A la salud de la serpiente. Tomo II. Gustavo Sainz

A la salud de la serpiente. Tomo II - Gustavo Sainz


Скачать книгу
un círculo mal trazado, vivo, y en vez de un coche de un modelo determinado quizás debía tratar de precisar el año, 1967 a la mejor, o 1964, o 1968, aunque el 68 todavía no terminaba y ya estaba demasiado cargado de veneno y supuraba recuerdos demasiado iracundos y desagradables…, el año 68 estaba lleno de muerte y mugre y desgarramientos y chispas y gritos, de dedos que acusaban y políticos que sonreían, de frustraciones y lamentos, de confusión y autoritarismo, y también estaba demasiado cerca, inclusive no había terminado aunque su experiencia mexicana hubiera terminado, si es que podía terminar ¿podría llegar a terminar alguna vez?, faltaba poco para las celebraciones del año nuevo, y quizá por eso sobrevenía esa sospecha de que el 68 siempre estaría cerca, no importaba que terminara o no, no iba a importar que progresara el año 69, no importaba cuánto se alejara el 68, las calles del 68 permanecerían llenas de sangre, abusos y manipulación informativa, siempre iban a estar llenas de sangre, las lavarían y volverían a lavar, todos los días iban a ordenar lavarlas, todos los días generaciones y generaciones de priistas displiscentes y ocasionalmente enérgicos, restregarían y restregarían la sangre indeleble, la sangre que él no lograba olvidar, que no iba a olvidar, como tampoco podía olvidar a su inquietante Viviana, unida siempre a ese volkswagen rojo rutilante, siempre encerrado, encerado y pulido, y eso ni siquiera sabía por qué, eso quizás era lo que quería descubrir al empezar a mecanografiar esa noche, al pasar de su libreta verdosa de Santiago Galas a la máquina eléctrica de escribir, por ejemplo que en ese coche que de pronto se imponía con semejante violencia a sus sentidos, titubeaba asustado, tenso, atento a pisar en orden los pedales, a coordinar el clutch y las velocidades, a mantenerse derecho al centro de la calle, recto, sin rozar a los otros automóviles, frenando a tiempo, no de golpe sino suave, segura, firmemente…, atravesaba una mañana ¿o era una tarde?, bueno, una atmósfera neblinosa la primera vez que manejó (rojo brillante deslumbrante, casi irreal, recién lavado y todavía sin placas, con un permiso provisional para conducir, con su antena extendida), iba con Viviana que insistía en enseñarlo a conducir (todavía adolescente y muchos años antes de emigrar y desaparecer, segura de sí misma y de él, ineluctable, dicharachera, críptica, ondulante, imprevisible, fresca, extraña, frágil, joven, simpatiquísima), y recorrieron calles aprendidas de memoria durante las clases de manejo que siguieron, las avenidas tristes, sinuosas, grises, resquebrajadas, crepusculares, por donde Viviana se malhumoraba porque él no aprendía a soltar el clutch, ni a poner las velocidades, ni a ver hacia el frente o hacia los lados antes de atravesar las avenidas, ni a detener (con la firmeza o la violencia o la ambigüedad necesaria) el volante, y enfilaron, rodaron por la avenida Constituyentes, saliendo de la ciudad de México a cada vuelta de las llantas, y sea por impericia o por esos azares que le gustaban tanto a André Breton que se dice que los coleccionaba, no logró, el Personaje que No Escupía en las Escupideras no pudo dar la vuelta para regresar, para volver a la ciudad de México, a su punto de partida, y tuvo que seguir a fuerza y nervioso hasta Toluca, por una carretera ancha, ondulante y desconocida (gris y negra), polvorienta y confusa a la luz de la tarde… Viviana reía a carcajadas y regresaron casi de milagro, ella manejando, y los amigos (bueno, personas cuyo teléfono estaba anotado en una libreta que siempre cargaba consigo, y que años después al verla, muchos años después, ya no lograba recordar bien los rostros que correspondían a todos esos nombres con dobles apellidos, ni qué papel jugaron en su vida), y los amigos, decía, que se enteraron de ese viaje (crepuscular) ilusorio y vertiginoso, no dejaron de felicitarlos con afectuosos ­golpecitos en la espalda y sinceras sonrisitas de admiración, pues calificaron la carretera de “muy difícil”, y su salida de verdadero atrevimiento, más si apenas era su primer día de manejo (Viviana lo obligaba a encender el motor y a reconocer su frecuencia vibratoria, a man­tenerlo siempre en el mismo tono, y un día antes había roto en sanciones y lo amenazó con que él jamás, nunca aprendería, lograría, podría manejar, aunque luego le dieran licencia de primera mediante un incómodo cohecho), y del viaje siempre recordaría la atracción irresistible del abismo en esa carretera que subía y subía, pues en las curvas quería caer en la tentación de no librarlas y embestir el desquiciante y feroz, atrozmente desconocido y hermoso vacío que se presentaba siempre al frente, el regreso con el auto jadeante, el olor a quemado, trompicando, hasta que descubrieron que no había quitado el freno de mano (olía pegosteosamente y repugnantemente a hule quemado), y la presencia inquietante y desasosegadora de Viviana, siempre ahí, como si estar con ella implicara estar al borde del peligro, de cierto peligro, o allí porque quizás era de ella de quien quería hablar, de quien debía hablar para entenderla un poco más, hablar para empezar a entenderla, para tratar, para intentar entenderla, los dos sentados allí, en ese coche tan unido a su vida con ella, revisando un cuaderno escolar de Viviana pleno de anotaciones incomprensibles, casi jeroglíficos sobre la danza como lenguaje, la danza como expresión, algunas consideraciones teóricas, discurso de la danza, ejercicios, planos de movimientos y tensiones, y de pronto, entre tantas líneas técnicas, resaltaba un poema todo tinta y pasión como diría Paz (por cierto grandes árboles a ambos extremos de la carretera mecidos por el viento, pero de hojas negras que se movían como murciélagos, como millares y millares de pequeños murciélagos o cigarras o algo peor, un hervidero como de plaga bíblica):

