A la salud de la serpiente. Tomo II. Gustavo Sainz

A la salud de la serpiente. Tomo II - Gustavo Sainz


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callaba porque estaba tan ausente, y se refugiaba escribiendo, y como no podía con la novela inició un guión de cine que podría llegar a vender, sobre todo si lo ayudaba su antiguo amigo Macotela, que estaba relacionado con productores particulares y estatales, Viviana tratando de corregir la primera versión, prometiéndole hacerla lucir, relucir, oigo el grito perdido del que vende silencio, decía, porque ahora el fulgor del instante, hay que conjugar acantilado hasta el fin de vocablo alrededor de las pagazas, ¿por qué sin estrofas de almíbar son músicos igual, tantos qués móviles que gravitar?, es lo único que me asemeja al quehacer imperecedero del Manco de Lepanto explicaba él, un poco harto de tanta faramalla, pero a la vez seducido por su amor surrealista, cortazariano, girondiano, paciente en su impaciencia, como esperando un entendimiento que si no estaba allí iba a llegar, seguro que iba a llegar, y ella reía, sí, reía cada vez que él hablaba, a lo mejor le resultaba incomprensible por compensación, demasiado escueto, desprovisto de retórica, de barroquismos, de churriguerías y sonreía, sí, reía, se rascaba, se levantaba, meneaba, inclinaba, hacía como si, repetía, iba, estornudaba, decía, bostezaba, farfullaba, alzaba los pies, tomaba asiento, bebía, se quejaba, cerraba los ojos, los guiñaba, pedía, sonreía, sacudía la cabeza, esbozaba una leve inclinación, levantaba el dedo meñique, jadeaba, estiraba las piernas, lo miraba, hacía un amago de caricia, replicaba, entretejía sus manos, chasqueaba los dedos, se enderezaba, gruñía, respondía puntualmente, estornudaba, se aquietaba, ceceó, ­consagró, cubileteó, volvió a toser y a estornudar, abría mucho los grandes ojos, se pasaba los dedos por un lado de su nariz, en fin, y por las noches acostumbraba hojear la libreta adonde el Personaje que no Escupía en las Escupideras llevaba el control del coche porque, de pronto, si Viviana se encontraba un espacio inesperado, un desliz, en cualquier parte de cualquier cuaderno o libro o margen, la sorpresa del poema, como si sólo pudiera ser coherente escribiendo,

