A la salud de la serpiente. Tomo I. Gustavo Sainz

A la salud de la serpiente. Tomo I - Gustavo Sainz


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absolutamente subyugado, atento, casi enamorado, deslumbrado, entusiasmado, excitado, hipnotizado, o estaba de pie junto a la cocina del departamento 433 del Mayflower, residencia para estudiantes, abandonando el recuerdo de esa sensación extraordinaria de gineceo, de burbuja tibia y femenina, o femeninamente tibia, acomodándose el sexo erecto bajo el pantalón, cimbrado por la risa, por cierta risa, tratando de desconectar la cafetera, riendo con todo el cuerpo, con las vísceras, porque a la presencia casi mágica de Ambrosia se sobrepuso la de Luiz Vilela, cuentista brasileño que le había contado que entró en una zapatería y había pedido un par de sailors, y al ver el extrañamiento del vendedor empezó a exigir unos sailors señalándose los pies, unos sailors, cuando quería decir unos tenis de modelo especial, o un alumno de Carlos Cortínez, el estudiante chileno que, según él, escribió en un ejercicio que había ido al supermercado a comprar groserías, riendo con sus libros bajo el brazo, cerrando la libreta que estaba sobre la mesa y organizándolo todo para volverse a derrumbar una vez más y leer, o tratar de leer, sonriendo todavía, cierto olor a café flotando persistentemente en el cuarto, recordando a otro alumno de Español 102 que escribió en un examen que la cebra era una emoción, encebrado entonces, apapachando almohadas antes de dejarse caer, la lucha no es sólo contra los granaderos es contra el sistema burgués explotador, allá muy al fondo de su cerebro, y ruido de agua hirviendo, de carne cociéndose en el departamento vecino, de agua cayendo, Ambrosia preguntándole si podía decirle algo de ese afán por la confusión y la complicación en el arte moderno, y él queriendo concretar la respuesta a América Latina, inquiriendo si ella conocía otra área idiomática adonde hubiera tantas novelas difíciles de leer, tan difíciles como Cambio de piel, Los peces, Rayuela, Paradiso o Conversación en la catedral, que para él y para un grupo de lectores que podrían llegar a calificar como profesionales, es decir, habituados a los problemas que presentaba la lectura en esos días, no eran ni más ni menos difíciles que otras novelas francamente populares, como La isla de las tres sirenas ¿de Wallace?, que consumía con avidez la clase media idiota de América Latina, sino que, por el contrario, eran más apasionantes, pero muchísimo más apasionantes que esas novelas de gran venta, aunque se podría argüir que en una novela como Los peces, o en Grande sertão: veredas no pasaba nada, y no sería difícil demostrar que pasaba todo, y más de lo que era posible sintetizar en unos cuantos minutos, con voz pacientemente neutra, aplicada, casi magisterial, y eligiendo cuidadosamente las palabras, porque Ambrosia hablaba el español como segunda lengua, y era probable que no iba a entender ningún localismo, y menos la jerga clasemediera Colonia del Valle que farfullaba él, ocasionalmente, era cierto, pero siempre de improviso, un buza caperuza, un como agua para chocolate, o no te entumas, o chócala, o cómo te quedó el ojo, o a mí me la cuchiplanchan, o no te la acabas, o aquí nomás mis chicharrones truenan, o tu nieve de qué la quieres, o botellita de jerez, o échame aguas, o por si las reco­chinas moscas, que resultarían francamente extraños para una muchacha de Siena, de padre milanés y madre norteamericana de Boston, que había aprendido español en el Palazzo Garzoni-Mozo, en San Marco, Venecia, y luego en Middlebury College, Vermont, adonde había venido con una beca, y ahora en sus clases de literatura con Gordon Brotherston, y no sólo eso sino que enseñaba español, sí, y también sus alumnos no lograban escapar del me llamo es, o del estoy enfermera, o estoy estudiante, o de poner eñes en vez de enes, semaña por ejemplo, sabaña, colmeña, y también leía autores italianos, no a Gadda no, no lo conocía, pero ¿qué tal Pavese y Guido Piovene y Vasco Pratolini y Giorgio Bassani?, fantástico, entonces le podría ayudar con las complejidades semánticas del Quer pasticciaccio brutto de via Merulana, ella engullía un bocado, aceptaba, sí, pero con cautela, emitía cuidadosos monosílabos, tenía mucho que estudiar, y principalmente estaba interesada, sí, e incluso mucho más que interesadísima, se sentía realmente involucrada en dar con la razón por la que las novelas de América Latina eran tan, pero verdaderamente tan, tan ilegibles, bueno, seguía él, arreglándose los largos cabellos, los negrísimos y largos, larguísimos cabellos alrededor de una oreja, primero, y luego de la otra, aceptarás que el proletariado tiene sus revistas deportivas, sus fotonovelas, sus programas de televisión ¿verdad?, y que para qué leer un libro como Paradiso o Cumpleaños, se necesita algo más que revistas deportivas, fotonovelas