A la salud de la serpiente. Tomo I. Gustavo Sainz

A la salud de la serpiente. Tomo I - Gustavo Sainz


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luego, señor Garcilazo, usted sería uno de mis invitados. Asistiré al llamado de esa comisión con la certidumbre de que mucho puedo aprender de las ideas que me expresen.

      Los hechos que he referido pueden constatarlos los alumnos y alumnas del primer año, grupo A, de Preparatoria.

      (Rúbrica)

      Periódico La Voz de la Frontera

      Mexicali, Baja California

      Viernes 8 de noviembre de 1968

      Primera plana

      Atalaya

      por E. Garza Senande

      Estimado lector, muy buenos días:

      Ayer me quedé sin habla, de una pieza, lo que se dice de a seis, cuando leí el editorial que apareció en un hermano matutino, bajo el epígrafe “Prostituyendo a la juventud”, debido a la bien cortada pluma del “chif” Garcilazo. Sería muy de desear la intervención de las autoridades competentes de la Secretaría de Educación Pública o del Gobierno del Estado —en su caso— para poner en claro si esos libros “de texto” que utiliza un “profesor” de apellido Pa­dilla están aprobados por las dependencias oficiales. Eso de que a una jovencita se le haga leer en voz alta, delante de sus compañeras y compañeros libracos francamente pornográficos, se me hace que es el colmo de los colmos. ¿A eso le llama el “Ilustre maistro” (no le vaya a poner maestro compa linotipista) “literatura moderna”? Pues esa “literatura” y no tan refinada, se la escuché a mi viejo sargento Zamarripa allá por 1917, cuando le narraba al pelotón a su mando sus “románticas” hazañas. ¡Bonitas sábanas grises con ciertas preparatorias!

      Y sigue lloviendo sobre la milpita de Jacqueline Onassis. ¿Qué no sería posible que ya dejaran en paz a esa mujer? Está bien crecidita para saber lo que hizo al contraer segundas nupcias, y continuar exhibiéndose ante la opinión pública no sólo la daña y perjudica a ella, sino a sus hijos, que es lo peor. Cómo me acuerdo de lo que en algunas ocasiones me decía mi dulce abuelita al salir de la iglesia, a la que la acompañaba los domingos y fiestas de guardar: “El que esté limpio de culpa que arroje la primera piedra”. Y hay cada tipo que la dragonea de muy moralista, que más vale leer Gazapo y La tumba, libros de cabecera del “maistro” Padilla,

      Y como ya Juan Manuel Zavala me está clavando unos ojos como dos puñales de hoja damasquina porque le urge la columneja, aquí me va usted a permitir que con la mejor y más luminosa (¡vóytelas!) de mis sonrisas, le entregue el “material” al compa linotipista, y así tenga oportunidad de comerse a puños —a su debido tiempo— el punto final.

      Periódico El Mexicano

      Mexicali, Baja California

      Viernes 8 de noviembre de 1968

      Primera plana

      La gente

      por E. Galván Ochoa

      México, D. F.: Un laureado libro de mi personal y admirado amigo Gustavo Sainz, intitulado Gazapo, ha movido a indignación a la crítica moral y literaria de la ciudad de Mexicali… Según leí en la edición de ayer de El Mexicano, se acusa al profesor Padilla de propiciar la lectura de semejante libro en las clases de literatura que imparte a los estudiantes de un colegio particular, presumiblemente el cetys, por las señas que de él se dan, ya que su nombre no se menciona…

      Gazapo no es una obra pornográfica. El año pasado, el maestro Juan José Arreola, de cuyo taller literario parece que surgió Gustavo Sainz, me obsequió el libro en cuestión, y recuerdo haberlo leído con especial deleite, porque me pareció un reportaje vívido del sistema de vida de los jóvenes de clase media de esta ciudad de México… El mérito principal —y tiene muchos méritos— en la obra de Gustavo Sainz es haber incorporado en la literatura mexicana el lenguaje cotidiano de la gente común y corriente, con todas sus expresiones características, sus matices, sus significados… Ya una vez dijo Carlos Fuentes que la vida como el arte no son censurables… En el caso concreto de Gazapo ninguna gente sensata y razonable podrá condenarla como obra literaria en sí, a menos de sufrir una regresión a las prácticas hitlerianas de cas­tigar con la hoguera ciertas obras de arte, modelo que Hitler copió de la felizmente desaparecida Santa Inquisición… Y si se trata de condenar la urdimbre de relaciones humanas de las que el libro constituye un reportaje, pues todavía es aconsejable obrar con mayor cautela, porque una de las aventuras más peligrosas y expuestas al fracaso y al ridículo la constituye la de pretender erigirse en árbitro de moral o costumbres, pretensión bíblicamente valorada con aquello de “que quien esté libre de culpa…”

