Historia trágico-marítima. Bernardo Gomes de Brito

Historia trágico-marítima - Bernardo Gomes de Brito


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a su amigo el rey. Fue Pantaleão de Sá con los veinte hombres y quinientos cafres y sus capitanes, y volvieron atrás seis leguas por donde ellos ya habían pasado, y pelearon con un cafre que andaba levantado y le tomaron todo el ganado, que son sus despojos, y lo trajeron al campamento donde estaba Manuel de Sousa con el rey; y en esto gastaron cinco o seis días.

      Después de que Pantaleão de Sá vino de aquella guerra en que fue a ayudar al rey, y la gente que con él fue, y descansó del trabajo que allá habían tenido, volvió el capitán a hacer un consejo sobre la determinación de su partida, y fue tan débil que asentaron que debían caminar y buscar aquel río de Lourenço Marques, y no sabían que estaban en él. Y porque este río es el de la Aguada da Boa Paz, con tres brazos que todos vienen a entrar al mar en una desembocadura, y ellos estaban en el primero, y a pesar de que vieron ahí una gota roja, que era señal de que ya habían venido ahí portugueses, los cegó su suerte, porque no quisieron sino caminar adelante. Y como tenían que pasar el río y no podía ser sino en canoas, por ser este grande, quiso el capitán ver si podía tomar siete u ocho que estaban aseguradas con cadenas, para pasar en ellas el río, que el rey no les quería dar porque a toda costa buscaba que no pasaran, por los deseos que tenía de tenerlos consigo. Para esto mandó a algunos hombres a ver si podían tomar las canoas, dos de los cuales vinieron y dijeron que les era difícil que se pudiera lograr. Y los que se quedaron, ya con malicia, se hicieron con una de las canoas a la mano y se embarcaron en ella, y se fueron río abajo y dejaron a su capitán. Y al ver este que de ninguna manera iba a pasar el río sino por voluntad del rey, le pidió que lo mandara pasar a la otra orilla en sus canoas, y que le pagaría bien a la gente que los llevara; y para contentarlo le dio algunas de sus armas para que lo dejara y lo mandara pasar.

      Entonces el rey en persona con él, estando los portugueses recelosos de alguna traición al pasar el río, le rogó al capitán Manuel de Sousa que se regresara al lugar con su gente, y que lo dejara pasar libremente con la suya, y que se quedaran solamente los negros de las canoas. Y como en el rey negro no había malicia, sino que los ayudaba en lo que podía, fue cosa sencilla lograr que volviera a su lugar, y rápido se fue y dejó pasar libremente. Entonces mandó Manuel de Sousa pasar a treinta hombres a la otra orilla en las canoas, con tres espingardas; y en cuanto los treinta hombres estuvieron en la otra orilla, el capitán, su mujer y sus hijos pasaron hacia allá, y después de ellos la otra gente; y hasta entonces nunca fueron robados y de inmediato se pusieron en orden a caminar.

      Haría cinco días que caminaban hacia el segundo río y habrían andado veinte leguas, cuando llegaron al río de en medio, y allí encontraron negros que los encaminaron hacia el mar, y esto era ya al ponerse el sol. Cuando estaban al margen del río, vieron dos canoas grandes y allí asentaron el campamento, en arena donde durmieron aquella noche. Este río era salado y no había ninguna agua dulce alrededor, sino una que les quedaba atrás. Y de noche fue la sed tan grande en el campamento, que se habrían de perder. Manuel de Sousa mandó buscar algo de agua, pero no hubo quien quisiera ir por menos de cien cruzados por cada caldero, y los mandó buscar, y cada uno costaba doscientos, pero si no lo hacía así, no se habría podido valer.

      El comer era tan poco, como atrás digo; la sed era de esta manera, porque quería Nuestro Señor que el agua les sirviera de sustento. Estando en aquel campamento, al día siguiente, cerca de la noche, vieron llegar las tres canoas de negros que les dijeron, por medio de una negra del campamento que comenzaba ya a entender alguna cosa, que allí había venido un navío de hombres como ellos y que ya se había ido. Entonces les mandó decir Manuel de Sousa si los querían pasar a la otra orilla y los negros respondieron que ya era noche (porque los cafres no hacen nada de noche), que al día siguiente los pasarían si les pagaban. Como amaneció, vinieron los negros con cuatro canoas y, sobre el precio de unos cuantos clavos, comenzaron a pasar a la gente. Pasó primero el capitán y alguna gente para guardia del paso, embarcándose en una canoa con su mujer y sus hijos, para desde la otra orilla esperar al resto de su compañía; y con él iban las otras tres canoas cargadas de gente.

