A la salud de la serpiente. Tomo II. Gustavo Sainz

A la salud de la serpiente. Tomo II - Gustavo Sainz


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de la tabla entre dos ventanas con Talita (en Rayuela), y con la persecusión de los pobres en el barco en Los premios, y esa extraordinaria voluntad de hacer algo diferente con el lenguaje, las descripciones de Helene, por ejemplo la secuencia de lesbianismo, la escena del argentino y Celia, y esas secuencias sexuales y el crimen final como para parodiar cierta moda, como que no pesaban tanto ante el valor de un texto sobre las relaciones humanas urbanas como no había otro en América Latina, parecía más bien un libro traducido del inglés, el humor de Cortázar era casi metafísico, no residía como podría creerse en los chistes de los protagonistas cuando estaban en los pasillos del tren subterráneo, ni cuando inventaban palabras, ni cuando veían a Celia con cara de anuncio, ni cuando tropezaban con Harold Harolson y alguien decía que por fin comprobaba que nombres así no nada más existían en los libros de Borges, sino más bien cuando un lector como el Carretonero de Ayer y Hoy terminaba la lectura de un libro así como un aire de flauta, algo doméstico, con facilidad, con la misma intensidad o gusto con que Cortázar debía tocar improvisaciones en la trompeta, una bocanada de aire fresco, algo que hacía falta cuando la mayoría de los escritores parecían sólo preocupados por escribir una obra maestra, y sobre la mesa también un ejemplar de la revista Time adonde venía un artículo sobre la primera novela de Andy Warhol, un libro enorme hecho a partir de grabaciones, parecía que habían puesto 8 o 10 o más grabadoras distribuidas convenientemente en un departamento, y luego habían grabado una fiesta interminable, y estaba todo transcrito allí, todas esas frases banales, obtusas, oblicuas, elípticas, incompletas, idiotas, que se dicen durante una fiesta, sin dirección ni finalidad aparente, quizá dejando un pequeño espacio para que se colaran algunas otras cosas, ciertos movimientos, digamos, que se desarrollarían y pasarían a través de los que hablaban bajo la forma de sanciones muy breves y frecuentemente hasta agudas o equívocas, “tro­pismos” los llamaba Nathalie Sarraute (“les di ese nombre”, escribió en un famoso prólogo “a causa de su naturaleza instintiva, espontánea, similar a la de los movimientos realizados por ciertos organismos vivientes bajo la influencia de estímulos exteriores como la luz o el calor”), y a diferencia de los momentos “epifánicos” joyceanos, revelaban la verdadera vacuidad del género humano, su rebajada racionalidad, su empecinada estupidez, y eran frases además vacías de belleza o de trascendencia, y a veces hasta de sentido o de simple información, pero el libro parecía interesante, bueno, interesante e ilegible, pues leerlo implicaba casi asistir a una de esas reuniones de la mafia artística neoyorquina como si se fuese un fantasma, sin poder participar de ninguna manera, excepto como testigo, y oír con desusual atención toda esa cháchara en un idioma derivación del inglés que habían logrado malabarear los drogadictos y otros transgresores, el Carretonero de Ayer y Hoy con un plumón en la mano y su libreta abierta, una de sus libretas, ausente todavía un rato aunque quería anotar que había ido a Times Photo porque allí trabajaba un amigo de Ambrosia, Paul Wigger, que lamentablemente no estaba, y empezó a escribir que entonces el otro empleado trató de convencerlos de comprar una cámara de cine de 16 mm, por razones innumerables, pero que no hicieron caso, salieron a comer hamburguesas y encontraron a Luiz Vilela, volvieron a la tienda y ya estaba Paul Wigger, hablaron durante hora y media sin atreverse a tomar decisiones, Luiz daba de vueltas sin atreverse a salir de la tienda, afuera había como 7 grados farenheit, hasta que el Carretonero de Ayer y Hoy se decidió por una cámara súper 8 mm, sonora, con estuche, batería, rollos, lentes de acercamiento y un gran angular, todo, una belleza de aparato, como una joya interplanetaria, y durante horas no hicieron más que ver la cámara y por la cámara, a través de la cámara, leer el folleto explicativo, ana­lizarla, sopesarla, mirar por la mirilla, ensayar distancias focales, e inclusive al atardecer, durante el crepúsculo, convenientemente abrigados salieron al bosque atrás del Mayflower y tomaron un poco de película del cielo anaranjado a través de los árboles retorcidos, ahora sí que el espacio como un atributo del pensamiento, de la voluntad, del gusto, leer la realidad a través del lente de la cámara, no de izquierda a derecha, no de arriba para abajo, no en círculos, no de derecha a izquierda sino en trozos, las botas de Ambrosia pisando el suelo de nieve y hojas secas, y un poco más lejos una niña patinando en el río congelado, ardillas, un venadito desamparado, Ambrosia