La huerta de La Paloma. Eduardo Valencia Hernán
en manos de los comunistas, la UGT, la CNT y la FAI. Solo falta el armamento que el Gobierno se niega a distribuir por miedo a perder el control definitivo del poder y del Estado de derecho. La República, tras cinco años de dura pelea contra las facciones involucionistas, se tambalea. Todo está en manos del destino.
Casares está nervioso, se encierra por unos momentos en su despacho y empieza a ojear la carta que hace unos días recibió del general Franco en su exilio canario. Una nota cargada de quejas y desagravios, pero que leída ahora de nuevo más detenidamente va cargada de intenciones reaccionarias y con un sentido muy determinado:
«Las recientes disposiciones que reintegran al Ejército a los jefes y oficiales sentenciados en Cataluña y la más moderna de destinos, antes de antigüedad y hoy dejados al arbitrio ministerial, que desde el movimiento militar de junio del 17 no se había alterado, así como los recientes relevos, han despertado la inquietud de la gran mayoría del Ejército».17
El presidente del Consejo abre su pitillera, eso lo tranquiliza. En ese instante llama a la puerta el general Núñez de Prado.
—¡Pase, Núñez! —comenta Casares—. ¿Alguna novedad?
—Se confirma lo del general Franco.
—Precisamente estaba ojeando la carta que le comenté. Valiente cabrón nos ha salido este gallego. Bueno, siéntese y empecemos a arreglar todo este guirigay. Presiento que las próximas horas van a ser muy largas. Vamos a centrarnos en la evolución, tanto en Cataluña como en Aragón.
—Señor, en Cataluña la situación está más controlada que en Zaragoza. No creo que Llano de la Encomienda esté con los golpistas, al menos eso es lo que nos ha comunicado Pozas, confirmándome que la Guardia Civil allí no crearía problemas.
—¿Y en Zaragoza? —pregunta Casares.
—Cabanellas me preocupa. No es de fiar. Está muy esquivo, como si esperase ganar tiempo. Creo que deberíamos actuar rápido antes de que la situación sea irreversible.
Tras unos instantes de reflexión…
—¿Estaría usted dispuesto —pregunta Casares— a presentarse allí y en caso necesario tomar el mando de la situación?
—Señor, un militar está para cumplir órdenes.
—Bien, no esperaba menos de usted. Déjeme pensarlo y pronto le comunicaré mi decisión.
Ninguno de los dos podía adivinar el futuro. Casares no hubiera tomado esa decisión si supiera que enviaba al general a una muerte segura. En efecto, Núñez de Prado nunca volverá de Zaragoza, al menos vivo. No tendrá ocasión de tomar posesión de su destino en África.
Mientras tanto, Casares Quiroga sigue con sus consultas. Es necesario tomar decisiones y quiere tener todas las opiniones disponibles.
—¡Que pase el general Riquelme!
Pasados unos segundos…
—Señor ministro, a sus órdenes.
—Siéntese, Riquelme… Es usted el único general de división que tengo cerca de mí. Dígame, ¿qué haría usted si el Cuartel de la Montaña se sublevara?
—Señor, la situación es complicada, pero, de todos modos, sería imprescindible que la tropa no se desplegara por Madrid y se recluyera en el cuartel. Allí son más inofensivos.
—Quiero comunicarle —responde Casares— que mi intención, en caso de rebelión, es de reducirla con los medios militares disponibles sin armar a la población, y menos a los sindicatos, pues no me fio de su poder en el momento de que tomaran la calle con las armas.
—En ese caso, solo queda movilizar a la Guardia Civil y a los guardias de asalto, aunque insisto en que no sería una solución descabellada armar a grupos de voluntarios dirigidos por oficiales leales a la República.
—A ver, Riquelme, ¿puede usted asegurarme la lealtad de toda la oficialidad aquí en Madrid? Piense muy bien la respuesta.