      También se dice que el capitán venía ya para aquel tiempo maltratado del seso, por la mucha vigilancia y el mucho trabajo que cargó en él, siempre más que en todos los demás. Y por venir ya de esta manera y pensar que los negros le querían hacer alguna traición, echó mano de la espada y la desenvainó hacia los negros que iban remando diciéndoles:

      —Perros, ¿para dónde me llevan?

      Al ver los negros la espada desenvainada, saltaron al mar y allí estuvo en riesgo de perderse. Entonces le dijo su mujer y algunos que con ellos iban que no les hiciera mal a los negros, que se perderían. En verdad, quien conociera a Manuel de Sousa y supiera de su sensatez y afabilidad, y le viera hacer esto, bien podría decir que ya no iba en su sano juicio, porque era sensato y considerado. Y de allí para adelante, quedó de manera que nunca más gobernó a su gente como hasta allí lo había hecho. Y al llegar a la otra orilla, se quejó mucho de la cabeza y en ella le ataron toallas, y allí se volvieron a juntar todos.

      Cuando estaba ya en la otra orilla para comenzar a caminar, vieron un grupo de cafres, y al verlos se pusieron en son de pelea, pensando que venían a robarlos; y llegando cerca de nuestra gente, comenzaron a hablar unos con los otros, preguntándoles los cafres a los nuestros quiénes eran, qué buscaban. Les respondieron que eran cristianos, que se habían perdido en una nao y que les rogaban que los guiaran a un río grande que estaba más adelante y que, si tenían provisiones, que se las trajeran y las comprarían. Y por una cafre que era de Sofala, les dijeron los negros que si querían provisiones, que fueran con ellos a un lugar donde estaba su rey, que les haría mucho regalo. Para este tiempo, serían aún ciento veinte personas, y ya entonces D. Leonor era una de las que caminaba a pie, y a pesar de ser una mujer hidalga, delicada y moza, venía por aquellos ásperos caminos tan trabajosos como cualquier robusto hombre del campo, y muchas veces consolaba a las de su compañía, y ayudaba a traer a sus hijos. Esto fue después de que no hubo esclavos para las andas en las que venía. Parece verdaderamente que la gracia de Nuestro Señor aquí auxiliaba, porque, sin ella, no podría una mujer tan débil y tan poco acostumbrada a los trabajos andar tan largos y ásperos caminos, y siempre con tantas hambres y sedes, que ya entonces pasaban de trescientas leguas las que habían andado, debido a los grandes rodeos.

      Volviendo a la historia: después de que el capitán y su compañía entendieron que el rey estaba cerca de ahí, tomaron a los cafres por sus guías y, con mucha prudencia, caminaron con ellos hacia el lugar que les decían, con tanta hambre y sed como Dios sabe. De allí al lugar donde estaba el rey había una legua. Al llegar, les mandó decir el cafre que no entraran en el lugar, porque es cosa que ellos mucho esconden, pero que se fueran a poner junto a unos árboles que les mostraron y que allí les mandaría dar de comer. Manuel de Sousa lo hizo así, como hombre que estaba en tierra ajena y que no sabía tanto de los cafres como ahora sabemos por esta perdición y por la de la nao S. Bento, que cien hombres de espingarda atravesarían toda la Cafrería,29 porque mayor miedo tienen de estas que del mismo demonio.

      Después de estar así protegidos a la sombra de los árboles, les comenzó a venir algún sustento por su rescate de los clavos. Y allí estuvieron cinco días, pareciéndoles que podrían estar hasta venir navío para la India, y así se lo decían los negros. Entonces pidió Manuel de Sousa una casa al rey cafre para resguardarse con su mujer y sus hijos. Le respondió el cafre que se la daría, pero que su gente no podía estar allí junta, porque no podría mantenerse ya que había falta de alimento en esa tierra, que se quedara él con su mujer y sus hijos con algunas personas que él quisiera y la otra gente se repartiera por los lugares, que él le mandaría dar alimentos y casas hasta que viniera algún navío. Esto era la perversidad del rey, según parece, por lo que después les hizo; por donde está clara la razón que dije, que los cafres tienen gran miedo de espingardas; porque como los portugueses tenían solo cinco y hasta ciento veinte hombres, el cafre no se atrevió a pelear con ellos, y a fin de robarlos los apartó a unos de los otros por muchos lados, como hombres que estaban tan cercanos a la muerte por hambre; y sin saber cuánto mejor habría sido no apartarse, se entregaron a la fortuna e hicieron la voluntad de aquel rey que trataba su perdición, y nunca quisieron tomar el consejo del rey amigo, que les hablaba con la verdad y les hizo el bien que pudo. Y por aquí verán los hombres cómo nunca han de decir ni hacer


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