Brillarás. Anna K. Franco

Brillarás - Anna K. Franco


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mi sorpresa, mi padre bloqueó el camino de entrada e impidió que la mujer llegara hasta la casa. Resultaba imposible escuchar qué le decía, pero me di cuenta de que la estaba echando. Ella intentó acariciarle la cara. Él le apartó la mano y señaló la calle. Al final, la mujer volvió sobre sus pasos mientras se secaba las mejillas.

      La única persona a la que mi padre podría haber echado de esa manera era a mi abuela, su madre. Así que ahí estaba: después de diez años de ausencia, Rose Clark había aparecido en el funeral de su nieta. La seguía llamando «Clark» porque ni siquiera recordaba su apellido de soltera. ¿Cómo iba a recordarlo si cuando desapareció de nuestras vidas yo solo tenía seis años y mi padre nos prohibió hablar de ella? Bueno, no es que nos sentara un día y nos dijera: «En esta casa no se habla de la abuela», pero resultaba evidente que el tema le fastidiaba y que simplemente no se hablaba de ella.

      La escena terminó justo cuando una vecina se sentó a mi lado y me sonrió, compungida. Tenía un pañuelo húmedo en la mano, había estado llorando.

      —Tienes buen aspecto—comentó—. Eso no es bueno. No hay que guardarse el dolor dentro.

      Tenía ganas de responderle: «¿Y a usted qué le importa?»; no quería que me diesen consejos que no había pedido. Sin embargo, no había derramado ni una sola lágrima desde que me había enterado de que Hilary había muerto. Se me nublaron un poco los ojos cuando llegué a casa y papá y mamá me abrazaron. Pero llorar, lo que se dice llorar, no lo había hecho.

      No sabía qué contestar, así que me encogí de hombros.

      Dos hombres que estaban sentados cerca de nosotras se rieron. Uno de ellos se tapó la boca y los dos se miraron como si acabaran de cometer una imprudencia.

      Estaba cansada de que me dieran el pésame y no quería hablar con nadie, así que saqué el móvil. Eliminé los mensajes de algunas personas que seguían enviándome saludos —no era tan popular y no era mi cumpleaños—, y busqué un juego.

      Creo que la música de circo se oyó hasta en la acera de enfrente. Me había olvidado de desactivar el sonido.

      Cuando levanté la cabeza, varias personas me miraban. Nunca había visto tantos sentimientos en los ojos de la gente: pena, indignación, curiosidad. Cada persona experimentaba un sentimiento diferente, y eso me despertó un lado rebelde que no sabía que tenía. En vez de pedir disculpas y guardar el móvil, bajé la cabeza como si nada hubiera pasado y seguí jugando.

      Papá se acercó a los poco minutos.

      —¿Qué haces? —me regañó, tapando la pantalla con una mano.

      Le miré al instante. Ya no me cabía ninguna duda de que se había enfrentado a su madre; era la única explicación a su mal humor. Más allá del dolor propio de la situación tan horrible que estábamos atravesando, pude ver que estaba muy enfadado, y apostaba a que no se debía solo a mi actitud.

      —No quiero estar aquí —me atreví a manifestar.

      —¿Por qué no? Es el funeral de tu hermana.

      —¿Puedo irme a mi habitación? —pregunté con la voz entrecortada. No iba a llorar, el ardor que sentía en los ojos solo era resentimiento.

      —Vete —respondió mi padre, señalando las escaleras del mismo modo en que le había indicado la calle a su madre hacía solo un momento.

      Me puse de pie y me alejé del tumulto.

      Por un lado, me sentí aliviada. Por el otro, parecía que una mano me estuviese oprimiendo la garganta.

      Camino a mi cuarto, pasé por la de Hilary. Me quedé de pie frente a la puerta, mirando a la nada. Por un instante, deseé abrir la puerta y que ella estuviera en la cama, aunque fuese sobreviviendo gracias a los aparatos médicos. Enseguida recordé que eso no era vida y me la imaginé sentada frente al armario, pintándose las uñas, y deshice la primera fantasía.

