Brillarás. Anna K. Franco

Brillarás - Anna K. Franco


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al psicólogo?

      —No lo sé, aún no lo hemos hablado.

      Nos volvimos a quedar en silencio.

      —Papá.

      —¿Sí, cariño?

      —Será extraño dormir sabiendo que los gritos de dolor de Hillie no nos despertarán a media noche.

      No sé de dónde salió eso o por qué lo dije justo en ese momento, pero le acabé de romper el corazón.

      —Hillie ya no sufre más —dijo con entereza, aunque se le quebró la voz—. Vamos, come; tienes que mantenerte fuerte. ¿Qué harás mañana? Tengo el día libre en el trabajo, ¿quieres ir a al instituto?

      No lo había pensado.

      —Sí, quiero ir —dije.

      —¿Estás segura?

      —Estoy segura. Gracias.

      Asintió y se giró para seguir vaciando platos en la basura y colocarlos en el lavavajillas. Me lo quedé observando un momento: la espalda ancha, los hombros erguidos, las piernas largas. Papá. Prácticamente lo miraba con los mismos ojos de cuando era niña; esperaba que, ahora que Hillie se había ido, dejara de vivir para trabajar.

      Después de comer dos canapés, le ayudé a tirar los restos a la basura y a guardar la vajilla limpia. Poco después nos despedimos con un abrazo y cada uno se fue a su habitación.

      Casi no dormí pensando en Hilary. Me preguntaba dónde estaría y si me estaría espiando. Sentí miedo, pena, tristeza y dolor, todo al mismo tiempo. Lloré un rato, recordé nuestros mejores momentos y, al final, me acabé riendo al recordar que, una vez, cuando tenía cinco años, me pidió que le cortase el pelo y le hice un estropicio.

      Sí, Hilary había sido una buena hermana, y eso me acompañaría toda la vida.

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      Cuando bajé las escaleras la mañana siguiente, mis padres aún no se habían levantado. Me preparé un bol con cereales, comí un par de tostadas y me fui al instituto.

      Glenn fue la primera en correr hacia mí cuando me vio abriendo la taquilla.

      —¡Val! ¿Cómo estás? Pensaba que no vendrías —dijo.

      —¿Qué sentido tendría quedarme en casa? —respondí.

      —¡Cuánto lo siento! Lamento no haber ido ayer. Estaba en la iglesia, mi padre no me dejó faltar a misa para ir.

      Glenn era morena y vivía en Harlem, un barrio lleno de afroamericanos. Cantaba como nadie y no se perdía un solo día de ensayo —y mucho menos de celebración— con el coro de su iglesia.

      Se me escapó una sonrisa: el padre de Glenn era pastor, así que en su casa eran muy religiosos. Sin embargo, no había permitido que su hija faltara a la iglesia un domingo para acompañar a una amiga que acababa de perder a su hermana.

      Como parecía compungida de verdad, me tragué las emociones y le dije que no pasaba nada, que había recibido su mensaje y que le agradecía que rezara por mi familia. ¡Lo hacía! Pero�necesitaba algo más. Algo que ni mi familia, ni mis amigas, ni ninguna de las personas que conocía podía darme. Lo peor de todo era que no sabía qué me faltaba. Hilary, por supuesto. Pero había algo más. Era como si su muerte me hubiera hecho darme cuenta de que, en realidad, siempre había estado un poco vacía.

      Intenté sobrevivir a ese día entre las condolencias de los profesores y las clásicas tonterías de mis compañeros. Aunque una persona hubiese muerto, el mundo seguía girando. Nada cambiaba, excepto los afectados por esa partida, que en este caso se reducía solo a mamá, papá y a mí. Tres contra el mundo.

      Ir al instituto, de todos modos, me ayudó. Sin embargo, a veces pensaba en cosas como que Hilary no había podido ir a la universidad. Aun así, me entretuve con un experimento en clase de ciencias, leí en voz alta un poema en literatura y hasta me atreví a defender a mi amiga.