      Prendidos de la mano corríamos

      y te veía

      entre ojo y mirada

      fugaz embebecida

      Andaba sola y te buscaba

      ayer en tu casa

      hoy en tu sonrisa

      es que sentía tus pasos en mis pies

      y tus dientes en mi boca…

      Te pedía la sed

      y lloraste el desierto

      comiendo tu hambre

      tragaba nuestras lágrimas

      Prendidos de la mirada

      la cambiamos

      y te fugabas

      ya no te veía

      entre ojos apretados

      Ahora queremos preguntarte

      si rechina mi carcajada entre tus dientes

      O

      si te reías con mi boca

      luego venía el cumpleaños de la hermana del Personaje que no Escupía en las Escupideras, la misma noche que bazuquearon la puerta de San Ildefonso, y entonces quedaba de nuevo enfrentado al estrépito de esos días, los granaderos a caballo saltando sobre su coche para ir a reprimir una manifestación, los eternos embotellamientos de tránsito, muchachos y muchachas asustadísimos, iracundos y asustadísimos, el desquiciamiento del orden, los gritos, las bardas pintadas, gente que corría, miedo, inscripciones sobre las bancas de Paseo de la Reforma, especialmente aquella que decía la juventud estará tranquila cuando esté colgado el último gra­nadero con las tripas del último gorila, a la mañana siguiente despertando con un tremendo dolor de cabeza y buena dosis de melancolía y confusión, o de confusión melancólica e ira sulfurante, no quería salir pero tampoco quería prestarle el coche a Viviana, era peligroso, de pronto se salía de sí misma y era capaz de soltar el volante y dejar que el volkswagen siguiera solo, aunque también le gustaba que Viviana saliera, que se enfrentara a los perdón y los compermiso y los buenos días y los ¿me da su hora por favor?, o ¿sabe dónde queda tal calle?, de todos los días, y la soledad realmente le gustaba, y le gustaba en aquella época aún más, pero ella mostraba el lado oscuro de su temperamento, la inconsistencia de su comprensión (la cara engarruñada), su carácter confuso y egoísta (carajo), y terminaba encerrándose en el baño, abrumada, llorando la injusticia, y el Personaje que no Escupía en las Escupideras hablaba con Lourdes por teléfono y se pasaban horas platicando, o tomaba un libro, Giles Goat Boy digamos, y trataba de leerlo, pero no pasaba de las primeras páginas, adonde los editores le decían a John Barth lo mal que escribía y la porquería de novela que había hecho, y el resto del tiempo se quedaba balanceándose en su mecedora, sin hacer nada, oyendo de vez en cuando a los Beatles y mirando hacia afuera, por las ventanas que daban a un patio amplio lleno de basura, escuchando a lo lejos el vocerío de los manifestantes que de vez en cuando, rítmicamente, frecuentemente, se organizaban, ponían de acuerdo y le mentaban la madre a los funcionarios públicos, luego otra imagen, como en los sueños, con luz crepuscular un anochecer en el Distrito Federal, es decir, nubes bajas, polvo, ruido, contaminación, Lourdes saliendo con su mamá a comprar el pan y al volver con la bolsa agradablemente caliente y olorosa a bolillos recién horneados en las manos fueron detenidas y subidas a un camión escolar (bueno, un camión pintado color naranja, pero utilizado para transportar parapolicías y llevarse a multitud de detenidos), que se puso en marcha poco después atiborrado de adolescentes azorados, de modo que no verían las señales luminosas en el cielo (como en Vietnam), ni a los soldados, ni a los miembros del Batallón Olimpia cargar contra la multitud tan desprevenida como desarmada, ni los tanques, ni los helicópteros, ni las ametralladoras, ni los guantes blancos, ni los gritos, ni la sangre, ni los heridos, ni los cadáveres, ni las carreras, ni las órdenes de exterminio, ni las caídas, ni los innumerables zapatos perdidos, ni las quejas, ni las mentadas, ni supieron adónde las habían llevado, una celda angosta que compartían con otras mujeres, de lejos venía cierto olor a establo y entendieron todavía menos cuando empezaron a pasar los días y no las dejaban salir, tampoco las enjuiciaban ni abusaban de ellas, la comida era mala y con un candor inigualable pensaron que una dieta no les vendría mal, pero empezaron a perder el equilibrio físico y mental cuando supusieron que habían estado allí, que las habían mantenido allí no dos o tres meses, sino quince o veinte meses, imposible saber qué día era, de qué mes, de que año, de qué planeta, de qué Historia, asimila tu largo latido óseo y desarticula el jadeo en sus detalles, decía Viviana, la tarde del pan caliente y la detención tan injusta como sorpresiva, el papá de Lourdes no podía llegar a su casa, los semáforos no funcionaban, estaba lloviznando, venció toda clase de dificultades, pasó barricadas, se identificó ante el cordón policial (¿o eran soldados vestidos de civil?), y empezó a sospechar algo malo cuando comenzó a subir los escalones llenos de agua, encharcados a cada paso (el elevador no funcionaba), y lo peor, cuando una luz de linterna eléctrica en el segundo piso lo llevó a dudar y alargó la mano para tocar el agua del suelo y era demasiado espesa y pegosteosa y sobre todo demasiado guinda ¿o roja?, y corrió hasta su departamento y encontró la puerta derribada, pedazos de estuco por todas partes, porciones de la pared desprendidas, como arrancadas con zapapicos, los muebles rotos, los vidrios rotos, todo revuelto como si hubieran ido a buscar algo, histéricamente hubieran buscado algo demasiado importante o valioso o peligroso, los cajones desprendidos de los armarios y los escritorios, volcados hacia abajo, y en el cuarto de baño, en el pequeñísimo cuarto de baño había sangre, una como mano de larguísimos dedos rojos embarrada en la pared y que al parecer pertenecía a un cuerpo que había sido arrastrado por la sala y el comedor y el quicio de la puerta y las escaleras afuera, y además el sonido de las sirenas policiales, o de las ambulancias, luces rotatorias, luces tintineantes, luces rojas y blancas y azules y blancas, y las órdenes allá abajo, varios pisos abajo, y los soldados en retirada, o reorganizándose a marchas forzadas, pateando con fuerza el suelo de su patria, los cláxones y él enmarañado, tratando de sentarse en el suelo de lo que había sido la recámara conyugal, y tratando de ponerse a llorar, de abandonarse a un llanto convulso y estéril, luego el insomnio y la búsqueda desesperada por hospitales y delegaciones y cárceles y cruces y cuarteles, hospicios, casas de beneficencia, asilos, clínicas privadas, casas de amigos


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