Muchacho en llamas. Gustavo Sainz

Muchacho en llamas - Gustavo Sainz


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alzaste los hombros.

      —¿Has pecado mucho? —preguntó Temístocles.

      —A nuestra edad no atreverse es lo peor —dijo La Fontaine.

      —Yo tengo un pecado nuevo —bolereó Sullivan.

      —Hipócritas… —gruñó Mazarika.

      —O payasos…

      —Solamente por el pecado, con el pecado, puede alcanzarse la gracia, cierta gracia, cierta noción de armonía —concluí.

      Algunos aplaudieron. Temístocles protestó.

      —Felices los pecadores porque ellos serán perdonados —dijo alguien que nadie conocía.

      —Quiero decir —dijiste subiendo el tono de voz—, me gustaría, yo sé que mentalmente, no sé cómo decirlo… ¡Déjenme hablar, por favor!

      La hija de la sirvienta hubiera tenido vergüenza y la cara sudando y roja. La hija de la sirvienta se espanta de todo. Estaría temblando…

      —Queremos saber qué te hicieron —ordenó Herodotita—, qué sentiste ¿eh? ¡Queremos saberlo todo…!

      —Empezó en su casa —empezaste, subiendo los hombros otra vez como para indicar que no te importaba—. Debía llenar a máquina mi solicitud de inscripción. Los dos nos sentíamos inquietos ante semejante soledad, nerviosos, pues no había nadie por allí, pero no sabíamos cómo empezar. Al llegar a mi nombre dijo ¿cómo te llamas? Y respondí La Que Tiene La Culpa De Todo y apuntó eso, la-que-tiene-la-culpa-de-todo, no sé si adrede o automáticamente, no importa, y tuvo que levantarse para buscar una goma. Pero me vio como si me viera por primera vez y quién sabe cómo nos enredamos y empezamos a besarnos. Primero los besos, ya saben, y las manos por todas partes. Les digo que es demasiado fácil…

      Su rostro se perdió en la oscuridad y yo me dormí pensando en esas cosas.

      Acostado, con los zapatos como almohadas y las manos sobre el pecho, estuve mirando a través de las rejas el foco que nos ilumina desde el pasillo. En poco tiempo, me bastaba cerrar los ojos para tener muchos focos particulares y tiritantes.

      —Dentro de media hora nos llamarán para la tira —dijo Cañas.

      —¿Qué es eso?

      —Suplicio, mano. Nos calientan golpeándonos en el estómago, o metiéndonos agua de Tehuacán a presión por los poros de la nariz… Uno confiesa hasta lo que no…

      —Pero a mí no pueden hacerme eso…

      —¿Cómo chinga’os no? Fíjese ¿no está aquí por no poder pagar una cuenta? Y eso no es delito. Entonces está aquí para ser usado como chivo expiatorio. Le van a inventar los delitos. A Baldomero lo amarraron a una cama y le hicieron confesar que había matado a una mujer. Y ése era el otro, el que estaba en tu lugar y que antier mandaron para las Islas Marías. Este pendejo se impresionó tanto que hasta lo dijo, para que dejaran de joderlo. Y en realidad a él lo agarraron por asaltar una panadería. Fíjate nada más, si el cabrón es un pinche principante…

      Me sentí incómodo y quise refugiarme en el sueño.

      La tía de Tatiana entró en su recámara cuando ella acomodaba unos ganchos en el clóset. La tía abrió los cajones, se agachó bajo la cama y encontró la libreta mientras Tatiana se cubría la boca temblando (podía ver todo por la rendija que dejaba la puerta del clóset entreabierta, o casi todo). La tía llamó a su hermana evangelista y se sentó en la cama enigmática, frunciendo los catorce pliegues de su frente, persignándose. Tatiana quería saber qué hacían y movía su cabeza a lo largo de la línea de luz vertical. (Anotaba todo en su Diario, escribiendo en él hasta muy noche. Lo escondía bajo la cama en cuanto oía ruidos. Con frecuencia suprimía las comas, los puntos, las mayúsculas, las eses y las bes grandes.)

      —Distraen mi sinceridad —se disculpaba.

      —Escucha —las tías estaban frente a la ventana—. Querido Sofocles: ¿sabes lo que es sentirse mujer? ¿No? No, supongo que no tienes ni idea ¿verdad? Pero déjame que trate de explicártelo, sí, vas a ver… —se sorprendió al oír sus palabras en la voz que sólo se oía para salmos—. ¡Ave María Purísima!…

      —Jehová nos salve…

      —Y esto, escucha esto… —seguía la tía católica con el cuaderno muy cerca de la cara—. Sentirse mujer significa dejar salir desde regiones muy profundas, sentimientos desconocidos, que pocas veces han tenido contacto con la realidad de afuera…

      Tatiana quería ahogarse en la ropa. Ya no podía verlas.

      —Sentirse mujer es acariciar la cara de un hombre, y dejar en su piel la sensación de que más que la caricia de una mano, es el mismo espíritu el que corre por su boca, el que se pierde en sus oídos y se refleja en sus ojos…

      Comenzó a llorar de vergüenza.

      —Sentirse mujer quiere decir que un suspiro mudo se escucha sin cesar la pugna grande del alma que se debate en las entrañas por difundirse en el aire mismo que la engendró…

      Pensó que huyendo solucionaba todo.

      Su tía leía:

      —Sentirse mujer es convertir la ruta por la que marcha el tiempo en un camino exótico y maravilloso en el que la vida, por instantes, no sigue, sino que se detiene ante el asombro de un mundo nuevo, que se cobija al calor de los segundos y que finalmente, perezosa, advierte que tiene que seguir…

      Chocó contra la puerta. Las tías no se inmutaron.

      —Sentirse mujer es encontrar en la sonrisa de un hombre la recompensa suficiente para cuando se da mucho; es ahogar la conciencia bajo un mar de locura feliz, aunque se sabe que al salir de nuevo nos lo van a reprochar; es aprisionar entre los labios la palabra “bésame” con tanta fuerza que se rompe como burbuja mágica y baña todo el cuerpo…— se alcanzaba a oír por el pasillo—. Esto es, querido Sofocles, e infinitas cosas más, sentirse mujer, y todo esto ayer, gracias a ti, lo sentí yo…

      Sólo en la calle no se oía más.

      Fue hasta mi casa. Nunca antes la había visto llorar: la boca más grande, los ojos rojos y gastados, la respiración anhelante. Yo repetía un estribillo que más o menos era:

      —No te preocupes. No pasará nada.

      Quería decir algo más consistente. Hubiera querido… Pero no lo sabía.

      De improviso corrió otra vez, sin decir nada, haciendo patente que mis palabras eran inútiles. Yo me quedé allí, apoyado en la pared, sin poder seguirla porque mi corazón me dolía. Bueno, era como si me doliera.

      Tenía las manos en la nuca y estaba extendido en un catre de cemento. Eran las dos y media de la madrugada, pero esto lo supe hasta después.

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