A la salud de la serpiente. Tomo I. Gustavo Sainz

A la salud de la serpiente. Tomo I - Gustavo Sainz


Скачать книгу
bajaba en la biblioteca o en Main Street para mirar las tiendas, para comprar The Paris Review y cuatro pares de calcetines, unas fundas para la almohada y cambiar una de las sábanas que le quedaba chica a su cama, o a sus camas, porque había cuatro camas en su departamento, y en la biblioteca había libros que no había visto nunca (y eso lo hacía extraña y perversamente feliz), por decir algo, la colección completa de los Anales de Buenos Aires, de El Hogar, de Sur, y también había copias de Gazapo, de La tumba, y hasta de Blas Ojeda, el primer libro de su amigo Ceballos Maldonado, tendría que escribirle, le iba a dar gusto saber eso, y en la tienda Penny’s había suéteres gruesos, pachones, geniales, por sólo 12 dólares, escribir entonces con morosidad al volver al departamento para estar solo, como quien cierra la puerta con doble llave y pone una tranca, escribir sobre su pequeño recorrido en beneficio de la nostalgia inmediata, y luego, por ejemplo, que extrañaba la comida y las calles resquebrajadas, irregulares y polvorientas de la ciudad de México, el parque Sullivan y las comidas con su amigo Otaola, la sagacidad y la malicia de Arquímedes Kastos y el relajo y la solidaridad del gran Polo Duarte, la oficina de Cinematografía, las preguntas incontestables de Pollo y Pillo, los papeles en perfecto orden sobre su escritorio en el departamento de Río Nazas 77-6, la señora Toña por ahí y, de repente, cuando ya creía haberla olvidado, como un fantasma, con cierta turbadora fuerza y claridad, como surgiendo de lo más lejano de su olvido, la risa barroca de Viviana ensayando pasos de danza frente a un espejo, la presencia desvaneciente de Viviana, sus vestidos y su desnudez, sus discos y sus increíbles maneras de bailar, de sentir el ritmo, de hablar, y sus senos y los chismes, sus olores, su firme­za, su lucha tan desesperada por la expresión artísti­ca, las tribulaciones de sus amigos de la escuela de danza, sus zapatillas tiradas al fondo de la cama, sus nalgas prominentes y casi sólidas, la perfección de sus muslos y su calor, esa temperatura tan extraordinaria que emanaba de ella, como si aquello que tan pacientemente creía haber extirpado de su vida siguiera existiendo, como si con todas esas operaciones, con toda esa distancia que él había logrado interponer entre los dos, no hubiera conseguido nada porque ella continuaba existiendo y él existía, los dos existían, continuaban existiendo por más que él tratara de ocultarlo bajo una serie de complicadas y cerebrales mentiras, soy un vidrio ultracoloreado en el Palacio Nacional de los Vidrios y la luz se dirige en cierto sentido al doble centro invertido de mi hospital insenescente y fugaz, por ejemplo, así hablaba Viviana, más o menos, y con ese recuerdo, al que iba unido el del timbre de su voz, ligeramente ronca, el olor de la refinería de Atzcapotzalco, cierto olor a podrido de algunas tardes en la ciudad de México, y los periódicos cotidianos, los muñequitos de los domingos, su colección de Tarzán y la del Príncipe Valiente, escribir entonces para consolarse, para estar acompañado, para establecer más y más lazos con el mundo, como quien iza el pañuelo blanco del naufragio para señalar que ahí está y debe ser rescatado, para corporeizar los recuerdos, escribir por ejemplo que se levantaba a veces sobresaltado y confuso al ver la hora, porque a veces dormía de más, y se bañaba apresuradamente y bajaba a tiempo para tomar el autobús de las 11:10, pero el autobús no pasó una mañana y entonces entró en el mercadito de la planta baja y gastó 2.40 en pan, queso, jamón, mostaza y un cuchillo, y subió al departamento a esperar desde allí el autobús de las 11:30 que tampoco llegó, hasta que se le ocurrió pensar que los fines de semana habría un orden distinto, era su primer fin de semana, y afortunadamente apareció Lindolf Bell, el melenudo poeta brasileño, y caminaron hasta el centro y El Personal y Admirado Amigo se compró un radio en 18 dólares que mantenía sonando casi siempre, y también compró otra cobija en 4, y tres manzanas, y lo mejor fue cuando detuvieron a una chica en la calle, una saludable adolescente de impresionante estatura y le preguntaron por el mercado, y ella los llevó a uno llamado “Yo También” y les dijo que odiaba a la gente, que odiaba especialmente los mercados y el consumo, que odiaba minuciosamente la comida y las reuniones familiares, odiaba los coches y a los que no tenían coche, y además talking is a load of shit, walking is a load of shit, decía, y al Personal y Admirado Amigo le gustaban sus labios, pero no había nada que no fuera un montón de mierda, the economy is a load of shit, knowledge is a load of shit, the planetary system is a load of shit, enjoyment is a load