      Abrí la puerta despacio, no fuese a ser que me encontrara con su fantasma. La habitación estaba a oscuras; las cortinas seguían cerradas. Encendí la luz y me atreví a dar un paso. Hacía frío y había poco espacio. Todavía no habían retirado la camilla y los aparatos que habían mantenido a mi hermana con vida durante los últimos meses, así que todo estaba abarrotado. Su preciosa habitación, pintada de color rosa, parecía un hospital y a la vez un depósito.

      Entré sin cerrar y observé el armario. Abrí una puerta y me quedé observando las fotografías que Hilary había pegado dentro. Se la veía sonreír con sus amigas, con papá y mamá cuando era niña… ¡conmigo! Nunca me había dejado mirar sus fotos, así que supuse que no tendría ninguna de las dos. Pero ahí estaba: ella, con seis años, dándole la mano a una Val de cuatro. Se me hizo un nudo en la garganta.

      Cerré la puerta y me giré, suspirando, hacia las paredes empapeladas. Observé las cortinas rosas, el tocador blanco. Fui hacia ahí y pasé un dedo por el joyero, los perfumes y el maquillaje. Cuando me pareció que el nudo se me hacía más grande, me senté en la cama. Saqué el móvil del bolsillo y, masoquista como era, busqué la canción de nuestra infancia.

      Y así, escuchando Dust in the Wind, me eché a llorar como si la que debiera enfrentarse a la muerte fuera yo y no mi hermana.

      Escuchando Dust in the Wind comprendí que Hilary se había ido para siempre. Entendí que no regresaría, que nunca jamás volvería a llamarme. Supe por primera vez que, a veces, la vida era dura e injusta, y que estaba enfadada. Muy enfadada. No con la gente, ni con mis padres, ni siquiera con la vida misma, sino con la muerte. La muerte que todo se lo lleva y todo lo arruina.

      Las lágrimas son arte. Indican tanto tristeza como felicidad, y caen de una manera sublime. Salen de los ojos, es decir, de dentro, y se deslizan por la cara hasta derramarse en cualquier parte: un pañuelo, los dedos, la piel de otra persona. Las lágrimas aprisionan y liberan, pero, sobre todo, son lo más auténtico que tenemos.

      Lloré tanto que no me quedaron fuerzas para nada más.

      Alcé la cabeza y deseé haber saludado a Hilary cada mañana. Deseé haberme alegrado de sus logros en vez de sentir envidia, haber sido mejor como hermana. Quizá algún día, como aquel en que nos sacamos la foto que tenía colgada en el armario, lo había sido.

      Volví a mirar el tocador y el enorme espejo de pie en el que Hilary se miraba cada vez que iba a salir. Ahora era yo quien se reflejaba en él, con los ojos enrojecidos de tanto llorar y la ridícula ropa con la que intentaba demostrarle al mundo mi opinión acerca de los funerales. Los muertos se llevan por dentro, no deberían ser máscaras sociales.

      Me quedé un largo rato sentada en la cama, y cuando sentí que el frío iba a devorarme, me puse de pie para irme.

      Entonces lo vi. La esquina de un papel sobresalía de la parte posterior del espejo, justo por el lado más alto. Supuse que estaría allí por alguna razón estúpida, como separar el cristal del espejo de la estructura de madera, pero enseguida me di cuenta de que eso no tenía sentido.

      Me acerqué y lo observé mejor. Quizá era mi imaginación, pero me pareció ver algo escrito.

      La curiosidad fue más fuerte que la cautela y di un salto, intentando alcanzarlo. Por supuesto, fracasé: estaba demasiado alto. Me acerqué más al espejo y volví a saltar, con la intención de atrapar el papel con los dedos.

      Mi caída fue espectacular. Pisé mal, me precipité hacia delante y empujé el espejo con todo el peso de mi cuerpo. Enseguida me eché hacia atrás, intentando recuperar el equilibrio, y me olvidé por completo de sujetar el espejo. Cuando quise darme cuenta, era demasiado tarde: se inclinó hacia delante después de haberse tambaleado. Apenas tuve tiempo de apartarme de un salto antes de que se estrellara contra la camilla que había junto a la cama.

      Los trozos de cristal saltaron por todas partes, fue un milagro que no me cortase con alguno. Acabé con las deportivas cubiertas de esquirlas; el papel cayó a mi lado. Ya que había hecho tanto estruendo, lo recogí


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