Quebec y otro poco de sus fantasías, y empezaba por describir a Isabelle, 22 años e hija de un matrimonio católico muy severo, insistiendo que no sólo era bella sino dueña a la vez de una personalidad frágil y encantadora, cosa frecuente entre esos franceses de habla y costumbres algo arcaicas que viven en el Quebec, la había conocido el año anterior, Cortínez vivía un romance pasajero con Claire, una profesora de alma lírica y erotismo desinhibido, y en un festival de música al aire libre, Isabelle, que era amiga de Claire, había entrado en su órbita de observación, aunque no hubo nada durante un año o más entre ellos, aparte de ese primer deslumbramiento, aquí una pequeña pausa como para subrayar el dramatismo de lo que vendría, pero al verano siguiente, empezaba Cortínez como absorbiendo una buena cantidad de aire, a poco de regresar para unas vacaciones al Quebec, seguía cada vez más entusiasmado, logré dar nuevamente con Isabelle, y se detenía un momento, guardaba un inquietante y repentino silencio, como esperando un guiño, un gesto, una palabra que le permitiera continuar, como dudando si debía continuar o no, como revalorando un secreto de incalculable valor, ¿lo contaría o no?, como si fueran las 10 de la mañana de un domingo y no las 2 de la mañana de un jueves, y se pudiera permitir toda clase de altos y disgregaciones, en fin, seguía, la llamé por teléfono y en medio de esa llamada conseguí restablecer los hilos, los tenues hilos que podrían habernos unido, y luego de asegurarle que mis relaciones con Claire habían terminado, arreglar una cita, ¿y qué decía ella?, bueno, que estaba cansada de su trabajo, ¿en qué trabajaba?, dirigía un programa radial y también hacía algo para la televisión, aguardaba con impaciencia unas vacaciones que le llegarían pronto y pensaba marcharse a algún lugar con sol en abundancia, quería ir al mar, se le antojaban las frutas exóticas, las largas playas, el descanso, y sí, se acordaba de él y estaría en­cantada de volver a verlo, bien, entonces nos citamos se animó todavía un poco más Cortínez, y desde ese primer día de nuestro encuentro hubo algo mágico, ella era un ser angelical, tal vez un poco débil, un poco indecisa, demasiado espiritual, fuimos a comer a un restorán y luego, ante el ejemplo de otras parejas, bailamos allí suave, dulcemente, como si nos amásemos desde siempre… la sensación de esa noche, moviéndonos apenas junto a dinámicos bailarines en una pista de luz tenue, con música dulzona de los años cincuenta, es muy difícil de explicar, de un lado el escenario neutro y cotidiano, y del otro, la certeza de estar viviendo uno de aquellos instantes privilegiados, de esos que llegan muy de tarde en tarde en una vida, si es que llegan, y que Joyce llama “epifánicos” acertadamente, y como te puedes imaginar, las muchísimas diferencias que nos separaban desaparecieron por completo ese verano, al menos para nosotros, no para sus padres, que veían magnificada la diferencia de años, mi situación dentro de un matrimonio todavía no finalizado y desde su perspectiva católica, irreductible, el problema que presentarían mis cuatro hijos y mis dos hijas, etcétera, y por otra parte veían a su angelical Isabelle muy inexperta en materias amorosas, apegada por 22 años no sólo a un hogar armónico, sino a una misma casa en un mismo barrio de una misma ciudad de un mismo país, lo que se puede llamar una familia archiconservadora, enfrentada de pronto al veneno de una seducción veraniega instigada por un forastero, peor, por un latinoamericano venido de no se sabía dónde ni menos para qué, lamentablemente debo omitir una buena cantidad de pormenores, aunque ciertamente sé que en tales detalles tendría que detenerse la novela que me gustaría escribir, pero debo dejarte en claro que Isabelle era virgen y que ardiendo yo en deseos de consumar lo que parecía un amor recíproco, era tal mi estado de feliz exaltación que postergaba mis urgencias eróticas sin sufrir realmente, sino más bien gozando esas posibilidades, difiriéndolas en una especie de retorcido masoquismo que exarcebaba mi deseo, le escribía cartas todas las noches e iba a depositarlas personalmente en el buzón de su casa, ella me respondía con sutiles mensajes desde su audición radial, yo la escuchaba fielmente cada tarde, de dos a cuatro, para oír su voz, aunque fuese presentando música que no me interesaba, y pasando avisos comerciales que me interesaban