A la salud de la serpiente. Tomo I. Gustavo Sainz

A la salud de la serpiente. Tomo I - Gustavo Sainz


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de hojas secas y el ruido de la pierna jodida de Barry (por culpa de Borges) al arrastrase, las calles tan silenciosas y diferentes de las calles de la ciudad de México, casi irreales, como de otro siglo, como podían ser diferentes la noche del día, la mujer del hombre, el cielo del infierno, el blanco del negro, el sístole del diástole, lo que ascendía de lo que caía, lo que se comprimía de lo que explotaba, lo prohibido de aquello que se transgredía, en fin, las ruidosas, tumultuosas calles de las manifestaciones, la avenida Instituto Politécnico, los desniveles de Melchor Ocampo, la gente en las ventanas de los edificios de Sullivan, el monstruoso e imponente Monumento a la Madre, la angosta Villalongín, el pretencioso Paseo de la Reforma, la agringada avenida Juárez, el virreinal y majestuoso Francisco I. Madero (que Carlos Fuentes llamaba Frank & Wood), la anchísima calle Cinco de Mayo, la enorme y amorfa Plaza Mayor, atravesada tantas veces, adonde había llegado a gritar, a protestar, a dirimir, a quejarse, a corear tantas veces este puño sí se ve, este puño sí se ve o el pueblo unido jamás será vencido, con sus compañeros de escuela o la pandilla de su colonia o al lado de maestros universitarios o del Politécnico, una vez cargando un cartel con la efigie del Che Guevara, che, che, che guevara, otra repartiendo volantes contra la Olimpiada del Hambre, y recordaba otras mantas, los maestros reprobamos al gobierno por su política de represión, 35 muertos incinerados por el ejército, Barry mirándolo siempre y él hablando casi sin mirarlo, caminando muy despacio, displiscentes, al paso de Barry, que parecía ir barriendo la hojarasca con su pierna jodida por culpa de Borges, libros sí, granaderos no, caminando con la cabeza baja, el cielo azul arriba, el largo y negro cabello cubriéndole la cara como una cortina, escondiendo que los dientes le castañeteaban de frío, la lengua que humedecía una y otra vez los labios resecos, los dientes que mordían esos labios, y como subiendo un poquito la voz, como para sobreponerse a ese ruido de hojas pisoteadas, como para no creerlo ¿verdad?, pero fue así, de veras, un caballo con un soldado arriba saltó el cofre de mi volkswagen rojo, claro que no iba solo, había muchos otros soldados a caballo, y los animales alrededor nuestro piafaban, se veían inquietos, nerviosos, brutalmente excitados y enormes, desmedidos y hasta monstruosos, sobre todo si los veías como nosotros desde el asiento del volkswagen, vadeándonos, rodeándonos, su voz bañada de cierta alarma, de cierto estupor, de un espanto que parecía no iba a acabarse nunca, ni a pesar del tiempo ni a pesar de la distancia, sino que se renovaba día a día, noche a noche, palabra a palabra, latido a latido, los edificios de la Universidad de Iowa grises, antiguos contundentes, pesados, sombríos, húmedos, impersonales, Barry arrastrando su pierna atrofiada por culpa de Borges, y la primera semana en esa pequeña y curiosa y desconocida ciudad, la carta a Laura Knebel para estrenar la maquinita eléctrica de escribir ¿qué habrá sido de esa maquinita?, querida Laura, te juro que lo primero que pensaba hacer en Nueva York era visitar las oficinas de Look Magazine, ver la redacción y el departamento de arte, y si era posible hasta los talleres adonde se imprimía la revista, quería aprender de esa organización, conocer todas las etapas que se cumplían, porque desde que practicaba el periodismo, todo lo relacionado se convirtió para mí en una pasión casi deshonesta, pero imagínate, primero el deslumbramiento de la ciudad, luego los compromisos encadenándose uno tras otro, el escándalo de ver Hair, George M, Hello Dolly, Cabaret, Golden Rainbow, sabiendo que no tendré oportunidad de verlas otra vez, aterrado de restarle horas al cine o a hacer visitas a escritores y gente interesante, conocí por cierto a Dennis Donahue, a Isaac Bashevis Singer, a Susan Sontag, a E. L. Doctorow, y a Roger Straus, y a Hortence Calisher, y a Harold Bloom, y a Donald Barthelme, como te conté por teléfono, de sobresalto en sobresalto, y en segundo lugar mis problemas con la visa, yo creo que por mis supuestos antecedentes antinorteamericanos, por haber, imagínate, ofrecido una conferencia hace nueve años para un ciclo organizado por el Partido Revolucionario Estudiantil, la palabra Revolucionario en ese antecedente (y de pronto cuando escribía la carta como en un fogonazo, la descripción de la palabra revolución tal y como aparecía en el Diccionario Larousse, descripción que Claude Simon usaba de epígrafe en su novela Le Palace, “revolución: movimiento de un móvil que recorriendo una curva cerrada vuelve a pasar sucesivamente por los mismos puntos”), el haber estudiado en la