La huerta de La Paloma. Eduardo Valencia Hernán

La huerta de La Paloma - Eduardo Valencia Hernán


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sueño mal aprovechado.

      —Parece ser que ha habido follón en África y que la cosa se puede poner fea, así que lávate la cara y coge de nuevo el fusil.

      Al poco rato…

      —¡Pelotón! —vocea el sargento Ibáñez—. ¡Firrrmes! Soldados, se nos ha comunicado que hay cierto descontrol abajo en la ciudad, así que, hasta nueva orden, seguiremos de vigilancia externa aquí procurando tener la máxima cautela en espera de que todo se tranquilice y recibamos nuevas órdenes. ¡Ah!, los permisos de fin de semana quedan cancelados.

      —¡Valencia!

      —Sí, mi sargento —responde al instante.

      —Usted, junto con Rodríguez y Sánchez, formará el primer turno de refuerzo hasta que sean relevados.

      —¡A la orden, mi sargento!

      Eduardo está cabreado. No le han dejado dormir lo suficiente y por momentos su crispación va en aumento. Comienza la ronda con los Mauser en la espalda por dos horas más.

      —No me creo nada de lo que ha dicho el sargento. ¿Le has visto la cara? Está realmente preocupado y más blanco que la hostia.

      —Ya habéis oído las órdenes —responde Sánchez—. A cumplirlas y a esperar a ver qué coño pasa. Estoy seguro de que pronto lo sabremos.

      Eduardo recordaba las numerosas veces que actuó de enlace entre la oficialidad del castillo y los jefes y oficiales que estaban prisioneros en el buque-prisión desde el levantamiento en octubre de 1934, incluso había entablado cierta amistad con el teniente coronel Juan Ricart, uno de los implicados en el golpe.

      Conforme iba entrando la noche, muchos ya sabían que lo de África iba en serio y también que las guarniciones militares de Canarias se habían sublevado, por lo que el nombre del general Franco, el golpista, ya empezaba a correr de boca en boca. Era cuestión de horas saber cuál sería el siguiente paso de los rebeldes en su obsesión de desestabilizar al Gobierno de la República. Sin embargo, ante este estado de alarma, nadie podía sospechar como iba a ser la actitud del pueblo y de sus gobernantes, ya que, aunque se esperaba una reacción así por parte del Ejército, los acontecimientos no tardarían en desbordar toda previsión de control frente a los sublevados. Tampoco se sabía que harían los sindicalistas y anarquistas. Las circunstancias en Barcelona habían cambiado desde la revuelta anterior en octubre de 1934. En esta ocasión, era parte del Ejército el que se sublevaba contra el orden establecido y la Generalitat el organismo amenazado por los rebeldes.

      En la comandancia del castillo…

      —A la orden de usted, mi capitán, se presenta el alférez Ramírez.

      —Descanse —responde el capitán Lozano—. Vienen ustedes del regimiento Alcántara, ¿verdad?

      —Sí, mi capitán. Tenemos orden del capitán Llopis de reforzar la guarnición esta noche.

      —Bien, alférez. Siéntese, por favor.

      —¿Cuál es su nombre?

      —Emilio, señor —responde el alférez.

      —Bien, Emilio. Como habrá oído parece ser que ha habido un conato de levantamiento en varias de nuestras guarniciones en África. Todavía no sabemos nada concreto sobre el alcance de la situación por lo que debemos de mantenernos expectantes ante las nuevas órdenes que recibamos de la autoridad competente. Mientras tanto, usted y sus hombres deben estrechar la vigilancia en todo el perímetro exterior de la muralla que rodea la fortaleza pues, aunque no esperamos ninguna reacción provocadora, es necesario mantener la calma y la seguridad en todo momento, ¿lo ha entendido?

      —A sus órdenes, mi capitán —responde el alférez.

      —También tengo que comunicarle —dice el capitán— que esta noche han ingresado en prisión, por orden del general Llano, el capitán de asalto Pedro Valdés; los tenientes del mismo cuerpo, Conrado Romero, Manuel Villanueva, y el suboficial José Salas. En fin, ya le mandaré la lista por escrito para oficializar su ingreso.

