A la salud de la serpiente. Tomo I. Gustavo Sainz

A la salud de la serpiente. Tomo I - Gustavo Sainz


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oficinas de la Fundación Ford, ¡bastaba un sol, un parto! (como escribió Fuentes), perder la pinche visa y entonces estar la noche del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, condenado una vez más, bastaba un parpadeo, una fracción de segundo, cualquier azar y él hubiera estado allí, él pudo estar allí con su amigo Athanasio, a un lado de ese amigo y otros conocidos repitiendo iracundo y desesperado politización, politización, politización, asustado y desconcertado en medio de un grupo de detenidos, jóvenes como él, limitados por hombres armados, obligados a subir a un vehículo, oyendo desde ahí las órdenes, las sirenas, los disparos, las carreras, los gritos, las voces, un muchacho llorando porque se había orinado en los pantalones, y los hombres aquellos ordenándoles con violencia fascistoide que se desvistieran allí adentro del camión policial, adonde no había de dónde agarrarse, su amigo sin saber dónde poner la ropa, creyendo que iba a desmoronarse, queriendo salvar cualquier cosa, una credencial, sus llaves, los pocos billetes que llevaba consigo, y de súbito, brutalmente apenado, porque creía que los detenidos eran sólo hombres y vio a dos mujeres, de catorce o quince años, y había otras más allá, sollozando, y las más jóvenes como no se atrevían forzaron a que un soldado les arrancara la ropa, mi amigo tratando de no mirarlas, como si pudiera protegerlas así, la ropa arrojada al exterior, al suelo mojado, pateada, arrastrada con los pies, la desnudez de ellas como una luz, y en la oscuridad del camión, de pie, sepa­rados unos de otros unos cuantos centímetros, trataban de no tocarse, temblaban de frío, se hubiesen abrazado de estar vestidos, pero estaban desnudos y sentían vergüenza y miedo y desconcierto y olían mal y su situación era inaceptable, demasiado inverosímil para ellos, y él estaba desnudo como en la peor de sus pesadillas, y en eso cerraron la puerta violentamente y él cerró los ojos y trastabilló un poco, y cuando los abrió no estaba frente ni dentro de un grabado de Gustavo Doré, no estaba hojeando ningún lujoso ejemplar de La divina comedia, aunque ellos estaban condenados igual o peor que los personajes esmerilados por Doré, y la camioneta corría hacia alguna prisión, o hacia algún cuartel, de pronto frenaba y se echaba en reversa, cambiaba de direción, alguna pequeña aspereza del terreno, un alto por algún semáforo, otro y otro, y luego una marcha continua, el rugir del motor, alguno que otro vaivén, y él de pronto sintiendo un olor lacerante en el muslo derecho, y los olores ácidos a sudor, o era que se podía oír el miedo y la incertidumbre y la impotencia y la desesperación, o era que dos o más habían empezado a evacuar o a peerse ahí mismo, hipos, sollozos, y de pronto un codo clavado en sus costillas, y su mano contra una cadera, un seno frutal, asustado, terriblemente asustado, pero a la vez capaz de desbordarse en infinita ternura, porque no quería que las mujeres lloraran, eran apenas adolescentes, ahora sí que “vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, su pene brutalmente disminuido, casi inexistente, y el llanto tan desolado, y él no sabía qué palabras podría decirles, qué había que decir, cómo ayudarlas, y la camioneta rodando cada vez más aprisa, como si fuera descendiendo y luego ascendiendo, dejando atrás esa noche del 2 de octubre de 1968, alejándose de Tlatelolco, cerrando los ojos y volviendo a abrirlos, podían distinguirse pocas cosas en la oscuridad, pero no era un sueño, iba en una camioneta, prisionero, desnudo, en compañía de una veintena más de jóvenes para cumplir quién sabe qué voluntad o capricho de quién sabe qué militar o político o policía, y de pronto la idea de los cuerpos quemados por el ejército, los desnudaban primero, y luego desperdigaban las cenizas, les quitaban la ropa para evitar que alguien los reconociera de lejos, y quedaran testigos que vieron subir a fulanito o a fulanita a determinada camioneta, a determinada hora, les quitaban la ropa para hacerles sentir su superioridad, porque eran fascistas debidamente uniformados y ellos, los desnudados, eran como los judíos, o los negros, o los indios, o los árabes, o los libaneses, o los inmigrantes ilegales en Estados Unidos, y en eso ¿hueles?, preguntó alguien al reconocer un olor de estiércol, ¿oyeron algo?, y al poco rato otra voz oscura dijo estamos fuera de la ciudad, en el campo, y él no sabía qué podía oírse, si grillos o perros o vacas, o el lenguaje de las piedras, del pasto, de los árboles, de la noche, o el de la luna, él creía oler el miedo de su piel, el sudor de los más cercanos, la juventud de las muchachas, la erización de sus vellosidades, la protesta de sus vísceras, el escándalo de su