A la salud de la serpiente. Tomo I. Gustavo Sainz

A la salud de la serpiente. Tomo I - Gustavo Sainz


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de equipo especial, aunque curioso no era la palabra justa ni precisa, tendría que haber dicho o haber escrito increíble o incoherentemente, o de pronto y de súbito otra vez esa sensación de estar adentro de un círculo, algo como una tienda cilíndrica de campaña o un huevo alquímico, no precisamente un coche, sino más bien algo parecido, y no a cualquier coche, sino a uno de esos volkswagen ordinarios, de los más comunes, esos que llaman bugs o ­beatles, una especie de círculo de la invulnerabilidad, algo que se manejaba, que ocasionalmente se podía manejar o podía intentarse dirigir como un coche, o quizás tendría que pres­cindir de una palabra como episodio, tan limitada, y en vez de eso elegir una sensación, una confusa e indescriptible sensación, algo más difuso, algo intuido, apenas sospechado, soñado pero en medio de la bruma, en un coche una mañana neblinosa… páginas que salían fuera de orden, como si alguien o algo escribiera a través suyo, como si estuviera fuera de sí, o fuera del tiempo, vamos a a decir 20 años adelante, como si pudiera sacar conclusiones de su pasado, páginas que no sabía cómo iban a acomodarse, inclusive tampoco sabía si iban a quedar como parte del libro, porque el libro al final tenía que responder a cierto equilibrio, a cierto orden de composición, a cierto balance, en el que también tenía que haber cierto respaldo social, y por lo tanto algo totalmente ajeno al escritor o a quien escribía, un entorno que privilegiaba novelas flacas o no­velas gordas, libritos breves o librotes extensos, lo que podía verse con facilidad ojeando el mercado editorial, o leyendo entre muchas otras cosas esa desesperante y hermosa biografía de Thomas Wolfe, adonde no se hablaba más que de las páginas que tenía que quitar por aquí y por allá, pero páginas o párrafos, o frases escritas eso sí, con inusual energía, en un estado de altísima concentración, y hasta con cierta violencia, como pensaba que Bela Bártok o Thelonius Monk harían ejercicios de calentamiento de dedos, como para lubricar la máquina, pero no la máquina de escribir sino la máquina del amor, es decir del cuerpo, y del cuerpo esos centros nerviosos en donde descansaba o emanaba (podría decirse) eso que los románticos llamaban inspiración, entonces sí, ejercicios de calentamiento, semejantes o equivalentes a los que hacen los deportistas, o más propiamente, los bailarines o bailarinas, los boxeadores o los corredores de fondo, aunque él era escritor o quería serlo, y por eso se imponía escribir todos los días no como maldición ni como una manda, ni de ninguna manera como un castigo o una condena, sino como apartando un espacio para el lado del placer, de cierto placer, el placer de reproducir íntegramente lo que él creía que podía ser, o llegar a ser, el desarrollar las situaciones de una escena real, o simplemente verosímil, y volvió a acordarse de Wolfe, que había llevado adelante un capítulo en el que cuatro personas conversaban durante cuatro horas continuas, y todos eran buenos conversadores, eso era lo peor, y a menudo hablaban o intentaban hablar a la vez, unos encima de otros, y claro que la conversación era muy animada, muy chispeante, muy entretenida, muy vital, porque Wolfe conocía muy bien las vidas, el vocabulario y el carácter de toda esa gente, y no quería dejar fuera absolutamente nada, y lo único que puntuaba la escena era una mujer que había bajado del automóvil de su marido y entrado a casa de su madre, le decía al impaciente esposo cada vez que éste hacía sonar el claxon, cálmate, cálmate, espera cinco minutos más, por favor, sólo que los cinco minutos se iban convirtiendo a golpe de palabras y risas y lágrimas y más palabras, en cinco horas, mientras el hombre tocaba y volvía a tocar el claxon, y en la casa las dos mujeres y dos jóvenes de la misma familia seguían su torrencial conversación contándose con pelos y señales la vida y milagros de todos los vecinos del pueblo, recordando historias pasadas y chismes presentes, haciendo especulaciones acerca del futuro, y Thomas Wolfe había recogido todo eso en su manuscrito tal como lo había recreado, conocido y vivido miles de veces, y gozaba la espontaneidad de esa conversación, su vitalidad y los colores de su lenguaje, su perfecta naturalidad, la fluidez de la escena, pero se angustiaba también porque había hecho que hablaran cuatro personajes durante doscientas páginas de apretada mecanografía, y eso para la escena secundaria de un libro enorme, y aunque era buena, aunque era verdadera, aunque era deslumbrante, terminó creyendo que era un error y decidió suprimirla, y eso era lo que angustiaba particularmente al Personal y Admirado Amigo, por­que varios años después esas doscientas páginas descritas por Wolfe