A la salud de la serpiente. Tomo I. Gustavo Sainz

A la salud de la serpiente. Tomo I - Gustavo Sainz


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cruzaba con otro carril, por eso más o menos relajado y tranquilo, y se veía llegar a esa pequeña ciudad de Iowa una noche después de un día completo en diversos aviones, asombrado sobre todo por su aturdimiento, pues se había bajado en una ciudad anterior, y requirió tiempo para averiguar dentro de su confusión que allí no era Iowa City, y entonces correr de nuevo a la pequeña avioneta de ocho asientos, todo esto anotado en su gruesa libreta de Santiago Galas, su cabeza agitada volviéndose de un lado a otro, como un pájaro asustadísimo buscando al comité de recepción sin encontrarlo, sin la más puta idea de adónde ir, así que se acercó al teléfono ¿cómo se llamaba?, Engle, Paul Engle, sí, Eng, Engbretson, Engel, Engelhardt, Enggass, England, Englander, Engle Cynthia, Engle Paul, sí, lo encontró con facilidad y marcó el número que sonaba y sonaba y nadie acudía a levantar el auricular, pero en eso irrumpieron en el minúsculo aeropuerto, es decir, en la sala de espera del increíble aeropuerto de Iowa City, si a esa pequeñísima construcción podía llamarse aeropuerto, irrumpieron cuatro o cinco ruidosos latinoamericanos, un uruguayo, un matrimonio argentino, un chileno y un colombiano, y al final alto y pálido como un príncipe de las tinieblas, con los cabellos ralos y canos, casi transparente, el poeta Paul Engle seguido de Hua-Lin, una hermosa oriental muy condescendiente, muy amable, atenta, dulce, y los gritos de reconocimiento y el calor de la camaradería y la camioneta y las risas de todos y el consejo de Alfredo Veiravé, el poeta de Gualeguay, después de explicar que se acercaban al centro, míralo rápido porque se acaba pronto, ni siquiera parpadees, che, y las casitas de madera estilo Nueva Inglaterra, tan lejos de Nueva Inglaterra, muchos árboles sombríos a esa hora, como gigantes amenazadores, el río como una cicatriz rencorosa, y los edificios de la Universidad, la biblioteca, el sistema burgués explotador, las calles desiertas, el doctor Francesco Ingravallo otra vez, no en Iowa aquella noche ni en su libreta, sino en la novela de Gadda sobre la que empezó a tamborilear con su plumón negro murmurando las extrañas cadencias dialectales, barriobajeras, pletóricas de ribetes eruditos, onomatopeyas, retornos estróficos y giros de pronto incomprensibles, en voz alta, porque le fascinaba la vitalidad gaddiana, su realismo a ultranza, encimando al italiano de Roma giros molisanos, vénetos o partenopeos, descansando el libro a veces o alternándolo como para ver cómo zanjaban los problemas de traducción, si Juan Ramón Masolivier (que era el traductor) se apropiaba de dialectos aragoneses, andaluces, gallegos, madrileños o éuskaras, o perdía el efecto sinfónico tan necesario para ritmar las tribulaciones de don Ciccio,

      era il dottor Francesco Ingravallo comandato alla mobile: uno dei piú giovani e, non si sa perché, invidiati funzionari della sezione investigativa: ubiquo ai casi, onnipresente su gli affari tenebrosi, di statura media, piuttosto rotondo della persona, o forse un po’tozzo, di capelli neri e folti e cresputi che gli venivan fuori dalla metá delle fronte quasi a riparargli i due bernoccoli metafisici dal bel sole d’Italia, aveva un’aria un po’assonata, un’andatura greve e dinoccolata, un fare un po’tonto come di persona che combatte con una laboriosa digestione: vestito come il magro onorario statale gli permetteva di vestirsi, e con una o due macchioline d’olio sul bavero, quasi impercettibili però, quasi un ricordo della colina molisana,

