A la salud de la serpiente. Tomo I. Gustavo Sainz

A la salud de la serpiente. Tomo I - Gustavo Sainz


Скачать книгу
pero pronto rebasó esos límites y pasó a una especie de tarahumara o lacandón que Juan Agustín Palazuelos, el escritor chileno que viajó muchas horas por carretera y se gastó todo su primer cheque en comprar bebidas alcohólicas por cajas, dado que Iowa City era un estado seco, adonde no se vendía alcohol, Palazuelos barbado y con grandes aspavientos y risotadas, no tardó en identificar como pelambre de Príncipe Azteca, una ­verdadera melena larga, negra, lacia, que le daba un aire medieval, oscarwildeano, y también como de bandolero de película de Sergio Leone, y Gunnar Harding, el poeta de Suecia, que no hablaba ni papa de español, a excepción claro de la afirmación sí, fluidamente, que balbuceaba cuando le preguntaban si hablaba español, cambió el apodo de Príncipe Azteca por el de Príncipe de los Redomados Léperos de la Hez Metropolitana, que Sidney Bernard Smith, el dramaturgo australiano, pelirrojo y barbado, abrevió afortunadamente a Príncipe, así nada más, que era como un nombre de gato o perro, pero que al Redomado Lépero de la Hez Metropolitana lo sacudía (o erizaba particularmente), porque su padre, hacia 1940, cuando nació, o cuando decían que él había nacido, cuando su padre era chofer de los camiones Peralvillo-Cozumel, en su gozable y odiada ciudad de México (acababa de escribir en su novela: la ciudad vieja, sinuosa, inopinada, voraz, conminatoria/ llena de mugre y polvo y luces y fantasmas y ruido y soledad y pánico y sociedades secretas), a su padre, pensaba, en esa misma ciudad le decían precisamente Príncipe, lo que tenía que ser algo más que una coincidencia, pero total, seguía después de llevarse a la boca un pedazo de carne de puerco a la naranja, muy condimentada, en el comedor de Hua-Lin, iluminado por Ambrosia, que de Guimarães Rosa a Lezama Lima las complicaciones parecían ir en aumento, aunque no eran complicaciones sino más bien guiños al lector, complicidades, lugares familiares para el frecuentador de literatura, malabarismos ­lingüísticos para gustadores solidarios, todo esto quizá, o sin duda, porque en América no había ni hay una enorme clase media consumidora de libros como en Estados Unidos, donde el escritor ya conoce a su público, tiene un mercado seguro si escribe en un inglés muy limitado, muy sencillo, y describe determinados personajes, mantiene un orden cronológico, cierta tensión, un clímax escandaloso y el necesario desenlace, todos los hilos argumentales perfectamente anudados, cuenta con el apoyo de un hábil agente literario, y accede a los malls y a The Literary Guild, o a The Book of the Month Club, o a alguna otra institución, porque muchas organizaciones similares se disputarían sus derechos, es decir, aquí se cuenta con una audiencia cierta a la que Irving Wallace o Harold Robbins le tienen bien medido el aceite, ¿medido el aceite?, ¿qué quiere decir eso?, bueno esto es, conocían sus necesidades, y en cambio en mi país, bueno, esto es, seguía él cada vez más entusiasmado, nadie sabe dónde está el grupo de lectores, y no hay agentes literarios ni nada que se parezca a un Club del Libro que te venda ejemplares más baratos y por correo, infatigable, como si no pudiera detenerse, intentando calcular la edad que Ambrosia pudiera tener y también su pasado sentimental, sus compromisos, la resistencia de sus senos, ay, no tenía ni una sola arruga en la cara extraordinariamente colorida, como una fruta, o como para darle envidia a todos los duraznos y todas las manzanas, sin pizca de maquillaje, y evitando las miradas de los demás, fortaleciendo la burbuja, ­Hua-Lin sonriendo como desde el otro lado de la pecera, y él, condescendiente, sonriendo a su vez, como si no pudiera detenerse, y volvió a dirigirse a Ambrosia para explicar que esta literatura para escritores, para lectores profesionales que se producía en América Latina, era sin duda fruto de nuestro aislamiento intelectual, un aislamiento similar de algún modo al que había padecido James Joyce en su Irlanda natal a principios de siglo, y que lo había llevado a desarrollar esa hermosa hermenéutica que es el Ulises, y ¿qué es hermeneútica?, dijo Ambrosia, y él la recordaba así, tiernamente inquiriendo, abiertos sus enormes ojos azules, tornasolados, amarillos, verdes, grises, dorados, la mañana que nudillearon en la puerta y Barry Casselman le entregó el correo, es decir una revista Evergreen, la cuenta del teléfono y cuatro o cinco cartas, y dos folletos, aunque Barry no era el cartero, sino un estudiante minusválido (aunque esta palabra no se usaba en esa época), un estudiante que cojeaba, que arrastraba la pierna derecha por culpa de Borges, según decía, porque dos años atrás Jorge Luis Borges iba a dar una conferencia en la Universidad