hubieran constituido una excelente novela, o antinovela, bastaba pensar en los libros de Henry Green o de Claude Mauriac o de Sergio Fernández, y lo que desconcertaba profundamente al Personal y Admirado Amigo era cómo Thomas Wolfe, el gran Thomas Wolfe, el escritor Thomas Wolfe, no había podido intuir que todo ese material rechazado que no podía integrarse a Del tiempo y del río, quizás podría descomponerse o estructurarse en otros textos, dar origen a otros géneros, en fin, como si eso lo fuera a convertir en escritor, cierto don para saber qué es lo que debía ir y qué es lo que se podía quitar, algo que precisamente nadie sabía, porque cómo saber si Wolfe o su editor no se equivocaron, o si el material rechazado no era tan valioso, o más o menos valioso que el publicado, había que escribir entonces de más, con el afán de explorar hasta el fondo el material empleado, escribir sin parar, como si eso permitiera convocar ciertos fragmentos dispersos de sí mismo (si es que había un sí mismo), o como si mediante la escritura lograra reparar lo irreparable que había sido, lo estúpido o lo brillante, o lo anodino y lo prejuicioso que había sido, lo tímido y silencioso que había sido, o como si mediante el lenguaje pudiera llegar a conocer mejor algo que no conocía demasiado bien, o que no conocía del todo, o para decirlo simbólicamente, como si escribir le permitiera cerrar algunas cicatrices de sus innumerables heridas, digamos que en principio para cauterizarlas, pero también para mantenerlas abiertas, para exhibirlas y mirarlas mejor, con morbosidad, entonces escribir cualquier cosa, especialmente por no saber, porque nadie, absolutamente nadie sabe qué es lo que vale la pena ser escrito, escribir por ejemplo que al subir al camión azul del Mayflower por primera vez, no aceptaron que pagara su pasaje con dinero y había tenido que regresar al edificio para comprar una tarjeta-abono también azul que le costó 4.64 y el autobús lo había estado esperando allí todo ese tiempo, y sin duda gracias a este acontecimiento, que con el tiempo podía llegar a convertirse en causa, podrían establecerse posteriormente muchos devastadores e interesantes efectos, pues El Personal y Admirado Amigo requerirá invariablemente subir a ese autobús para salir del Mayflower, por ejemplo, para buscar a Paul Engle, generalmente sin suerte, porque el poeta Paul Engle hacía un trabajo predominantemente administrativo, gestionando fondos para el programa o improvisando actividades, resolviendo problemas muchas veces inverosímiles, como cambiar de casa al escritor sudafricano porque había murciélagos en los clósets, en fin, había que esperar el autobús y después de dos o tres viajes ya podía saludar a David, el conductor, que era un temprano veterano de la guerra de Vietnam, herido quién sabe en qué parte, pero con quien, a medida que terminaba el otoño, El Personal y Admirado Amigo iba involucrándose más y más, sentándose siempre a espaldas suyas para conversar, aunque no podía hablarse con el chofer cuando el autobús estaba en marcha, entonces conversando sólo mientras subían los demás, en los minutos de espera de cada una de las dos estaciones, o ya cerca de Navidad, en el pequeño restorán del Mayflower, mientras jugaban en las pin-ball machines en las que El Personal y Admirado Amigo había llegado a ser un verdadero maestro que conseguía juegos gratis para todos los comensales con inusitada frecuencia, o escuchaban Those were the days, my friend en la rockola de ese extraño tugurio, El Personal y Admirado Amigo inquiriendo siempre sobre Vietnam, por ejemplo, que era eso de entrar en un país asiático para matar asiáticos, en un paisaje tan diferente a las llanuras sembradas de su rinconcito del medio este, qué era eso de vivir en un país adonde nadie hablaba el idioma de uno ni se vestía como uno ni comía como uno, qué era eso de caminar entre los pantanosos arrozales, qué era eso de tener que quedarse inmóvil conteniendo la respiración entre las ramas complicadas de la jungla, qué era eso de caminar entre pastos tan altos como él mismo, qué era eso de vivir asustado, de dormir asustado, de sentirse prisionero de la angustia o de un sistema que no podía prometerle más que la muerte, qué era eso de matar seres humanos, soldados, sí, pero también mujeres y niños y ancianos civiles, y David, el bueno de David, un poco cacarizo, pero alto, fuerte, de enorme y poderoso cuello y mirada intensamente comprensiva, hablaba, luego de vencer una terrible resistencia, hablaba despacio, arrastrando las palabras, y trataba de describir diversos ataques, emboscadas, tiroteos en los que había estado implicado, de algunos amigos, hasta que las lágrimas le impedían seguir y las palabras le faltaban, las lágrimas que no se animaban a salir le cerraban la garganta, así era David, muy serio atrás del volante
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