      en fin, y miraba de reojo la pared en donde alineaba los botes vacíos de coca-cola desde hacía un par de meses, porque llegó al final de septiembre y empezó simplemente a hacer una fila alrededor de la habitación pegada a la pared, y luego a equilibrar una segunda fila de botes, y una tercera, hasta que comprendió que podía enrojecer completamente una pared con esos botes que muy bien podían inmortalizar a Andy Warhol y que a él tanto le gustaban, ­brillantes y con el rítmico logotipo blanco sobre fondo rojo, enderezándose un poquito, no el logotipo sino él, un poco cansado de su posición, reacomodándose los genitales, mirando el reloj, porque cada veinte minutos partía un autobús que lo llevaba hasta el campus universitario adonde le gustaba ir a comer, más que nada por encontrarse con Robert Coover que había ganado el premio William Faulkner por su novela The Origin of the Brunists, y acababa de publicar un nuevo libro sobre un equipo de beisbol muy extraño, o no un equipo, sino un ambiente, aunque él afirmaba que era una novela teológica, sobre todo porque la había escrito en España, y en España todo el mundo era en aquellos tiempos un poco teólogo, The Universal Baseball Association, Inc., J. Henry Waugh, Prop., oliendo a cebolla esta vez, un aroma que le llegaba flotando desde el departamento de los Veiravé, a unas puertas de distancia, descansando el libro de Gadda a un lado, metiendo una tarjeta donde los Tres Chiflados tratan de hablar por un solo teléfono para señalar el lugar de la interrupción, la edición encuadernada italiana sobre la edición rústica española, y pensó en el cielo azul de Iowa dividido por esas líneas blancas que dejaban los aviones espías al volar demasiado alto, bombarderos que ininterrumpidamente daban la vuelta al mundo, y volvió a mirar su reloj, porque a las 12 del día y durante unos minutos, cada miércoles, todo en esa pequeña ciudad se inmovilizaba, los transeúntes se quedaban de pie, como petrificados, los automovilistas se detenían, se apagaban todos los aparatos eléctricos, muchos se sentaban en los bordillos de las banquetas, pero otros preferían mantenerse de pie, quietos, como protesta por la guerra de Vietnam, sus ojos fijos, sonámbulos, pasando del reloj a la libreta abierta, la libreta adonde anotaba sus ideas sobre la novela que estaba tratando de escribir, novela sin título todavía, aunque le gustaba Adolescente rostro perseguido, a veces sí y a veces no, porque también le gustaba Años fantasmas, y también Obsesivos días circulares, o Entienda quien pueda y en la que intentaba violentar ciertos hábitos perceptivos, digamos que al seguir a un personaje no representar solamente su mente pensando, sino lo que miraba, lo que leía automáticamente al pasar la vista por un periódico o una pila de libros, o mejor, sobre una puerta como la de su departamento en la que pegaba recortes de periódicos con noticias curiosas, y al mismo tiempo lo que oía, que bien podía ser una conversación en otra mesa si estaba en un restorán, o el radio en un departamento vecino, y los olores, como en ese momento que olía a jitomate frito y muy condimentado, las sensaciones térmicas, el zumbido del aire acondicionado, y desde luego las inscripciones en su cerebro, en las paredes de su cerebro como en las bardas de los terrenos baldíos en la ciudad de México, a la manera de una serie de imágenes fijas, inmóviles, congeladas, a veces cada una de ellas demasiado distinta de la precedente como para poder establecer cierta continuidad, reflejos de luces sobre el asfalto mojado, por ejemplo, zapatos abandonados, periódicos deshojados, alados y pisoteados, castigados, golpeados por bruscas gotas de lluvia, una barda pintarrajeada la sangre de nuestros compañeros nos hace seguir, y el discurso consciente sobre el rollo del ensueño, lo que imaginaba, lo que sentía, lo que prefería sentir, la sensación de ternura, de increíble feminidad que notó que lo había envuelto la noche anterior durante la cena en casa de Hua-Lin, conversando con Ambrosia Crocchiapani o Crocchiapaini, como adentro de una burbuja, Ambrosia, una alumna de la Universidad con provocativos senos en flor y un brillo en los ojos plomizo, extraño, cierto aire mediterráneo, piamontés, y una estremecedora gravedad, profundidad, vibración de su voz imposible de registrar mediante la escritura, hablando de narradores y novelas latinoamericanas de las que parecía saberlo todo, hasta con un poco de humor, una chispa, dos o tres anécdotas, difícil saber lo que pretendía ocultar con eso, él fascinado con su extraordinario perfil, imaginando cómo se vería después de bañarse, al acabar de despertar, mohína, era difícil imaginar su mal humor, y si él la contradecía provocaba no su enojo sino risa, y además ya había leído su primera novela, ¿Gazpacho?, Ambrosia, sí, la primera novela del Redomado Lépero de la Hez Metropolitana, de título tan raro, ¿Garsapo?, no se iba a llamar así explicaba él, sino Los perros jóvenes, pero había salido la novela de Vargas Llosa, La ciudad y los perros, mientras él esperaba la publicación de su manuscrito, y se vio en la necesidad de cambiarlo, primero pensó en Conejo extraordinario, pero al editor no le gustaba y además existía esa novela de John Updike, Run, Rabbit, run, y por otra parte Envoy extraordinary, de William Golding, en fin, una novela que él tildaba de ensayo narrativo, cuando no de linosignos, Ambrosia acordándose regocijadamente de casi todo, por qué siempre decía probablemente, decía, y tal vez y quizás, todo afirmado y negado al mismo tiempo decía sotto voce y él así, asombrado, contentísimo, apenas probando, pichicateando la extraordinaria comida oriental, atento más bien a la lengua inquieta de la bella Ambrosia, a la formación de sus dientes, lavados sin duda concienzudamente tres o cuatro veces diarias durante todos los días de su inquietante vida, sus labios como, aunque no iba a hacer ninguna comparación y ni siquiera se le ocurrían comparaciones,


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