Muchacho en llamas. Gustavo Sainz

Muchacho en llamas - Gustavo Sainz


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entienden el cariño y malinterpretan la fidelidad. Estoy seguro que ella debe haberme denunciado y estoy aquí por extorsión o por proxeneta. No sé. Debí haberle marcado la cara…

      Con papel periódico me hice un vasito para cuando pasara la comida: un caldo grasoso y dos bolillos grandes, de los que hacían los presos panaderos. Baldomero tenía un platito; Cañas, una taza de peltre.

      Eran las tres de la tarde y nos sacaron a caminar al patio durante quince minutos. Hasta la tarde del día siguiente hubo otro alimento.

      —Soy estudiante —conté después, contradiciéndome—, aunque hace más de un año no he vuelto a la escuela. Y estoy aquí porque compré unos libros a crédito, a Editorial Aguilar, y me atrasé en los pagos, aunque en realidad nunca llegaron a cobrarme y aún es hora que estoy esperando que me cobren por primera vez. Dicen que me negué al embargo, pero me cae que no es cierto. El juez que firmó el arresto debe de tener una iguala con la editorial o con su departamento de crédito, de otra manera no me explico su proceder…

      —Si deber no es delito —proclamó Cañas.

      Su historia era sencilla. Semanas de vacaciones entre largos años de cárcel, en Lecumberri, en el Carmen, en las Islas Marías… Baldomero era un soplón y nadie lo quería. Intenté comprenderlo. No podíamos hacer nada que no fuera platicar, odiar juntos y con ­palabras a los policías, al poder y sus organizaciones, al sistema y todo lo que implicaba libertad restringida…

      Yo jugaba con mis agujetas.

      Estaba haciendo un corazón, Tatiana. ¡Hubieras ido a ver mi corazón!

      Olvidaron quitármelas: era el único prisionero que las tenía.

      No jactarse.

      Supongamos que el miércoles por la noche me liberaron. Las muchachas pagarían la fianza y se responsabilizarían por mi conducta. Recordaré los gritos de los presos cuando me burlaba de ellos, afuera, despidiéndome como si tuviera un pañuelo y haciendo muecas. Pasaría frente al mostrador y la enorme reja. Hablaría por teléfono con mis amigos, y más tarde iría al bautizo de una adolescente japonesa que nos llegaba casi nuevecita. La bañaríamos en vino en el salón grande y yo descorcharía las botellas con un cuchillo demasiado filoso porque el sacacorchos se habría perdido.

      Sería como si la casa estuviera llena de niños que se morían por ver si lo tenía al revés. Fue como si me tropezara con uno de ellos y mirara todo desde el suelo. Ella pegosteosa de vino, con un bikini del mismo color del sillón adonde estaba sentada, pintándose los labios con la ayuda de un espejo de mano, el espejito en la mano izquierda, el lápiz labial en la derecha, quieta por un momento, como fotografiada, alerta ante el asombro de estar en medio de algo que iba a perder para siempre.

      Creo que sonreiría.

      Guardé el vaso de papel mojado en grasa coloreada. Después, abriendo la llave del lavabo salpiqué a Cañas, por accidente. Era la primera vez, las demás ya sabía que bastaba mover imperceptiblemente esa llave para que saliera el agua vigorosa e incontenible.

      Me lavé y sequé mis manos contra el pantalón (llenas de vino agriado y de sangre). Deseaba estar cómodo y me acosté en la cama de arriba, con los pies apoyados en la reja. Comencé a jugar con mis agujetas, a darme supuestos latigazos en mis zapatos llenos de polvo, en los muslos, en la mano izquierda.

      Era un día de Año Nuevo y Tatiana y yo fuimos hasta la iglesia. Subimos al campanario. Tatiana escupía sobre los mantos que cubrían las cabezas de las fieles. Brinqué hacia las cúpulas, descomunales senos de cemento y piedra. Entonces Tatiana bajó por la escalera de madera que da vueltas y vueltas, y al llegar al atrio se mareó. La alcancé cuando decía Fidel Castro Fidel Castro delante de una imagen de madera barbuda, como alucinada. Las ancianas siseaban, pedían silencio. Mientras ella rezaba Audrey Hepburn Audrey Hepburn delante de una virgen. Misericordiosamente un hombre me ayudó. La llevamos a casa, desmayada, el vestido manchado entre las piernas por un poco de sangre.