columpiándose en un columpio rechinador, al fondo el cielo con colores lujosos casi impresionistas, imposibilidad absoluta de un discurso coherente, una extensión blanca muy vasta y al fondo un árbol negro amenazante como una pesadilla, fascinación por el vacío, lo blanco, la inmensidad helada, la pureza del invierno, lo natural suplantando a la información y la cultura, la cámara registrando ese vasto espacio heterogéneo, anárquico, adonde un gordo desde un coche les hacía violentas señas con un brazo, el zoom y el reconocimiento, era Juan Agustín Palazuelos que volvía del supermercado y los invitaba a su casa, su enorme barba negra adentro de la bolsa de víveres que cargaba sobre su estómago, aceptaron gustosamente y lo ayudaron a bajar las cosas, el Carretonero de Ayer y Hoy se bebió dos vasos de cocacola y Ambrosia dos cervezas dos equis, ¿dónde las conseguiste?, hombre, manito, si las cervezas mexicanas son las mejores del mundo ¿cómo chingaos no iba a conseguirlas?, festejando el invierno y burlándose de los acentos nacionales, las cadencias, las tonadas, riendo a la menor provocación, un destello en los dientes de Palazuelos cada vez que se dirigía al Carretonero de Ayer y Hoy con su sonrisa triunfal, demasiado triunfal, escuchando discos (Jimi Hendrix: All along the watchtower; los Doors: Hello, I love you; Hugh Masekela: Grazing in the grass), hablando de Gonzalo Rojas, Braulio Arenas, Federico Schopf, Enrique Lihn, Oscar Hahn y otros jóvenes poetas chilenos, mientras la esposa de Juan Agustín y los niños decoraban el árbol de navidad, un arbolito artificial, y otro estudiante chileno de risa pronta, Grínor Rojo, ¿de dónde es tu nombre?, preguntó el Carretonero de Ayer y Hoy dispuesto a oír una historia complicadísima de emigrantes escandinavos, y Grínor displiscente, riendo o como burlándose ligeramente de su impertinencia o de su expectativa, aclarando que de ninguna parte, o bueno, que de su casa, que lo había inventado su papá, a lo que Ambrosia confrontó que el Carretonero de Ayer y Hoy había bautizado a un personaje de novela con el nombre más extenso que ella podía reconocer, ¿Terencio Rancio?, pensó el Carretonero de Ayer y Hoy, o lo dijo en voz baja, pero Ambrosia seguía, no, J. K. Menelao, en Gazapo, que se llama, según consta en una de las últimas páginas, J. K. Menelao Ignacio Adolfo, y miró al Carretonero de Ayer y Hoy como para saber cómo seguir, tan desamparada como los animalitos de las lindes del bosque, y entonces el Carretonero de Ayer y Hoy, un poco bajo la presión de la concurrencia y sin pavonearse demasiado, más bien intimidado por la presunción de su Ambrosia, recitó J. K. Menelao Ignacio Adolfo Enrique Julio Diego Ricardo Jorge Arturo Gómez Ávila Pérez Hurtado González Amezcua Oseguera Lozano Ortiz Caro Álvarez Páez Herrera Carreón Carmona López Quiroz Cinta Delgado Gallardo Salazar Fuentes Cifuentes Ausentes Presentes Me Clavas Los Dientes Y Tu No Sientes La Corroconchuda de Tafirulillo Cid Azcoil y Veraniego a sus órdenes…, Palazuelos y su esposa un poco nerviosos bebían grandes tragos de coñac, Grínor miraba a Ambrosia con una curiosidad desanimada y a la vez trataba de encender todos los foquitos del árbol navideño, buscaba algún fusible flojo, enchufaba clavijas sentado en el suelo, de vez en cuando soltaba una idea que al Carretonereo de Ayer y Hoy le hubiera gustado quedarse a desarrollar, tendrían que verse más seguido, por ejemplo que las obras literarias eran como mitos seculares cargados de pasado, presente y futuro, que transmitían los deseos arcaicos infantiles, a la vez como realizados en el pasado, como realizados en el presente por la actualización de la escritura y la lectura, y como realizados o realizables en el futuro por la fuerza misma de la dramatización de las palabras, o esta otra, propuesta por Palazuelos, la actividad creadora como una actividad lúdica, absolutamente del lado del placer, del lado del goce, el Carretonero de Ayer y Hoy satisfecho, casi podría decirse que feliz, acompañado, solidario, enriquecido, mirado, consentido, los niños corrían escaleras arriba y luego sonaban sus pisadas y cosas que caían y de vez en cuando la esposa de Palazuelos exigía orden y venía la calma, en eso arriesgó que para él todas las grandes novelas eran como los vestigios de unas cenizas, como el recuento del naufragio, y todos en la casa trataron de encontrar novelas que escaparan de eso hasta que irrumpieron los niños otra vez, eran tres, el Carretonero de Ayer y Hoy pensaba que nunca podría vivir con tres niños, demasiada competencia, no, rió para sí mismo, demasiada responsabilidad, se necesitaban como diez personas para cuidar a tres niños, Juan Agustín enseñándole sus poemas, iban a traducirlos entre él mismo y Gordon Brotherston, el librito estaba titulado en inglés, Juan Agustin’s High Fidelity Machine:


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