Brillarás. Anna K. Franco

Brillarás - Anna K. Franco


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allá, había tirado ese espejo para que yo tuviera su lista?

      Bueno, eso último suena muy exagerado. Pero, fuese como fuese, había llegado a mis manos y debía hacer algo al respecto.

      Hilary no había tenido tiempo de cumplir sus sueños, y aunque no podía darle más días, podía cumplir sus deseos.

apertura de capítulo

      4

      La estafadora

      Me puse manos a la obra y copié la lista de Hillie en otra hoja. No quería tocar la suya porque quería guardarla de recuerdo. Además, no descartaba dársela a mamá algún día.

      La releí varias veces y me pregunté si dejaría alguna sin cumplir. Había algo que me perturbaba cada vez que lo leía, y era el punto del sexo. Podía besar a un desconocido en Times Square la noche de fin de año, pero el sexo era algo que simplemente llegaba, y no pensaba acostarme con cualquiera solo para cumplir un sueño de mi hermana. Nunca tendría sexo por el simple hecho de que me lo indicara una lista, así que taché el punto número seis. Mi decisión era irreversible: el punto número seis no existía.

      El segundo me parecía el más difícil. Ir a ver a la abuela cuando a duras penas me acordaba de ella y papá no la había querido ni en el funeral de su hija, era, como mínimo, una locura. Si él se enteraba de que había desobedecido sus órdenes, se desataría una guerra.

      Me detuve enseguida. No podía empezar a tachar deseos a diestro y siniestro; habría sido como jugar con los sueños de mi hermana. ¿Qué es la vida, sino una aventura tras otra? Si quería demostrarme a mí misma que era capaz de cumplir los deseos de Hillie a pesar de que a mí nunca se me hubieran ocurrido, me convenía empezar con algo difícil. Cualquier persona se podía comer una pizza. Ir a ver a la abuela era de valientes.

      Lo primero que hice fue buscar «Rose Clark» en internet. Por supuesto, aunque se la veía bastante jovial, no tenía redes sociales. También podía ser que usara su apellido de soltera, pero no sabía cómo averiguarlo si no era preguntándoselo a mi padre. Enseguida se me ocurrió que una persona de sesenta años quizá no tendría Facebook, pero sí teléfono fijo, así que la busqué en el listín telefónico.

      Cuando descubrí que existía una Rose Clark en el barrio chino, me dio un vuelco el corazón. La alegría solo duró unos segundos: si era china, era imposible que fuera era mi abuela. Pero allí no solo vivían chinos, aunque sí que eran la gran mayoría. Tendría que ir para salir de dudas.

      Como mamá se pasaba el día encerrada en su habitación y papá en el trabajo, ni siquiera tuve que darles explicaciones. Al día siguiente, cuando salí del instituto, me resultó muy fácil tomar el metro hasta el barrio chino. No solía ir mucho por ahí, así que tuve que usar el móvil para encontrar la dirección.

      Cuando llegué a la puerta, me quedé pasmada. Se trataba de un pequeño local con una ventana cubierta por cortinas rojas. Detrás del vidrio había un cartel luminoso que anunciaba «Mentalista». Me reí sin tapujos, aunque corría el riesgo de que los transeúntes considerasen que estaba loca. Nunca me había creído ese cuento de que algunas personas podían adivinar el futuro, y dudaba de que mi abuela fuera una estafadora que se aprovechara de la gente que entraba en su tienda en busca de mentiras místicas. Una mujer que hacía eso no podía haber criado a un hombre intachable como mi padre. Aun así, ya que me había tomado la molestia de ir, entré.

      No había acabado de abrir la puerta cuando se oyeron unas campanitas. El olor a incienso me golpeó en la nariz. Hice una mueca y entrecerré los ojos, como si así pudiera ver mejor a través de la penumbra escarlata del negocio. Había una cortina roja muy pesada y, detrás, una mesa redonda y una silla.

      —Adelante —dijo una voz de ultratumba.