—Señor…
—Gracias, Riquelme. Entiendo su posición, pero yo debo tomar mis propias decisiones. En todo caso, espero que esto no llegue a más. Ordene que se hagan los preparativos para poner en estado de alerta a la Guardia Civil y a los de asalto y tenga mucho sigilo con los mandos. Sigo pensando que no las tenemos todas con nosotros.
Es media tarde del sábado 18 y la confusión informativa sigue en aumento. Los periodistas están ávidos de respuestas. Todo son bulos y especulaciones. Desde el Ministerio de la Gobernación no se confirma ni se desmiente nada. No se sabe a ciencia cierta si el general Mola, en Pamplona, se ha sublevado junto con los carlistas y falangistas. Tampoco se sabe nada del general Queipo de Llano en Sevilla. La espera se hace interminable.
Todo el mundo comienza a estar nervioso y alarmado. Los dimes y diretes recorren toda la ciudad dependiendo su inclinación de la filiación política de quienes lo divulgan. Se comenta que una parte del Ejército de África se ha sublevado pero que elementos leales al gobierno resisten todavía, y que la flota leal a la República se dirige a sofocar a los sediciosos.
La población sigue distante de los comunicados oficiales y se teme lo peor pese a las arengas gubernativas de calma total. Mientras tanto, un grupo de periodistas, deseosos de noticias frescas, espera en el Ministerio de la Gobernación la habitual conferencia del ministro. Sin embargo, esta vez son recibidos por el subsecretario de Gobernación.
—Señores —comenta el subsecretario—, la sublevación se limita al protectorado de Marruecos y dentro de poco se les anunciará el fin de esta situación. La calma en la península es total y no se prevé nada al respecto.
—¿Y qué pasa en Navarra y en Canarias? —comenta un periodista—. Corre el rumor de que Mola se ha sublevado en Pamplona con los carlistas.
—No sé nada de Navarra. ¡Todo eso es mentira! El general Mola es leal a la República y no hace mucho él mismo se ha puesto en contacto con el señor ministro. Y eso es todo, buenas tardes.
En la logia matritense están reunidos algunos militares de la UMRA. Han llegado noticias de que el general Queipo de Llano se ha sublevado en Sevilla, aunque los obreros luchan en las calles. Uno de ellos comenta que seguro se solucionará lo mismo que ocurrió con La Sanjurjada. Sin embargo, la impresión general es que la situación va empeorando. Barcelona, Zaragoza, Valencia, Oviedo, etc. De todas partes llegan noticias de conspiraciones en los cuarteles, aunque algunos se aferran a leves esperanzas.
—No os preocupéis tanto, opina uno de ellos. En Asturias estamos salvados con Aranda y, además, se comenta que un fuerte contingente de mineros se dirige hacia aquí. Asturias está segura.
—¡Oye! Y del Cuartel de la Montaña, ¿sabes algo?
—Que están acuartelados.
—¡Venga ya! —comenta otro—. Están sublevados. Lo mismo que ese Aranda. A saber, qué debe de estar tramando. Da la sensación de que el Gobierno no se entera de lo que pasa, incluso el coronel Serra, del Cuartel de la Montaña, se niega a entregar los cerrojos a un representante del Gobierno. Creo que al final habrá jaleo. Por otro lado, los barrenderos madrileños, ausentes de la realidad en que están inmersos, siguen con su cotidiano trabajo de limpiar las calles, que es para lo que les pagan.
17. Romero, Luis, Tres días de Julio, Barcelona: Ariel, 1967.
Castillo de Montjuic. Cuerpo de guardia
Eduardo, junto con algunos compañeros más, ha sido trasladado de nuevo a Montjuic. Llevan toda la semana, día sí, día no, reforzando los exteriores del castillo-prisión. Ahora toca descanso en el cuerpo de guardia en espera del próximo relevo…
—¡Eduardo! —despierta Fermín a su compañero con un leve meneo—. Será mejor que te levantes de la tumbona.
—Déjame estar un rato más.
—El