Historia trágico-marítima. Bernardo Gomes de Brito

Historia trágico-marítima - Bernardo Gomes de Brito


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de Sousa en que los portugueses se dividieran en diversas aldeas y lugares, para que se pudieran mantener, le dijo también que él tenía allí capitanes suyos que llevarían a su gente, a saber, cada uno los que le entregaran para darles de comer; y esto no podía ser sino cuando él les mandara a los portugueses que dejaran las armas, porque los cafres tenían miedo de ellos cuando las veían, y que él las mandaría meter en una casa para dárselas cuando viniera el navío de los portugueses.

      Como Manuel de Sousa ya entonces andaba muy enfermo y fuera de su perfecto juicio, no respondió como habría hecho estando en su entendimiento; respondió que él hablaría con los suyos. Pero como fuera llegada la hora en que había de ser robado, habló con ellos y les dijo que no pasaría de allí, de una u otra manera buscaría remedio para el navío, u otro cualquiera que Nuestro Señor de él ordenara, porque aquel río en el que estaban era de Lourenço Marques, y su piloto André Vaz así se lo decía; que quien quisiera pasar de allí que lo podría hacer si bien le pareciera, pero que él no podía, por amor a su mujer y a sus hijos, que venía ya muy debilitado de los grandes trabajos, que no podía ya caminar ni tenía esclavos que lo ayudaran. Y, por lo tanto, su determinación era terminar con su familia cuando Dios de eso fuera servido; y que les pedía que, los que de allí pasaran y encontraran alguna embarcación de portugueses, que le trajeran o mandaran las nuevas; y los que allí se quisieran quedar con él lo podrían hacer, y por donde él pasara pasarían ellos. Y, sin embargo, para que los negros se fiaran de ellos y no fueran a pensar que eran ladrones que andaban robando, que era necesario que entregaran las armas para remediar tanta desventura como el hambre que tenían hacía tanto tiempo. Y ya entonces el parecer de Manuel de Sousa y de los que con él lo consintieron no era de personas que estaban en sí, porque si bien hubieran mirado, mientras tuvieron las armas consigo nunca los negros se les acercaron. Entonces mandó el capitán que depusieran las armas en que, después de Dios, estaba su salvación; y contra la voluntad de algunos, y mucho más contra la de D. Leonor, las entregaron; pero no hubo quien lo contradijera sino ella, aunque poco le aprovechó. Entonces dijo:

      —Vos entregáis las armas; ahora me doy por perdida con toda esta gente.

      Los negros tomaron las armas y las llevaron a casa del rey cafre.

      En cuanto los cafres vieron a los portugueses sin armas, como ya habían concertado la traición, los comenzaron de inmediato a apartar y a robar, y los llevaron por esos campos a cada uno como le caía la suerte. Y acabando de llegar a los lugares, los llevaban, ya desvestidos, sin dejarles sobre sí cosa alguna, y con muchos golpes los lanzaban fuera de las aldeas. En esta compañía no iba Manuel de Sousa, que con su mujer y sus hijos y con el piloto André Vaz y obra de veinte personas, se habían quedado con el rey, porque traían muchas joyas, rica pedrería y dinero; y afirman que lo que esta compañía trajo hasta allí valía más de cien mil cruzados. Cuando Manuel de Sousa, con su mujer y con aquellas veinte personas, fue apartado de la gente, de inmediato les robaron todo lo que traían, solo no los desvistieron; y el rey le dijo que se fueran en busca de los de su compañía, que no quería hacerles más mal ni tocar su persona ni la de su mujer. Cuando Manuel de Sousa esto vio, bien que se habría acordado de cuán gran error había cometido en dar las armas; y era fuerza hacer lo que le mandaban, pues no estaba más en su mano.

      Los otros compañeros, que eran noventa, en los que entraba Pantaleão de Sá y otros tres hidalgos, aunque todos fueron apartados unos de otros, pocos y pocos, según se acertaran, después de que fueron robados y desvestidos por los cafres a quienes fueron entregados por el rey, se volvieron a juntar porque estaban cerca unos de otros, y juntos, muy maltratados y muy tristes, faltándoles las armas, los vestidos y dinero para el rescate de su sustento, y sin su capitán, comenzaron a caminar.

      Y como ya no llevaban figura de hombres ni quien los gobernara, iban sin orden, por caminos desiguales: unos por los campos, otros por las sierras se acabaron de esparcir, y ya entonces cada uno se ocupaba de aquello con lo que le parecía que podía salvar la vida, fuera entre cafres, fuera entre moros, porque ya entonces no tenían consejo ni quien los juntase para eso. Y como hombres que andaban ya del todo perdidos, dejaré de hablar de ellos y volveré a Manuel de Sousa y a la desdichada de su mujer y sus hijos.