      —¿Cuál es el motivo, mi capitán?

      —Parece ser que en alguno de ellos se ha encontrado un bando faccioso firmado por un general, se dice que es el general González Carrasco, declarando el estado de guerra en Cataluña. Ya ve usted, Emilio, que el horno no está para bollos.

      —Sí, mi capitán. Trasladaré las órdenes recibidas a los suboficiales y resto del destacamento. Pero, mi capitán, ¿tan jodida cree que está la cosa?

      —No lo sé Ramírez, pero sí le aseguro algo. Que en poco tiempo saldremos de dudas. Nuestra obligación es cumplir las órdenes recibidas. No es momento para dudas.

      —Sí, mi capitán.

      En el cuerpo de guardia del castillo…

      —¡Ibáñez, por favor, acérquese! Venga conmigo un momento.

      —A la orden mi alférez.

      Los dos se dirigen a un rincón del establecimiento.

      —Ibáñez, es necesario doblar la guardia en todo el perímetro del castillo. Existe la posibilidad de que grupos de sindicalistas, anarquistas o, vaya usted a saber, merodeen alrededor nuestro aprovechando la confusión existente. Debe tener claro que, en estos momentos, el único aliado que tenemos somos nosotros mismos; así que, ante cualquier duda, se pone en contacto conmigo y ya la resolveremos.

      —Mi alférez —responde Ibáñez—, ¿es mucho preguntar saber que está pasando? La tropa no hace más que hacerme preguntas y no son idiotas.

      —Me creería que no lo sé ni yo. Hace un rato estaba en el regimiento y lo único que se sabe es que el general Franco se ha sublevado en África y Canarias, y que en Madrid hacen lo necesario para volver a la normalidad. Así lo estaba contando el comandante Brinquis a un compañero mío. Solo me queda decirle que tanto usted como yo debemos cumplir las órdenes que nos marcan nuestros superiores y, de esta forma, sea lo que sea, no tendremos problemas.

      —De acuerdo, mi alférez —responde Ibáñez—. Solo quiero que sepa que llevo con usted mucho tiempo y que puede contar con todos nosotros.

      —Gracias, Ibáñez, esperemos que la situación mejore en las próximas horas.

      —A sus órdenes, mi alférez.

      En la ciudad…

      A primeras horas de la tarde toda Barcelona es un avispero de conspiraciones y habladurías, entre cerveza y cerveza, y alguna que otra amenaza. Sin duda, la tragedia se va acercando inexorablemente. Solo unos pocos saben con certeza cuándo y cómo se van a desarrollar los acontecimientos en las próximas horas. Las órdenes preparativas para la sublevación ya se han dado; sin embargo, algo es seguro. Ninguno tiene idea de cómo acabará todo esto.

      Ahora, las circunstancias son diferentes; así como el 6 de octubre de 1934 la masa obrera mayoritariamente afiliada a la CNT se mantuvo fuera del conflicto, en esta ocasión nadie duda de su reacción y su postura en contra de la sublevación. Esta vez la burguesía catalana, los independentistas y, en general, los afiliados a ERC no están a favor del levantamiento, más bien lo contrario, quedando solamente favorables a este una parte de los militares, algunos conservadores de la Lliga Catalana, los falangistas, la CEDA y los carlistas.

      En la calle, el nerviosismo se va apoderando dentro del colectivo anarquista. Nadie duerme tranquilo, pues presienten que el golpe militar es inevitable. No quieren estar desprevenidos en el momento de entrar en acción. Por eso, Durruti y compañía hace días que van insistiendo a Companys de la conveniencia de poder repartir el armamento, que sigue bajo control del Ejército y de la Generalitat, para no estar indefensos ante lo que se les avecina. Esto no hace más que aumentar la histeria y la rebelión contra los cuadros de mando anarquista. Incluso el propio Durruti,


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