y programas estúpidos de televisión ¿no?, ya sabemos que a Vargas Llosa no lo leen una mayoría de cholos ni de serranos en el Perú, sino que lo leemos nosotros, una inmensa minoría ilustrada a lo largo y lo ancho y lo ajeno de nuestro mundo que detenta decodificadores más adecuados, información, cultura, curiosidad y hasta pedantería, diría yo, y ansiedad de saber, de iniciarse, paciencia, aprender, en fin, qué puedo saber yo, sacudiendo la melena color ala de cuervo y relamiéndose, pero no porque se le antojara la comida oriental, sino por ella, por Ambrosia Crocchiapani o Crocchiapaini (quien no pudo leer, lamentablemente, otra respuesta a una pregunta más o menos similar, pero desarrollada 20 años después), porque 20 años después Ambrosia Crocchiapani o Crochiapaini era sólo un nombre repetido en la nostalgia, una ausencia, un como sueño bañado de irrealidad, el entrevistador en México, sociólogo y lector tan desesperado como él, el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana (con 20 años más) en Albuquerque, Nuevo Mexico, mirando las mon­tañas Sandía por una ventana, magnificadas por el crepúsculo, el entrevistador preguntando: algunos críticos han dicho que tu forma de novelar revela una falta de anécdota que hace difícil su lectura, y el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana escribiendo en el Displaywriter System de ibm, al mismo tiempo que murmuraba las palabras, como si deletreara sus frases, yo no diría que falten anécdotas, precisamente los lectores más avispados festejan con escándalo mi abundancia anecdótica, mi desmesura, la multitud de incidentes que pueblan mis trabajos narrativos, en todo caso lo que faltaría en mis novelas, aceptando que falte algo, es una historia en el sentido decimonónico de la palabra, aunque dicho sea con perdón, porque ya en el siglo xix había novelas bastante complejas, como el Mardi, de Herman Melville, o incluso antes, como el Tristram Shandy, de Sterne, por citar dos, y es que la novela contemporánea, de manera muy insistente a partir de la segunda Guerra Mundial, dio la espalda a las “historias”, aunque no a la Historia, piensa en escritores como Claude Simon, Pierre Guyotat, Michel Butor, Julieta Campos, Thomas Bernhard, Peter Schneider, John Barth, William Pynchon, Walter Abish, Jorge Semprún, Philip Sollers, o en los libros de Juan Goytisolo posteriores a Señas de identidad, los libros de Camilo José Cela después de San Camilo 1936, o en Cambio de piel, o en autores como Lezama Lima, Salvador Elizondo, Sergio Fernández o Fernando del Paso, en los que encontramos sin dificultad una disolución de la historia, disolución también común en muchos de los textos de Jorge Luis Borges y Samuel Beckett, lo que nos permite decir, entonces, que hasta se puede dividir a los escritores en dos clases: unos que creen que pueden ordenar la desordenada realidad de acuerdo a valores burgueses muy bien establecidos, que imponen un principio y un final a lo que ellos llaman “una historia” (principio y final desde luego absolutamente conjeturales), escritores que buscan la creación de un problema aparente, un momento climático y un desenlace, que se atreven a afirmar que construyen personajes verosímiles, “humanos”, más que humanos, psicológicos, sin sombra de vacilación, y que además ocasionalmente triunfan, e incluso de manera apoteósica en el mercado ­editorial, pues nuestras sociedades en Occidente tienen hábitos más bien decimonónicos, ya codificados para leer la realidad, lo que ellos llaman “la realidad”; y por otra parte, escritores que conciben que en nuestros días toda relación trabada, todo relato circunscrito, toda novelización estructurada sólo puede proceder de la perversión de aquella ilusión tradicional fundada por el arte de la verosimilitud occidental, o sencillamente de la pereza, cuando no de la franca estupidez, es decir, escritores que no intentan mostrar la realidad, o que aceptan como la única realidad posible la de la lengua, y construyen entonces una segunda realidad, paralela a la nuestra, y a veces hasta confundible con la nuestra, como un espejo ciertamente infiel, o dicho de otro modo, que ven el mundo desarticulado, permanentemente mentido, contradictorio, inaprehensible, excesivamente complejo e imperfecto, pleno de vacíos y roturas, y lo presentan como tal, entonces, como es notorio, e incluso diría casi obvio, yo trato de integrarme a este último grupo de escritores, totalmente opuesto, como se ve, a lo que otros llaman escribidores y hasta ponedores de palabras, digamos entonces, como ­puntualizando y como si hubiera que finalizar, que persigo estar dentro de un grupo de narradores que sabemos y lo sabemos demasiado bien, que lo real empieza en el momento exacto en que vacila el sentido…, sacudiendo la enorme melena porque desde que empezó el movimiento estudiantil
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