Brillarás. Anna K. Franco

Brillarás - Anna K. Franco


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muebles eran de madera y había una ventana con las cortinas cerradas. Al otro lado de la habitación había una puerta que daba a la cocina y una encimera baja que hacía de isla para desayunar.

      Me senté y ella me miró durante unos segundos. Supongo que pensaba «¡Qué grande está mi nieta!» y todas esas cosas que piensan las abuelas, por más joviales que parezcan.

      —Prepararé un té —anunció, y se fue a la cocina.

      Por suerte podía verla desde el comedor a través de la isla y controlar que no pusiera nada extraño en la infusión. Estaba actuando de forma paranoica, lo sé, pero en la vida había estado en casa de una mentalista. Y que encima fuera mi abuela… No me lo podía creer. Un poco más y tengo que ir a visitarla a la cárcel por quitarle el dinero a la gente con mentiras.

      —¿Hace mucho que trabajas de… esto? —pregunté intentando adivinar si mi padre se había alejado de ella por eso.

      Rose sonrió y me respondió desde la cocina.

      —Desde que George murió.

      —¿George? —pregunté.

      —Mi pareja. ¿Cómo? ¿Tu padre no…?

      No acabó la frase.

      —No —dije enseguida. Mi padre nunca nos había contado el motivo por el que se había alejado de su madre, y mucho menos quién era George.

      En menos de cinco minutos, Rose trajo las tazas de té y, además, unas galletas. Se sentó frente a mí y me preguntó si quería azúcar. Le dije que sí y, como todas las abuelas, puso dos cucharadas en mi taza para que no tuviera que hacerlo yo.

      —Prueba estas galletas —me sugirió—. Son de canela, las he hecho yo.

      Acepté con una sonrisa breve y tomé una. Ahora que podía ver a mi abuela de cerca, me di cuenta de que era muy guapa. Las pocas arrugas que tenía pasaban desapercibidas en un cutis cuidado, y el pelo brillante enmarcaba su expresión vivaz.

      —¿Cómo se te ocurrió venir a visitarme? —preguntó.

      No quería contarle lo de la lista, pero, como tampoco quería mentirle, le dije una verdad a medias.

      —Sabía que a Hilary le hubiera gustado venir a verte antes de… —no quería decir morir otra vez.

      —Me alegro de que hayas venido —intervino para evitarme el mal trago, y me tomó una mano por encima de la mesa.

      Fue lo más impresionante de toda la semana. En la vida había sentido nada como eso al tocarme alguien. Esa mujer tenía una energía especial. No dejaba de ser una estafadora, pero poseía una armonía que me hizo llorar.

      Fue la primera vez que lloré por Hilary en público, y eso me hizo sentir muy mal. Estaba avergonzada y, a la vez, devastada, por eso tardé unos minutos a retirar la mano.

      Ella me ofreció un pañuelo y yo le di las gracias.

      —¿Por qué papá no quiere saber nada de ti? —pregunté mientras me sonaba la nariz. Acababa de llorar delante de ella, así que no le costaba nada confesarme algo.

      —Es raro que tu padre no te lo haya contado, creía que se lo había dicho a todo el mundo. Verás, hace diez años� engañé a tu abuelo. Hacía un curso de control mental y George era mi maestro. Fue todo bastante traumático porque se lo dije a mi marido y él se lo contó a tu padre. Entre los dos me echaron de casa y acabé viviendo aquí con George.

      —Lo… lo siento… —balbuceé. La verdad era que había cometido adulterio, pero ¿acaso podía juzgarla? ¿Por qué mi padre y el abuelo la habían tratado de esa manera? El mundo estaba lleno de hombres que hacían lo mismo, pero se cubrían entre ellos. En lugar de juzgarla, sentí pena por ella.

      —Oh, no, no lo sientas, fue la época más feliz de mi vida —se apresuró a aclarar mi abuela—. Echaba de menos a mi hijo, por supuesto, pero, como mujer, nunca me había sentido tan plena. George era el amor de mi vida y no me arrepiento de haberle elegido. Siento si suena muy duro; sé que es algo que tu padre nunca podrá perdonarme, y lo entiendo.

      Suspiré, incapaz de tomar partido. Por un lado, me daba pena. Por el otro, mi madre también prefería a otra persona antes que a mí, así que opinar habría sido arriesgado.

      —Si papá hubiera tenido mi edad, ¿te lo habrías llevado? —indagué.

      —¡Claro que sí! Quizá me he expresado mal: no elegí a George por encima de tu padre, sino que lo elegí por encima de mi marido. Si no volví a acercarme a tu padre fue porque me sentía culpable. Lo he intentado varias veces, la última hace una semana, pero él siempre me ha rechazado, y con razón. Le rompí el corazón a mi marido y murió pocos años después. De todos modos, me habría ido, fue el motivo por el que le confesé que amaba a otra persona.

      —Sufrió un infarto —de eso me acordaba bien.

      —Sí, lo sé. Fui a su entierro, aunque me oculté.

      Apreté los labios, incapaz de decir nada más. ¿Entonces ese era el secreto de mi familia? ¿Eso era todo? ¿Habían hecho falta diez años y la muerte de mi hermana para que me atreviera a acercarme a mi abuela?

      —Cuéntame algo sobre ti —me pidió, quizá para dejar en segundo plano los temas espinosos. Le brillaban los ojos, se notaba que estaba contenta de verme.

      —No hay nada interesante que contar. La vida de Hilary era mil veces más interesante que la mía —afirmé con seguridad.

      —Pero tú estás aquí, así que primero quiero saber de ti.

      Bajé la cabeza. El té todavía humeaba.

      —Me levanto, voy al instituto, aunque no destaco en ninguna asignatura (y mucho menos en los deportes), vuelvo a casa y hago los deberes. Eso es todo.

      —¿Y qué haces los fines de semana?

      —A veces voy a alguna cafetería con mis amigas. Pero ninguna de las tres salimos mucho. Suelo quedarme en casa con el móvil o el ordenador.

      —¿Y qué te gusta hacer? ¿Cuál es tu asignatura favorita?

      —Ninguna. No hay nada que me guste. Ya te he dicho que mi vida no es nada interesante, lamento decepcionarte y haber tenido razón.

      —¿Y a qué esperas para que lo sea? La vida es corta y debemos exprimirla al máximo —respondió.

      Me humedecí los labios pensando que lo más excitante que había hecho nunca había sido ir a verla en contra de la voluntad de mi padre.

      —Algún día lo intentaré —dije. La verdad, no sabía qué responder.

      Ella percibió que la conversación había llegado a un punto muerto y preguntó:

      —¿Por qué no me acompañas a hacer unas compras?

      Salimos y dimos una vuelta por el barrio. Resultó que mi abuela sabía discutir en chino para que le hicieran alguna rebaja y me hizo reír amenazándome con un pescado crudo.

      Me sentí cómoda y volví a estar contenta. Visitar a mi abuela me había hecho bien, pero se hacía tarde y tenía que volver a casa.

      Cuando volvimos a la tienda, me negué a entrar y le dije que debíamos despedirnos.

      —Por favor, ven cuando quieras —dijo, aunque más bien me lo estaba rogando.

      —Solo si me respondes una cosa —curvó las cejas en señal de permiso—. ¿Cómo has sabido todo lo que me dijiste antes? No creo que seas mentalista y que una fuerza superior te cuente los secretos de las personas.

      Rose se rio con ganas.

      —Mejor te lo cuento la próxima vez, así me aseguro de que vuelves.

      Me guiñó un ojo y se


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