      … el Personal y Admirado Amigo escribiendo como si paladeara las palabras, espaciándolas, como si retomara el hilo de una conversación hacía buen tiempo suspendida, escribiendo fíjate Barry, a los alumnos de la preparatoria Isaac Ochoterena, que era una preparatoria particular, les decían los Arañas, Barry evocando a un cimbrante muchacho negro frente al Pentágono el día de la marcha, con un cartel perturbador, ningún vietnamita me ha llamado negro, o el Personal y Admirado Amigo pensaba y repensaba esas frases, con ese ritmo, con esas cadencias, repasándolas para escribirlas posteriormente, y leía derrengado en la cama alguno de los libros que lo inquietaban, digamos 6 810 000 litres d’eau par seconde (étude stéréophonique), de Michel Butor, de pronto levantando la vista del volumen para saborear alguna elipsis, para detenerse en algún ícono o relacionar algunos puntos distantes, y ocasionalmente seguía con la vista sus rojas latas de coca-cola en inflexible formación amurallada, el libro entre sus manos como si proclamara que lo único importante era el lenguaje y la forma, que todas, absolutamente todas las historias ya se habían contado antes y mejor, y que lo único que queda es producir arabescos, ensamblajes, borrones, desdibujos, collages, y miraba por la ventana, pues toda la pared frente a la cama y de la mitad hacia arriba estaba constituida por una ventana de vidrios dobles, marcos de aluminio y mosquitero, dividida en tres paneles, y a través de ella, desde la cama, ­acostado, podía ver los árboles o más bien el follaje, garabatos de ramas, copas de los abetos de una pequeña colina o montaña que caía o descendía hacia el patio, cuatro pisos abajo y a unos diez metros de la espalda del edificio, y entre las hojas de ese impenetrable bosque manchas que entraban y salían y que ocasionalmente podían distinguirse como pájaros de regular tamaño y pecho anaranjado o rojizo, y a veces hasta parecía oírse el ruido de alas o el de las hojas al abrirse paso los pájaros o pelear o perseguirse, y más allá, pero no se podía ver desde la cama, aunque se presentía, el cielo azul que recordaba similar al cielo de muchos años atrás en la colonia del Valle, en la ciudad de México, en la calle Gabriel Mancera, junto a los laboratorios Max Factor, visto muchas tardes de ocio y turbación adolescentes, sentado en los escalones a la entrada de su casa, la número 1737-A, sólo que en Iowa el cielo siempre estaba tasajeado por la estela de los bombarderos que volaban altísimo, y que dejaban larguísimas líneas blancas que requerían mucho tiempo para desvanecerse, o no seguía con la lectura de una de esas gruesas novelas en las que le gustaba hundirse y perder el juicio, sino que terminada, cerrada la última página y la contratapa, digamos, del libro de Michel Butor que parecía más bien un álbum de etiquetas y boletos y volantes de todas clases, en donde a pesar del autor se encontraba una historia oculta, o docenas de historias tenues, insufi­cientes, apenas esbozadas, pero más que estimulantes, o el zafarrancho de Carlo Emilio Gadda, o uno de Jacob Lind, o de Philippe Sollers, o de ­Hermann Broch, o de Guimarães Rosa, o de Raymond Roussell, que fueron los autores que consumió durante las primeras semanas en ese cálido departamento del edificio Mayflower, cerrado el libro, decía para sí mismo (inclusive en voz alta), acostumbraba anotar sus impresiones en una libreta específica que no debía confundirse con su diario, ni con la libreta adonde arriesgaba tratamientos de lo que llegaría a ser su segundo ensayo narrativo, aunque las tres libretas exteriormente fuesen idénticas, como para confundir a los enemigos acostumbraba afirmar, gruesas, jaspeadas, con puntas y lomo de tela gris, y después to­maba unas tijeras, cambiaba de habitación, encendía la luz fluorescente y se sentaba frente a su escritorio, tan largo, acercándose hacia sí


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