      Viéndose Manuel de Sousa robado y echado por el rey, y que fuera a buscar a los de su compañía, y que ya entonces no tenía dinero ni armas ni gente para tomarlas, y dado que hacía días que ya venía enfermo de la cabeza, sintió sin embargo mucho esta afrenta. ¿Pues qué se puede imaginar de una mujer muy delicada, viéndose en tantos trabajos y con tantas necesidades, y, sobre todas, ver a su marido delante de sí tan maltratado y que no podía ya gobernar ni mirar por sus hijos? Pero, como mujer de buen juicio, con el parecer de esos hombres que aún tenía consigo, comenzaron a caminar por esos campos, sin ningún remedio, ni fundamento, solamente en el de Dios. En este tiempo aún estaba André Vaz, el piloto, en su compañía, y el contramaestre, que nunca la dejó, y una mujer o dos, portuguesas, y algunas esclavas. Yendo así caminando, les pareció buen consejo seguir a los noventa hombres que iban adelante, robados, y hacía dos días que caminaban siguiendo sus pisadas. Y D. Leonor ya iba tan débil, tan triste y desconsolada por ver a su marido en la manera en la que iba y por verse apartada de la otra gente, y tener por imposible poder juntarse con ellos, ¡que imaginar bien esto es cosa para quebrar los corazones! Yendo así caminando, volvieron otra vez los cafres a atacarlo y a su mujer y a esos pocos que iban en su compañía, y allí los desvistieron sin dejarles sobre sí cosa alguna. Viéndose ambos de esta manera, con dos niños muy tiernos delante de ellos, dieron gracias a Nuestro Señor.

      Aquí dicen que D. Leonor no se dejaba desvestir y que con puñetazos y bofetadas se defendía, porque estaba de tal manera que antes quería que la mataran los cafres que verse desnuda frente a los demás; y no hay duda que ahí pronto acabara su vida, si no fuera por Manuel de Sousa, que le rogó que se dejara desvestir, que le recordaba que habían nacido desnudos y que pues Dios de aquello era servido, que lo fuera ella. Uno de los grandes trabajos que sentían era ver dos niños pequeños, sus hijos, llorando frente a ellos, pidiendo de comer, sin poderlos amparar. Y viéndose D. Leonor desvestida, se lanzó de inmediato al suelo y se cubrió toda con sus cabellos, que eran muy largos, e hizo un hoyo en la arena, donde se metió hasta la cintura sin más levantarse de ahí. Manuel de Sousa se aproximó entonces a una vieja, su aya, a la que aún le había quedado una mantilla rota y se la pidió para cubrir a D. Leonor, y se la dio; sin embargo, nunca más se quiso levantar de aquel lugar, donde se dejó caer cuando se vio desnuda.

      En verdad que no sé quién por esto pase sin gran lástima y tristeza. ¡Ver a una mujer tan noble, hija y mujer de hidalgos tan honrados, tan maltratada y con tan poca cortesía! Los hombres que estaban en su compañía, cuando vieron a Manuel de Sousa y a su mujer desvestidos, se apartaron de ellos un trecho por la vergüenza que tenían de ver así a su capitán y a D. Leonor. Entonces le dijo ella a André Vaz, el piloto:

      —Bien ven cómo estamos y que ya no podemos pasar de aquí y que acabaremos por nuestros pecados; váyanse, hagan por salvarse y encomiéndennos a Dios; y si van a la India o a Portugal en algún momento, digan cómo nos dejaron a Manuel de Sousa y a mí con mis hijos.

      Ellos, al ver que por su parte no podían remediar la fatiga de su capitán, ni la pobreza y miseria de su mujer e hijos, se fueron por esos campos, buscando remedio para la vida.

      Después de que André Vaz se apartó de Manuel de Sousa y su mujer, se quedaron con él Duarte Fernandes, contramaestre del galeón, y algunas esclavas, de las cuales se salvaron tres, que vinieron a Goa, que contaron cómo vieron morir a D. Leonor. Y Manuel de Sousa, a pesar de que estaba maltratado del juicio, no se olvidaba de la necesidad que su mujer y sus hijos pasaban de comer. Y aunque aún estaba tullido por una herida que los cafres le habían hecho en la pierna, así maltratado se fue al campo a buscar frutas para darles de comer; cuando volvió, encontró a D. Leonor muy débil, así del hambre como de llorar, porque después de que los cafres la desvistieran, nunca más de allí se paró ni dejó de llorar; y encontró a uno de los niños muerto, y con sus propias manos lo enterró en la arena. Al otro día volvió Manuel de Sousa al campo a buscar alguna fruta y, cuando volvió, encontró a D. Leonor muerta, y al otro niño, y sobre ella estaban llorando cinco esclavas con grandísimos gritos.

      Dicen que él


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