of shit, life is a load of shit, ambition is a load of shit y se enfurruñaba, pero bajo presión decía, ella era honesta, tenía 18 años, decía y no tenía vicios llenos de mierda decía, y se llamaba Cindy, aunque ese nombre no le gustaba, y sí, su padre y su madre estaban separados, ella vivía con unos primos lejanos y si los veía otra vez, ya pensaría si les iba a dar su número de teléfono, sólo que no se quiso ir sin preguntarles, además de su nacionalidad, su estado civil, su edad, sus nombres y su sueldo, I am fair, decía, that is clear, decía, y estaba bonita de más, escribir entonces para no olvidar nada, para que no se nos pierda casi nada, para recordar, o para olvidar con confianza, con la confianza de que uno puede volver atrás en cualquier momento y encontrar en su cuaderno de bitácora veinte años o más, después, muchos años después, esas emociones, esa luz, esa temperatura, esos olores, esa confianza ya casi perdida, escribir para leerse uno mismo, para ser uno mismo, para tenerse a sí mismo, o para desconocerse, para extrañarse de ese sí mismo que nunca acababa de ser el mismo, porque a veces sentía la extraña necesidad de poseer, de reposeer si era preciso, eso que podría llamarse su historia biográfica, ¿pero qué era Historia?, ¿y sobre todo que podía llamarse Biografía?, por una parte quería reunir todos los incidentes, absolutamente todos los incidentes, o por lo menos la mayoría de los incidentes, y desde luego el drama interior, los desgarramientos o el rock and roll de las hormonas, la narración, la suya, la de sí mismo, porque necesitaba esa narración, una especie de narración interior continua para mantener de pie su identidad, su Yo, porque al convertirlo en letra mecanografiada, vale decir letra impresa, cobraba cierta realidad, otra clase de realidad, escribir entonces para existir, escribir por ejemplo que trató de avanzar con la reescritura de las primeras páginas de su novela, pero que había dejado el radio prendido y el radio lo distraía, pero no quería levantarse a apagarlo para no perder nada de tiempo, ni un segundo de tiempo, para no distraerse más de lo que ya estaba, pero que de pronto escuchó o creyó escuchar francamente sobresaltado que nuevas balaceras y más de 300 muertos ayer en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, en la ciudad de México, y se detuvo a medio párrafo, pero la noticia ya no seguía, seguía una canción que cada vez le gustaba más y que tocaban por lo menos una vez cada hora, Those were the days, my friend, y él se quedó quieto, atolondrado, atarantado, desconcertado por lo que había oído o creído oír, y luego anotó que no se había movido hasta que una hora después, de nuevo en las noticias, repitieron que no se conocía el número de muertos con exactitud, pero que el gobierno de México aseguraba que no eran más de 30, ¿no habían dicho que 300?, se preguntó e intentó imaginarse la Plaza de las Tres Culturas, de recrear la catástrofe, y se volcó sobre su libreta y trató de reconstruir la noticia con las mismas palabras con que la había escuchado en inglés, recordó algo que le había dicho Mailer el día que cenaron juntos, algo así como que los norteamericanos no podían comprender ningún acontecimiento histórico a menos que se los redujeran a números, ¿habrían dicho 300 muertos?, lo malo es que ya no habría más noticias, pues las transmisiones de las dos estaciones locales de radio terminaban a las 10 de la noche, entonces sólo el periódico de la mañana siguiente, gratuito, sólo había que tomarlo de una pila en la planta baja del edificio, y mientras tanto escribir para tratar de comprender, para paliar lo incomprensible, para ver qué se encontraba, qué se ­descubría, para desahogarse, para no pen­sar en otra cosa, como terapia (digamos), como exorcismo, escribir entonces para olvidar, escribir por ejemplo que tuvieron una gran comilona en la espléndida y bamboleante lancha de Paul Engle bajo el rayo del sol, Hua-Lin al timón, agua por todas partes y él que se había mareado como un grumete inexperto por el vaivén inclemente, y que la borrachera de Tahereh, la poetisa persa, fue demasiado agresiva y maliciosa y divertida, y el silencio complicado del cuentista yugoslavo se le hacía sospechoso, y la arrogancia de Almeida Faria, el novelista portugués, se arruinó por una tos espantosa culpa de una migaja desviada, y la gracia y el encanto de Lindolf Bell que lo desarmaban constantemente, y los meandros del río que le recordaban aquella película a base y abuso de close-ups de Bogart y la Hepburn, ah sí, La reina africana, y la mirada intensa de la poetisa persa y su nombre, Tahereh Saffarzadeh, que le evocaba pasajes de El cantar de los cantares, escribir entonces para poder vivir, escribir para poder soñar, escribir para poder dormir y no ser reconocido, para volver verosímil la realidad, para
Скачать книгу