A la salud de la serpiente. Tomo I. Gustavo Sainz

A la salud de la serpiente. Tomo I - Gustavo Sainz


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dan ganas de bajarse nunca. ¿Libérrimo? Sí, libérrimo, lo que no quiere decir que carezca de estructura o de planeación. La mejor libertad, quizás, es la que el artista calcula poniendo el ojo en los resultados. El artista, pues, tiene que ser el visionario de su propia obra. Tiene que poseer ese don de ver hacia adelante, un poco más allá, tal vez, y de adelantarse así a las reacciones del lector, al que ha de tener en un puño. Con este texto, Gustavo Sainz ha demostrado que lo tiene.

      A la salud de la serpiente, a la salud de esa víbora que se muerde la cola: México, el lugar del que ya te conté. Enhorabuena. Otra vez: enhorabuena. Que se repita.

      * Este artículo se publicó en Sábado (suplemento cultural de ­Unomásuno) el 11 de mayo de 1991.

      Periódico El Mexicano

      Mexicali, Baja California

      Jueves 7 de noviembre de 1968

      Página Editorial

      Prostituyendo a la juventud

      por Cristóbal Garcilazo

      El señor doctor don Miguel Serafín Sodi, caro amigo nuestro, anda indignado con toda justicia. Sucede que una amiga particular de su familia, cuyo nombre nos reservamos por elemental discreción, fue a consultarle si, en su opinión, era debido que en un conocido colegio particular de estudios superiores obligaran a su hija, una señorita de 18 años, a leer en alta voz, ante sus compañeros de clase, varones y señoritas, una sucia obra pornográfica, dizque en práctica de literatura “moderna”.

      La “obra” literaria es una novela inmunda, obscena, llamada Gazapo, y su autor un redomado lépero de la hez metropolitana que respondió al nombre de Gustavo Saiz y murió en 1940.

      La señorita, al tropezar con frases impublicables del “genio” desa­parecido, suspendió la lectura, toda ruborosa y avergonzada, pero el “profesor” que responde al apellido Padilla, pretendió obligarla a que continuara leyendo aquel párrafo de majaderías impubli­cables. Hemos tenido a la vista la famosa “obra literaria”, y francamente, señor licenciado Padilla, si usted hubiese obligado a una de nuestras hijas a leer tales obscenidades ante sus compañeros y compañeras de clase, a estas horas estaría usted muerto. Ni más ni menos. Ni una sola página de la “obra” puede ser transcrita aquí sin faltarle al respeto al lector.

      La madre de la infortunada muchacha refiere que el “profesor” Padilla, al ver que la señorita se resistía a continuar la lectura, la increpó y amenazó de la siguiente manera: “Pues va usted a tener que leer algo peor, no solamente esto”, y a renglón seguido ordenó a la clase otro pozo de albañal que se llama La tumba. ¿Cómo estará el “libro” que cuando algunas muchachas trataron de adquirirlo se negaron a vendérselos en la librería?

      El doctor Sodi, en defensa de la familia vejada en forma tan ruin, llamó a cuentas al director de la Preparatoria donde tuvo lugar el atentado, y este señor, tratando todavía de defender a su “catedrático”, por fin admitió que el licenciado Padilla es muy joven, y que aquello era un error de su parte. Sin embargo, el doctor Sodi no se muestra satisfecho: anda buscando los servicios de un abogado para acusar al “catedrático” y amigos que lo acompañan nada menos que de perversión de menores.

      El caso no puede ser más grave. Mal que haya por ahí al alcance de la juventud miles de fosas sépticas disfrazadas de “libros modernos”. Que las compre quien tenga ganas después de todo. Pero qué bajo el pretexto de una clase de literatura en donde tratan de obligar a jóvenes adolescentes a que destapen esos albañales delante de compañeros y compañeras: eso ya no parece propio de un cerebro normal, y si esta clase de cerebros es la que tiene a su cargo conformar la mentalidad y el espíritu de nuestra juventud ¿a dónde va a parar México?

      Acompañamos sinceramente al doctor Sodi en sus esfuerzos por detener él solo, luchando contra muchos, esa ola de cieno. Lástima que por circunstancias que no vienen al caso, no estemos en condiciones de unir al suyo nuestros esfuerzos en forma más efectiva. Pero no podemos dejar de exclamar ¡Pobre México, con estos “profesores”!