      Y así fue

      con un beso y un abrazo

      nos acoplamos

      y así también fue

      me las ingenié para decir no

      con otro verso y un tropiezo

      besos

      y la tercera copla

      textos enigmáticos que despertaban el amor y la curiosidad del Personaje que No Escupía en las Escupideras, que insistía en ver todo lo que ella hubiera escrito, en rescatar, encontrar, subrayar, pasar en limpio jirones de esa escritura tan extrañamente literaturizada, y así habían sobrevivido una buena época, comunicándose por escrito más que oralmente, pues Viviana casi no hablaba, cumplía rígidos y austeros votos de silencio para pagar una indescriptible culpa, que a veces trataba de explicar pero que explicaba en un estilo tan rebuscado, críptico, y al mismo tiempo tan alejado de las más elementales reglas de sintaxis, que el Personaje que No Escupía en las Escupideras no había logrado entenderla a pesar de los años, a pesar de haber vivido a su lado casi cuatro años, o más bien de haber sobrevivido, sí, sobrevivimos, porque sus amigos, sí, mis amigos, tenía muchos amigos le decía Viviana mientras iba a dejarla hasta su casa muy al principio de su relación (pero no le contó que le dieron la espalda, que dos o tres murieron cuando apenas cursaban la Preparatoria, que los más no sabían jugar ajedrez, ni dibujar, ni tratar con cuidado sus revistas y libros, ni la comprendían del todo, ni la aceptaban, ni querían oírla, fingían oírla más bien, fingían jugar, fingían interés en visitarla y la deseaban pero no se atrevían a decirle nada, luego vinieron los abusos de confianza, las malas interpretaciones, los intereses creados, los infundios, las puñaladas por la espalda, las competencias disimuladas o no, las coartadas, los celos, la falsa solidaridad, las excomuniones, los desprecios)…,

      ni Tanzania ni el adn ni los megatones ni los lavaplatos eléctricos ni el valium ni la televisión descartaron nuestra infancia decía Viviana, o preguntaba, podía estar haciendo una pregunta ¿cómo saberlo?, porque nunca preguntaba nada directamente, no hablaba con ninguna sencillez, ni claridad, hasta para decir las cosas más sencillas, frases elementales de sujeto, verbo y predicado, se complicaba, hablaba en una especie de tono de poesía simbolista, o postmoderna, y además con pedantería, gozando las complicaciones, la estupefacción del escucha, al pie del arco donde el año reincide, por ejemplo, mi cuerpo litigoso, suave y tierno, cada vez más sombracanes, gárgolas sangrías, él retoma más y más eso yo desconozco, yo la mallarmeana o tirrene servil, sí, apenas empezaba, interponía el Personaje que No Escupía en las Escupideras, por dotar de algún sentido a la conversación, para simular que se trataba de una conversación, por cierto que en aquella época decían Tirón Pedogüer y nada más había un canal en los aparatos de televisión en blanco y negro y sólo unas horas cada día, de cuatro a diez de la noche, detenía el volkswagen frente a su casa (aunque esto era un decir, era un departamento al frente de una fila interminable de otros todavía más pequeños y que semejaban una vecindad, y además no era suya, sino de sus padres, y tampoco de ellos, porque la alquilaban y siempre andaban atrasados con el pago de


Скачать книгу