de Texas en Austin, y Barry salió en su coche, un deteriorado Chevrolet, desde New Hampshire, y previno cuatro días de viaje, pero al segundo una tormenta de nieve lo trastornó, lo emborronó todo, perdió el control y se estrelló contra un árbol tan fuerte que, lamentablemente, ya no pudo llegar a Austin, adonde le contaron que Borges había hablado de Las mil y una noches, muy quedito, susurrando casi, y ahí estaba Barry Casselman, estudiante de literatura comparada con el montón de cartas en la mano, y en la correspondencia una tarjeta de Ambrosia, con un cuadro de Klimt por un lado, una pareja besándose tierna, apasionada, profunda, teatralmente, la mujer vestida con amplias mantas llenas de rombos rojos y dorados, de pie, el hombre sujetándola firmemente, y del otro lado la palabra guapérrimo antes del primer nombre del Redomado Lépero de la Hez Metropolitana, y luego en rigurosa caligrafía a espaldas del método Palmer, quería agradecerte muy sincera profundamente el tiempo que compartiste conmigo la noche en casa de Hua-Lin, o no decía eso sino más o menos eso, pero ni siquiera sé cómo agradecértelo, y él sí sabía, incluso creo que no sé el suficiente español, y además quiero que sepas que fue un verdadero placer, totalmente i­nesperado ¿o insospechado?, si estas palabras significan cosas positivas y hasta entusiastas, poder charlar contigo ¿se dice charlar?, creo que en México nadie dice charlar ¿no es así?, dicen conversar ¿o platicar?, o es así lo que le hubiera gustado leer en esa tarjeta, al reverso de esa hermosa pintura, de esa decadente tarjeta, entonces lástima que no tuviéramos más tiempo para continuar la plática, pero espero que nos volvamos a ver pronto, en realidad estoy todo el día sentada junto al teléfono esperando que me llames, recibe entretanto un abrazo muy fuerte y cariñoso, el Príncipe de los Redomados Léperos de la Hez Metropolitana relamiéndose e invitando a Barry a bajar a la Universidad, era casi la hora de comer, porque quería que Barry se esfumara, como por pase mágico, y no es que fuese incómodo o inoportuno, incluso qué casualidad que hubiese pasado por el primer piso y tenido la idea de sacar la correspondencia del buzón y subirla cuatro pisos más arrastrando la pierna jodida por culpa de Borges ¿o habría tomado el elevador?, pero Barry tenía sed, no había comido, así que no era tan mala idea llegar al edificio de la Unión Estudiantil, y se fueron hablando de Vietnam y las próximas elecciones, del partido de futbol del domingo, de la primera novela de Donald Barthelme, Barry le tenía un ejemplar de la primera edición, en hard cover, y traía, sólo para mostrar, también una copia de la primera y única edición de The Circus of Dr. Lao, de Charles G. Finney, fechada en 1935, mira esto, un libro irreverente, licencioso, insolente, verdaderamente malicioso y maligno, imagínate un circo con sátiros, hombres lobo, sirenas, centauros, quimeras y las cartas allí, en una orilla del escritorio, una desde el puerto de Alcudia, Mallorca, porque había un escritorio a lo largo de toda una pared que terminaba en el pasillo, justo para dejar abrir la puerta, que si se abría con violencia chocaba con otra puerta, la del baño, según se entraba o se salía, la barra larga y blanca bañada de luz de cátodo frío a lo largo y lo alto de todo el mueble, lo que producía siempre que estaban encendidas un insidioso zumbido apenas perceptible, la máquina eléctrica junto a algunos libros alineados, todos con las siglas de la biblioteca, y una papelera de plástico transparente con las primeras 68 cuartillas de su nueva novela, Barry interesado en que se la prestara, incluso ofreciéndose a visitarlo más frecuentemente para ir y leerla allí mismo, pero el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana desviaba la conversación, a ver, déjame ver esa carta ahora mismo, cerraba la puerta, lo tomaba del brazo y le decía mira, rasgando el sobre, es de un amigo

      Gracias por tu carta tan lúcida y generosa. No hace falta que me envíes publicaciones; escribe a menudo, eso sí, y eso vale por todo lo que el defecante defecado podría decirme through its obnoxious ways & means. Te escribo temblando de ira, de indignación, de impotencia, después de leer las versiones de Figaro y Le Monde sobre la brutal ocupación de Ciudad Universitaria por el ejército. Tengo que saber más. ¿Qué ha sido de nuestros amigos, de Rulfo, de Revueltas? Estoy hundido en la rabia y el terror. Creo que la única universalidad que hoy se perfila en el mundo es la del Estado Policiaco Internacional. A Tank is a Tank is a Tank… en Chicago, Praga o Pedregal de San Ángel. La impunidad de la fuerza. Y cada vez más, un solo enemigo: la clase intelectual. El Enemigo. No sé si asistimos a los death-throes de todo un Establishment momificado, o a su definitiva consagración


Скачать книгу