      El Redomado Lépero de la Hez Metropolitana tan escandalosamente aludido en esos días, no era polvo en ningún carcomido ataúd tres metros bajo tierra, ni estaba tratando de convencer a ninguna jovencita de que entrara en su departamento, ni amordazando ni aderezando a ninguna niña, ni lamiendo ningunas nalgas firmes ni ninguna húmeda vagina ni ningunos senos excitables, ni desenterrando ningún cadáver fresco, ni amarrando a ninguna cama (lamentablemente) a ninguna asustada adolescente de ropas desgarradas, ni cerniéndose como un baterista frenético sobre las nalgas de ocho mujeres desnudas (igual que el Marqués de Sade, según Julio Cortázar), ni asesinando a nadie en ninguna catedral, ni practicando ninguna posición retorcida (y por otra parte impracticable) sugerida por el Kama Sutra, ni por el Chekan, ni el Kama Kala, ni el Shunga, ni la Filosofía del tocador, ni El arte de la alcoba, ni los orientales Secretos de la cámara de jade, ni los italianos Ragionamenti ni los Sonetti lussuriosi de Pietro Aretino, ni El arte del amor cortés de Andreas Capellanus, ni bailando ningún jarabe tapatío sobre ningún montón de hostias, ni hojeando ningún periódico de Mexicali (perversión señalada si las hay), ni revisando con ninguna linterna ninguna húmeda vagina (lamentablemente otra vez), sino que más o menos relajado y tranquilo, y al mismo tiempo derrengado y vulnerable, si no piqueteaba la pequeña máquina eléctrica de escribir tratando de agregar una página más a su novela en proceso, trataba de concentrarse y avanzar en la lectura de Quer pasticciaccio brutto de Via Merulana, en la edición milanesa de Aldo Garzanti, encuadernada con gruesas tapas rojas, papel carnoso, pesado, hermosa tipografía, recurriendo a cada traspiés a la traducción castellana de Juan Ramón Masolivier para la editorial Seix Barral, descoyuntado casi y semi reclinado, en una postura lamentable, digamos, apoyado o tratando de apoyarse sobre tres o cuatro almohadas en la cabecera de una cama individual, en el departamento 433 del edificio Mayflower, sobre la calle Dubuque, en la ciudad de Iowa, estado de Iowa, en los Estados Unidos, con una libreta de 200 páginas a un lado, abierta más o menos por la primera tercera parte, adonde anotaba frecuentemente, la sangre de, líneas garabateadas que luego sufría descifrando, evocaciones traídas por la lectura, algún malabarismo lingüístico, cierta palabra desconocida, algún adjetivo deslumbrante y de aplicación sorprendente, a contrapelo de cómo decían que Ramón López Velarde escribía sus poemas, no el texto con espacios en el lugar de los calificativos que vendrían después, para encontrarlos más adelante, sino calificativos sin texto, como para enriquecer el juvenil vocabulario, luchando por consumir renglones y párrafos, engarruñando la nariz al oler de pronto la mantequilla frita, debía ser Pía, competente nutricionista chaqueña, esposa de Alfredo Veiravé, el poeta de Gualeguay, cocinando desde temprano, mientras desde otro carril de su cerebro empezaba, primero como un ruido, el griterío que hacía una multitud fuera de control al voltear un vehículo policial, una patrulla o una ambulancia, algunos disparos, carreras, órdenes, un crepitar de fuego, la humedad de un muro, el frío de un muro contra el cual se había repegado, vagamente atendiendo a un confuso rumor, voces más altas, consignas, y los rostros que cruzaban frente a él, fuera de él, la mancha blanca de una cha­marra, nuestros compañeros, y una pequeña llovizna estriando el paisaje, los rostros que no podía, que no hubiera podido reconocer, que trataba de adivinar, manchas de colores suaves y difusos, un grupo con una pancarta horizontal enarbolada como una lanza, la violenta hoguera de una patrulla incendiada, las llamas y el humo que salían del auto volcado negándose a ascender, como husmeando un lugar y otro, arrastrándose a la altura de los segundos pisos de las casas, serpenteando, barriendo los techos de un camión de pasajeros vacío, pintarrajeado y detenido a media calle, gente que se encontraba y separaba sin más propósito que alejarse de allí, la lucha no es sólo, otros que apresuraban el paso, la lluvia goteando de los árboles, la sirena de una ambulancia, o más, muchas sirenas de muchas ambulancias o carros de bomberos o patrullas policiales, y él quería que todos pasaran y nadie lo viera, quería disolverse en la lluvia y oía sus dientes rechinando, sentía como un peso al fondo de su estómago y se encogía, como en medio de una digestión imposible, el pelo chorreando agua sucia, los dientes


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