corazón, pero dejaban atrás la ciudad de México y era como si dejaran atrás su vida, sus posibilidades de futuro, sus utopías de justicia social, de un nuevo orden, la posibilidad de hacerse oír, de formar parte, hasta que de pronto la camioneta se detuvo y todos los cuerpos, él incluido, se sacudieron y gimieron, ya nos llevó la, dijo alguien, y abrieron la puerta y los hombres tenían ametralladoras de cañón corto y con ellas les indicaban los movimientos, para allá, los hacían bajar y hacer espacio para que siguieran bajando los demás, lloviznaba ligeramente y no había más iluminación que la proporcionada por los faros del ve­hículo y una decena de linternas sordas, los prisio­neros tiritando de frío, encogidos, temblando, tratando de formarse a la orilla de esa carretera solitaria, el paisaje extendiéndose hacia los cuatro puntos cardinales sin nada que entorpeciera la vista, se oían saltar los cuerpos al brincar de la camioneta, y se adivinaban sus pasos en la noche del lobo, quizá a lo lejos una perversa luminosidad, cierto sucio resplandor allá abajo, y entonces, en vez de los disparos o la orden de fuego, los golpes, los cadáveres que iban a caer a su lado, porque los iban a matar a todos menos a él, quizás, él se fingiría muerto, y las muchachas seguían sollozando, eran muchas, y podían verse algunas estrellas y él era inmortal, él era invulnerable como Clark Kent, aunque tenía ganas de orinar, incontenibles ganas de orinar, la vejiga inflamadísima, se iba a fingir muerto y se levantaría al día siguiente sucio de tierra y sangre, hambriento, sediento, y caminaría entre los cadáveres, buscaría a otros sobrevivientes, alguien que se quejaba, y luego ya no sabía muy bien, no podía jurar que hubo una orden o si todo empezó como una desbandada, pero lo cierto es que estaban todos corriendo, casi nadie en la misma dirección, como una diáspora, estableciendo toda la distancia posible entre ellos y la camioneta con los hombres armados, y entre ellos mismos, esperando oír en cualquier momento ráfagas de disparos, ver cruzar fogonazos, estelas de fuego, sentir entrar en carne propia balas calientes en cámara lenta, pero corría y corría, ya no sabía qué habría sido de los demás, quizás vendría alguno o algunas detrás de él, quería volverse, pero necesitaba guardar su energía para poder seguir, sospechaba figuras informes bailando sobre zancos tremendos, corría sobre el suelo agreste con demasiada fuerza, sentía arañadas las piernas y lastimadas las plantas de los pies, corría con fuerza mediana al borde de un pequeño abismo, apenas y se podía ver, el sudor le caía sobre los ojos, iba al compás de piedritas que rodaban abajo, le dolían las piedritas con excesiva fuerza, la noche draculesca, oscura y resonante, apática, y él todavía corriendo con débil fuerza, todo sin forma ni significado, y las ráfagas que no sonaban nunca, lobreguez y preponderancia, y hasta el olvido por un instante de su vergonzosa desnudez, la noche abriendo su boca sedienta de sangre, pensó en los otros cuerpos anónimos corriendo, en las frágiles muchachas corriendo, ojalá y estuvieran corriendo todavía, no sentía a nadie cerca suyo, bajo la imperceptible rotación del sistema planetario, el avance indudable, accidentado a través de la noche, tratando de aislar cosas en la oscuridad, peñascos que se alejaban con sólo verlos, un camino, alguna colina, siempre muy aprisa, las plantas de los pies como si no estuvieran ahí, casi inexistentes, sanguinolentas, como si la noche pasara a través suyo, lo traspasara o se impregnara a su cuerpo, al sudor de su cuerpo, al dolor de su cuerpo, sentía sed, siempre corriendo, apestaba a sudor y sentía que iba a descomponérsele el estómago, corriendo, sin poder dejar de correr, y se sentía agotado, pero no podía reconocerlo, corriendo no podía permitírselo, corriendo, tenía que seguir, hasta que se le desprendieran los pedazos de noche, corriendo a grandes zancadas, siempre corriendo, resoplando, casi desollado, la piel nocturna, corriendo con menos fuerza, casi sin ninguna fuerza, y según lo contó después no paró de correr hasta llegar a París e inscribirse en La Sorbona, Barry sonriendo con franqueza, el Mayflower apareciendo al final de la calle, ofreciéndose con todas sus ventanas encendidas, desplegándose como una carabela, una inmensa carabela, el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana como saliendo de una especie de embotamiento, de somnolencia, paladeando casi las palabras, espaciándolas, la pierna paralítica de Barry por culpa de Borges arrastrando un montón de hojas secas, el olor acre del otoño suspendido, el río deslizándose lentamente, los árboles inmóviles, negros, vigilantes, enigmáticos, semidesnudos, y su voz diciendo como si retomara el hilo de una conversación hacía buen rato suspendida, fíjate Barry, a los alumnos
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