      Aunque sentí un poco de miedo, seguí avanzando. Empecé a darme ánimos: «Vamos, Val, una estafadora no puede asustarte. Debería ser ella la que te tuviese miedo. Si la denuncias…».

      Esperaba encontrarme a una china de unos cuarenta años desesperada por encontrar clientes. Me quedé de piedra cuando descubrí que la voz no pertenecía a la mujer que había imaginado, sino a la señora que había visto en la entrada de casa. Sí: mi abuela era una estafadora y, por si fuera poco, ni siquiera me había reconocido. En el fondo esperaba que la enemistad que había entre ella y mi padre no fuera para tanto y que él le hubiese enviado fotos de sus hijas. Al parecer, no era así.

      —Adelante, querida —dijo señalando la silla libre.

      Llevaba el pelo rubio largo y ondulado sobre los hombros, y una blusa blanca muy parecida a la que le había visto en casa. Sobre la pequeña mesa redonda había cartas de tarot y unas piedras, las cuales supuse que eran runas. El olor a incienso aún era más fuerte en este lado de la cortina y me estaba mareando; el humo me impedía terminar de estudiar su rostro. Solo supe que llevaba las manos llenas de anillos y las muñecas de brazaletes.

      Sujeté el respaldo de la silla y la aparté despacio. Me quité la mochila y la dejé al lado mientras me sentaba. No quité la mano de las correas, por si tenía que salir corriendo. El ambiente daba miedo.

      —Déjame decirte lo que veo —pidió sin que yo le explicara nada—. Acabas de salir del instituto. Tienes un problema muy grave y necesitas ayuda.

      Entreabrí los labios, indignada. Mi abuela no solo era una estafadora, sino que, además, se atrevía a robarle a una menor de edad.

      —Sí —contesté para seguirle el juego.

      Entrecerró los ojos y me miró de la cabeza a la cintura, que es hasta donde me llegaba el borde de la mesa.

      —Estás triste. Si quieres puedes contarme el motivo o bien dejar que lo averigüe.

      No era difícil adivinar que una adolescente acudiría a una mentalista porque estaba triste o tenía problemas. No iba a conformarme con frases hechas.

      —¿Y cómo le llega esta información? ¿Por correo electrónico? —pregunté haciéndome la ingenua.

      Me arrepentí al instante de haber hecho la broma.

      —Se te dan muy mal los deportes —soltó de la nada. Me quedé atónita—. Pero tu hermana es muy buena. Excelente.

      —Era —la corregí con voz temblorosa.

      —¿«Era»?

      —Murió la semana pasada.

      Sentí escalofríos. Nunca había reconocido la muerte de Hilary en voz alta. Además, esa mujer acababa de adivinar que se me daban mal los deportes pero que tenía una hermana a quien se le daban bien.

      Estuve a punto de huir, pero justo en ese momento la mirada de mi abuela cambió y una fuerza invisible me apretó contra la silla. Rose se llevó una mano al pecho mientras fruncía el ceño y murmuró:

      —¿Eres Valery?

      —Sí —respondí con cautela.

      —Oh… —tan solo «Oh». ¡Pero ese monosílabo escondía tantas cosas!

      Se levantó de la silla y apagó el cartel luminoso de la ventana. A toda velocidad, giró el que decía «Abierto» a «Cerrado» en la puerta y echó la llave.

      —Vamos a tomar un té —me invitó, extendiéndome una mano.

      No la toqué, pero, a pesar de sentirme un poco insegura, cogí la mochila y me levanté para seguirla al fondo de la tienda.

      Llegamos a un piso decorado con el mismo estilo que el local. El suelo estaba cubierto con una alfombra persa, había un sillón de dos plazas y una mesa con un pañuelo de seda negro y dorado encima. La sala estaba abarrotada de objetos; destacaban un gato egipcio de porcelana que me llegaba hasta la cadera, un mueble antiguo y un centenar de frascos y velas.

      «Por


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