      Me incorporo sobre la cama de cemento. De lejos vienen los cuicos pasando lista. Gritaban el primer apellido, el paterno, y uno debía contestar con el segundo, con el materno. Escondí las agujetas y esperé a que pasaran para poder dormir.

      —Humberto Cañas…

      —Peláez…

      —Baldomero Vélez…

      —Ovando…

      —¿Falta alguno?

      —Yo.

      —¿Cómo se llama?

      —Sofocles…

      —¿Sófocles qué?

      —Sofocles por favor, Sofocles Alejo Díaz…

      —Sí, aquí está —dijo el policía anotando algo—, está bien, todo bien…

      Ladró otros nombres cerca de la celda 16. Mucho rato los escuchamos, cada vez más lejos. Cada nombre me recordaba algo, algún amigo, algún enemigo (entonces me reía). Alguien se llamaba Tatiana y alguien Herodotita y también Temístocles. Y también estaban Monsiváis y Alejandro Dumas, y Maimónides y Edgar Allan y Emmanuel Carballo y Mazarika y Molière. Yo llegaba a mi casa junto con Temístocles y mi madrastra dijo que nos habían ido a embargar.

      —Singularice por favor —dijo Temístocles.

      Que volverían en un momento.

      No levantarás falso testimonio ni mentirás.

      Moví las agujetas con deleite frente a mis ojos. En alguna parte, tal vez lejos de ahí, Quetzalcóatl enchufaba su rasuradora eléctrica en un baño público…

      ¿Verdad que pensabas deliberadamente en mí, Tatiana? Yo sonriendo de pronto y en cualquier parte, como el gato de Alicia en el país de las maravillas… Yo y mis primeros vellos en el bajo vientre, mi primer largo pelo en el centro del pecho, junto al corazón. Mis labios como un pantano dulce. ¿No es cierto, Tatiana?

      Una agujeta me la amarré al cuello, la otra me la enredé cuidadosamente en el dedo gordo de mi mano izquierda para recordar que debería llamar por teléfono…

      Pensabas en mí, Tatiana, y los peligros se esfumaban como por pase mágico.

      Una vez estabas dormida en tu cuarto y los demás te esperábamos jugando en la sala…

      También yo estaba aquí, en la celda incomunicada de los separos de la Policía Judicial, en el centro preciso de la ciudad de lava endurecida y ríos subterráneos…

      Casi me podrías ver sentado en el catre de cemento, mi cara-cebra por la sombra de los barrotes, pensando en ti…

      ¿Te bañabas aquella tarde? ¿Pensabas en el destino o en el origen del agua que recorría tu cuerpo?

      A Mazarika y a mí nos contaste con un poco de miedo que oías la voz del agua, que el agua te llamaba y te decía tómame, tócame, absórbeme o algo así…

      Tu tía católica protestaba por tu tardanza en la regadera…

      —Y basta mover la mano ¿saben? Y dar un par de vueltas a la llave y el agua se interrumpe, o cambia bruscamente de temperatura, de tono, de fuerza, de intensidad. Les juro que parece algo vivo, la voz del origen o algo parecido.

      Yo soy el agua, Tatiana…

      Esa mañana nos pasamos el tiempo viendo la cara de azúcar de Tatiana en el salón de clases. Yo no quería que lo supieran y les contaba algunas historias. La del caballo blanco de Abad y Queipo y el sastre inglés… La de Príapo, que la tenía tan grande como la columna del Ángel de la Independencia…

      Luego Tatiana pidió permiso de salir y la maestra negó con la cabeza.

      Ay, Tatiana-donde-todo-sucede: otra vez el pedido, su cara brillante de expectación.

      —Huele a farmacia —dijo La Fontaine.

      —Ya pasó todo… —dijiste.


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