Universidad Nacional Autónoma de México, “semillero de comunistas”, y el que en mi pasaporte dijera ocupación escritor, hicieron el resto (entonces otros epígrafes a la entrada de otras novelas de Claude Simon, el de La hierba, por ejemplo, algo así como “nadie hace la historia, no se le ve, así como nadie ve crecer la hierba: Boris Pasternak”, y el de Histoire, “algo que nos inunda, lo organizamos, se nos cae a pedazos, volvemos a organizarlo y caemos nosotros mismos a pedazos: Rilke”), tuve que soportar un interrogatorio increíble de un cónsul pendejo, arrogante, aburrido y al mismo tiempo muy irritante, ¿es usted comunista?, no, ¿pertenece o perteneció alguna vez al partido comunista o a algún otro partido?, no, nunca me he afiliado a ningún partido político, ya que considero que el escritor debe situarse a prudente distancia del poder político, entonces ¿sus ideas políticas son de derecha?, no, no son de derecha, ¿entonces es comunista, pero no se atreve a decirlo? (cada vez más violento), perdóneme, pero no acepto ser comunista, ¿está a favor de la guerra de Vietnam?, no, entonces ¿para qué quiere ir a Estados Unidos? (más obstinado), para corresponder a una invitación, y no llevo ninguna misión política, mire usted, publiqué un libro, una novela que acaba de salir publicada en inglés, ésta es la propaganda (le mostré la invitación al cocktail de presentación y un desplegado de página completa publicado en The New York Times Book Review), éste es el libro (también se lo mostré), estos son mis pasajes de avión, ésta es la confirmación de mi hospedaje, puede usted hablar con John Brown, agregado cultural que conoce las razones de mi viaje y además es buen amigo de mis editores y de la organización que me invita, pero el interrogatorio continuaba, ¿estuvo usted en la Universidad?, ¿de qué año a qué año?, ¿perteneció a grupos políticos estudiantiles?, ¿no perteneció a ningún partido que se llamara revolucionario?, ¿colaboró con ellos?, ¿no se acuerda?, aquí dice que el día tal, del mes tal, del año tal, usted dio una conferencia sobre Pornografía y literatura, y que al final usted arengó al público en nombre de una revolución en marcha, invocando a Fidel Castro y al Che Guevara, pero era 1959 protestó, o dice que protestó, y al final de cuentas le dieron la visa, muchas cosas más en esa carta, el encuentro con Nicanor Parra y con George Plimpton, la ida al cine con los Lowell, la cena en casa de Norman Mailer, la entrevista en la oficina con John Barth, la visita vespertina a Susan Sontag, el debido desayuno en Tiffany’s, el sonido y la furia del tiempo y del río, lágrimas y risas, los ejércitos de la noche, los desnudos y los muertos, hombre joven a la aventura, y bien pronto el vuelo a Chicago y los vientos y la llegada a Iowa City, y antes de la firma unos lacónicos patria o muerte, hasta la victoria siempre, venceremos, sufragio efectivo no reelección, digamos la izquierda exquisita ¿verdad?, Barry interesado en el esposo de Laura, ­Fletcher Knebel, autor de Seven days in May, ¿cómo lucía?, ¿de qué hablaba?, sólo que Fletcher Knebel había escrito Seven days in May en colaboración con Charles W. Bailey II, igual que Convention y No high ground, así que de pronto era como mitad escritor o medio escritor, mientras que en otras ocasiones, cuando escribió Night in Camp David, The Zinzin Road y Dark horse, que eran libros igualmente políticos y agresivos, o más bien intrigantes y pendencieros, pero los escribió él solito, o por lo menos los firmó él solo, todo esto mientras trataba de comer, la comida infame, como la de todas las cafeterías, y ni sombra de Robert Coover esta vez, el Redomado Lépero de la Hez Metropo­litana sin lograr entender por qué los norteamericanos comían tan mal, apesadumbrado por la certeza de que estaba dentro del 10% de la humanidad que podía comer bien, preguntándose cómo comerían los demás, Barry sin entender, a él no le parecía tan mala la comida universitaria, era sólo comida rápida, eso era todo, de nuevo caminando, ahora en plena calle, bajo la banqueta, los pies hundiéndose ruidosamente en una espesa capa de hojas crepitosas, de hecho, tierra y pedacería otoñal de toda clase de hojas mezcladas, cafetosas, resecas, quebradizas, vulnerables, un poquito de viento frío en las mejillas, el cielo bajo, un poquito nublado reflejando las escasas luces de la ciudad, su expresión desolada porque de pronto lo sorprendió la tentación de empezar a contar lo que le había pasado a un amigo, pero no podía o no quería, bueno un amigo sin nombre, no podía ni siquiera mencionar su nombre, o no, tampoco podía contar su historia, podía pensarla, tratar de afinar sus detalles, aunque prefería no pensarla, tampoco pensarla, incluso prefería tratar de convencerse de tener que olvidarla, o era simplemente que la sentía confusa, y por
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