Brillarás. Anna K. Franco

Brillarás - Anna K. Franco


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Si era de Hilary, supuse que lo correcto habría sido dárselo a mi madre. Sin embargo, mis reflejos me llevaron a esconderlo, como si hubiera descubierto algo prohibido.

      Mamá se apoyaba en el marco de la puerta; había llegado dando trompicones. Papá me miraba, confundido, desde el pasillo.

      Ella fue la primera en moverse.

      Se acercó, me apretó los brazos contra el cuerpo y me sacudió con fuerza.

      —¡¿Qué haces?! —me gritó—. ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué has entrado? ¡Mira lo que has hecho!

      Dio media vuelta para mirar el desastre, se acuclilló junto al espejo y acarició un borde de la estructura de madera. Giró la cabeza y me miró de una forma que nunca antes había visto.

      —Vete de aquí. ¡Esta habitación debe permanecer intacta!

      Tragué con fuerza. Tenía los ojos muy abiertos y la respiración agitada. ¿Por qué me prohibiría entrar en el cuarto de mi hermana? Al parecer, aunque ya no estuviera, seguía siendo la favorita de mamá. Un espejo y un dormitorio eran más importantes que yo.

      Me giré y salí sin responder. Papá me paró en el pasillo.

      —¿Estás bien? —me preguntó—. ¿Te has hecho daño?

      Parecía que, después de todo, le importaba a alguien.

      Negué con la cabeza, dominada de nuevo por el nudo en la garganta, y hui a mi habitación.

apertura de capítulo

      3

      La lista

      Mi habitación, que siempre había sido un refugio, parecía una cueva siniestra. No solo me sentía devorada por el dolor, sino que, además, estaba molesta. No entendía la actitud de mamá: para mí, usar las cosas de mi hermana era una forma de honrarla. Para ella, el simple hecho de tocarlas era un pecado. Intenté convencerme de que se trataba de algo pasajero y de que, con el pasar de los días, entraría en razón. Tenía que ser así.

      Me senté en el borde de la cama. Metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué la lista. Ahora que podía observarla mejor, se trataba de un papel blanco escrito con boli negro. La letra de Hilary era inconfundible: meticulosa y redondeada, casi como un dibujo.

      «Diez cosas que quiero hacer antes de morir».

      ¿Podía alguien resumir su vida en apenas diez deseos? ¿Cuántos habría llegado a cumplir? ¿Cuándo habría escrito esa lista?

      Bajé la vista y fui directo a la firma. Ponía «Hillie», como solíamos llamarla, y debajo había una fecha. Ya tenía la respuesta a una de mis preguntas: había escrito la lista cuando el cáncer había hecho metástasis, es decir, cuando la enfermedad había empeorado. Después, Hilary solo vivió cuatro meses, la mayoría de los cuales se los pasó conectada a las máquinas que la mantenían con vida. Aún no sabía qué había escrito, pero estaba casi segura de que, si había logrado cumplir algo, no había sido mucho.

      Respiré hondo y empecé a leer.

      1. Decir lo que pienso más a menudo.

      2. Ver a la abuela sin importar lo que diga papá.

      3. Ir a un concierto de rock.

      4. Nadar en el mar al amanecer.

      5. Hacerme un piercing.

      6. Tener sexo.

      7. Comer la pizza más grande del mundo.

      8. Ir a ver un partido de la NBA.

      9. Besar a alguien en Times Square la noche de Año Nuevo.

      10. Hacer algo que valga la pena por alguien.

      ¡¿Así que Hilary aún era virgen?!

      Después de pensar eso estuve a punto de mirar el cielo. No era una persona religiosa ni mucho menos, pero me sentí fatal. ¿Cómo se me podía ocurrir semejante tontería cuando estaba asistiendo a lo más triste de la existencia de una persona: la comprensión de que la vida nunca es lo suficientemente larga para hacer todo lo que queremos?

      Dejé el papel sobre la almohada y me quedé mirando la pared fijamente.

      No vivíamos en un pueblo en medio de la nada; estábamos en Nueva York, y mi hermana nunca había ido a un partido de la NBA. ¡Es que nunca nos hubiésemos imaginado que quisiera ir a uno! O, al menos, yo no.

      Nunca le había gustado el baloncesto, y a mi familia tampoco. Era animadora del equipo de fútbol americano. Quizá no le interesaba el deporte, sino hacer algo distinto. El concierto de rock era obvio, pero lo de nadar en el mar al amanecer también me había sorprendido. Sentí que ese deseo representaba ser libre. Libre de las máquinas, de la enfermedad, de la muerte.

      Tenía que darle la lista a mamá, seguro que la ayudaría a conocer mejor a su hija ahora que se había ido, si es que le pasaba lo mismo que a mí. Sin embargo, estaba enfadada y preferí quedármela. Me puse de pie y, para que mis padres no la descubrieran, la escondí en el último cajón de mi cómoda, debajo de unos jerséis que ya no me ponía.

      Volví a la cama y abracé la almohada hasta quedarme dormida.

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      Alguien llamó a la puerta y me despertó. Papá abrió y me avisó de que la gente se había ido y que debía bajar a comer algo. Le di las gracias y me levanté enseguida.

      Era el único que quedaba en la cocina, recogiendo el desorden que habían dejado las visitas.

      —No hagas mucho ruido, tu madre se ha tomado unas pastillas que le recetó el médico y se ha quedado dormida —me informó.

      Me senté en la mesa, acerqué un plato con algunos canapés y me los quedé mirando. Después de meter vasos en el lavavajillas, papá se giró, se apoyó en la encimera y se cruzó de brazos.

      —Val —le miré—, me gustaría saber si estás bien.

      —Estoy bien —aseguré.

      —Hoy has actuado de forma muy extraña. Es imposible que la muerte de Hillie no te duela. Sabemos que estás sufriendo tanto como nosotros y creemos que deberías exteriorizarlo.

      —¿«Creemos» o solo tú lo crees?

      —Mamá también. Pero le está costando asimilar lo que nos pasa y aún no puede hablar de ello —«ello» era la muerte—. Sabes que ella vivió la enfermedad de Hillie más de cerca; le costará reponerse y tenemos que ayudarla.

      —¿La conversación es sobre ella o sobre mí? —pregunté. No porque no me importara mi madre, sino porque no quería sentirme mal por haber entrado en el dormitorio de Hilary y haber armado un desastre. Como he dicho antes: podía ser muy torpe y, por cómo se había puesto mamá, eso no la había ayudado para nada.

      —La conversación es sobre ti, cariño, lo siento —respondió papá—. Queremos que estés bien. Bueno, al menos, lo mejor posible. Te ofrecimos ir a un psicólogo cuando enfermó, ¿lo recuerdas? No insistimos porque el dinero escaseaba y consideramos que tu hermana lo necesitaba más.

      —Lo sé. No me hacía falta ir a terapia, no te preocupes.

      —Pero ahora podemos pagarlo.

      —No hace falta, papá, gracias.

      —No te precipites en tomar la decisión, solo es una propuesta. Decide cuando te sientas preparada.

      Asentí con la cabeza y me metí un canapé en la boca para que no insistiera y para que creyera que estaba bien.

      —Esa


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