menos, luego nos reuníamos, comíamos en cualquier lado, cualquier cosa, y a veces venía a mi cuarto en el Pavillon Parent, atestado por los alumnos de verano que acudían tras los cursos de francés, y allí, en mi estrecha celda, nos tendíamos y nos besábamos como dos escolares temblando de amor, una vez inclusive llegué a quitarle la blusa y le besé los senos blanquísimos con una sensación de levedad tan excelsa, con movimientos tan lentos y mágicos, como nieve quizás, nieve descendiendo inmaterialmente sobre la tierra absorta, bueno, espero que puedas entender cómo junto a una mujer así se me dormía el deseo, que era algo que los padres de Isabelle no entendieron nunca, porque para ellos, planteada ya la situación conflictiva de que nuestras vidas querían unirse, una batalla a muerte se había desencadenado, y ellos usa­ban todas las estrategias, todas las tácticas que han usado los padres de todo el universo, y triunfaron desgraciadamente separándonos, porque el amor que se nos había despertado no quería violencias ni engaños, y lo creíamos tan superior que ni siquiera exigía la presencia física inmediata, niños que éramos, ella 22 años y yo 38, y nos intervenían el teléfono mientras hablábamos, me decían que Isabelle no estaba en casa cuando iba a buscarla, o como ocurrió en una soleada tarde de domingo en que la visitaba en el jardín de su casa, su madre siempre se nos instalaba a diez pasos de distancia, declaradamente para leer un libro de arte sobre catedrales europeas, pero evidentemente para vigilar nuestros gestos y palabras, todo con cierta suavidad, con disimulada energía, sin antagonizarnos abiertamente, estce que vous connaissaiz Strasburg?, oh, comme je voudrais y aller!, y dejábamos su observación en el aire, sin respuesta, pero como Isabelle quería a sus padres y confiaba en ellos, suponiéndolos libres de toda intención mezquina, terminábamos dudando de nosotros antes que de ellos, algo de malo tendría que haber en nuestra atracción y seguro que era una falla nuestra el no poder detectarlo, y aquí viene el verdadero problema, porque dudo que frente al papel, puesto ya a escribir mi novela, pudiera describir una de aquellas tardes con toda fidelidad, o más bien, con la fidelidad que me gustaría, imagínate esa luz, yo tirado en el pasto y frente a mí Isabelle toda frescura sentada en una silla de terraza con un vestido blanco, y créelo o no, con una rama de jazmín jugando entre sus dedos, conversábamos en voz baja y en español para eludir la vigilancia materna, Isabelle tenía las piernas cruzadas y la superior se balanceaba ligeramente equilibrando un liviano zapato de lona, y entonces usé ahí toda la audacia que había podido acumular en mis 38 años de vida, y también toda la malicia y gentileza que sólo a esa edad comienza a aprenderse, para despojarla de ese zapato de cuento de hadas, depositarlo en el pasto, y volver luego mi mano a acariciar su pie desnudo, todo realizado con tal calma y naturalidad que nada ni nadie en el mundo hubiera podido notar alteración alguna, y sin embargo mi corazón latía con inusitada fuerza, y el de ella, aunque no me lo dijo, lo podía casi ver levantándole el pecho, irrigándole furiosamente unos tonos rosados por su rostro translúcido, ella buscaba no sé si alivio o mayor embriaguez en el aroma del jazmín, a cuyo ritmo rotatorio se aferraba ahora que el ritmo del balanceo de su pie moría aprisionado en mi mano, su bendita madre por ahí, cargando con su presencia de incalculable valor erótico a la menor de nuestras caricias, si escribo la novela se la quiero dedicar a ella, ¿a Isabelle?, no, a su mamá, a la mamá de Isabelle, e incluso creo que la tendría que escribir en francés para que la entendiera la vieja intrusa, y miraba impertinente al Carretonero de Ayer y Hoy, quien cortésmente había mostrado todo el interés que era capaz de mostrar para escuchar semejante historia, verdadero interés, y Cortínez se levantaba para mirar los libros en el estante sobre el escritorio, la mayor parte de ellos propiedad de la biblioteca universitaria, deteniéndose ocasionalmente en alguno que no conocía, como el volumen de obras completas de Oliveiro Girondo, y luego con una impertinencia pocas veces vista, empezaba a leer las páginas sueltas que había sobre la mesa, borradores de la novela, cartas inconclusas, cartas de amigos, una lista de nuevas inscripciones
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