      —Hoy en día la gente no ama —dijo Liz. Estábamos hablando sobre el amor—. Los chicos solo buscan una chica bonita de la que puedan presumir delante de sus amigos y pasar el rato con ella.

      —Envidiosa —murmuró uno, fingiendo que tosía. Los demás se rieron. Liz era una de las chicas más guapas del instituto; ese tonto no sabía lo que decía.

      —Chicos —les regañó la profesora, muy poco enérgica para mi gusto, y volvió a mirar a mi amiga—. Eso que expones es una problemática muy cierta, Elizabeth. Más adelante trabajaremos el tema de la mujer como objeto sexual —los profesores llamaban a Liz por su nombre completo, aunque ella lo odiaba. Se oyeron algunas risas más—. Pero no todos los chicos son así, te lo prometo. Fíjate: Lord Byron era un romántico.

      —Pues entonces tendríamos que ir al siglo xviii para encontrar un chico que valga la pena —acoté, mirando al idiota que había llamado envidiosa a mi amiga. Los demás hicieron un largo «Uh», sorprendidos por mi nueva actitud.

      Cuando llegué a casa, mamá seguía en la cama y papá no estaba. Como ella dormía, bajé las escaleras e intenté llamar a papá. Descolgó al cuarto pitido.

      —Lo siento, Val, ha habido una urgencia en el trabajo y he tenido que ir a la oficina. Volveré tarde. Hay comida en la nevera. Por favor, asegúrate de que mamá coma algo.

      —Sí, de acuerdo. Adiós.

      Dediqué el resto de la tarde a hacer deberes y a preparar la cena. Nada muy elaborado, solo lo que me permitía mi mala mano para la cocina. Preparé dos platos, dos vasos, dos pares de cubiertos y subí a buscar a mamá.

      —Mamá —la llamé mientras le tocaba el brazo. Me pareció que no se había levantado en todo el día—, vamos a cenar.

      —No tengo hambre, Val, gracias —respondió con un hilo de voz. Las sábanas estaban llenas de pañuelos de papel, de los cuales aún tenía uno en la mano. Hacía mucho calor y me dio la impresión de que estaba sudando.

      —Por favor… Ya la he preparado. Acompáñame a la mesa.

      —Déjame en paz.

      Me erguí de golpe; la frase me sacudió. Sentí rabia y bajé las escaleras corriendo. Llené el plato de comida, serví agua en su vaso y lo puse todo en una bandeja. No iba a rechazarme de esa manera; le había prometido a papá que comería, así que lo haría.

      Subí la bandeja llena y la dejé sobre la mesita de noche. La volví a despertar y hasta la sacudí.

      —Te he traído la cena. Papá me ha pedido que te obligara a comer. Por favor, no me hagas esto —supliqué.

      Nunca respondió.

      Fue la peor semana de mi vida. Mamá casi no se levantó de la cama, papá trabajaba todo el día y yo solo tenía el instituto.

      El domingo, deseé huir a un mundo paralelo. Glenn estaba en la iglesia y Liz estudiando para sacar las mejores notas de la clase. Mamá seguía en la cama y papá intentaba que se levantase. Entonces entendí que estaba completamente sola, que la enfermedad no había acabado con la muerte de Hillie y que mi familia quizá estaría enferma toda la vida.

      Me sentía triste e impotente. Estaba tan molesta que hasta me enfadé con Hilary. Le pregunté por qué se había puesto enferma y por qué se había ido, como si ella tuviera la culpa.

      Así fue como volví a la lista. Me senté delante de la cómoda y busqué entre la ropa hasta encontrarla. Releí cada palabra que había escrito Hillie, cada deseo, y sentí como se me llenaba el alma.

      Esa semana había sido espantosa en casa, pero diferente en el instituto. Me había atrevido a participar en clase, algo que nunca hacía porque el rechazo me daba demasiado miedo, y había disfrutado de


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