Espacios y emociones. Lorena Verzero

Espacios y emociones - Lorena Verzero


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a la confluencia de tres horizontes de pensamiento en auge en los últimos años: (1) la “memoria cultural” impulsada por Jan y Aleida Assmann y desarrollada actualmente a través del noción de “mnemohistoria” (Tamm, 2015); la “posmemoria” de Marianne Hirsch y los estudios sobre el llamado trauma transgeneracional;9 (3) la teoría afecto-céntrica inaugurada por el historiador del arte Aby Warburg.10 A los efectos de la presente reflexión, quisiera destacar en particular la productividad del concepto de Pathosformel de Warburg (2010), quien acuñó este término para designar las fórmulas expresivas a través de las cuales el pathos se manifiesta en las imágenes de forma transcultural, es decir, en diferentes espacios-tiempos de la historia cultural humana. En otras palabras, la fórmula sería la “traducción” plástica de la intensidad del dolor entendido en el sentido más amplio, como una experiencia original (veteada de euforia, agitación, exceso, violencia, éxtasis) impresa en la memoria de la humanidad: no una sintaxis figurativa fija que se repite a lo largo del tiempo, sino una especie de esquema emocional que, de vez en cuando, se “encarna” en las imágenes.11 A esto se vincula directamente otro concepto clave, el de Nachleben (supervivencia): las fórmulas, sacando su fuerza expresiva del pathos, traen consigo una especie de energía residual nunca extinguida, un rastro de vida pasada, como lo ha definido Georges Didi-Huberman (2009), uno de los más célebres intérpretes de Warburg. Esto explicaría por qué ciertos motivos, ciertos estilemas, ciertas configuraciones aparecen cíclicamente en la historia y se perciben como objetos culturales reconocibles (o familiares) y, al mismo tiempo, nuevos (véase Schankweiler y Wüschner, 2019a y 2019b; Losiggio y Taccetta, 2019; Taccetta, 2019; Gherlone, 2021).

      A la luz del “giro afectivo” (y lejos de quedarse confinada en la historia de arte), la teoría de Warburg ilumina el concepto de reproducción, al proveer una respuesta a la pregunta de porqué las narraciones de la cultura contemporánea recurren extensamente a la discursivización de los sentimientos: estas narraciones, de hecho, a través de la inédita capacidad intermedial proporcionada por el espacio digital (que, como hemos dicho, es un espacio emocional, además que informativo-comunicativo), permiten una continua exhumación y migración de energía afectiva residual bajo la forma de imágenes12 –imágenes que penetran transcultural, intermedial y semióticamente en la literatura, la música, la arquitectura, la varias formas de comunicación social, etc., alimentado el imaginario colectivo–.13

      3. El espacio asumido temporal y afectivamente

      Un médium que ha ayudado para que la cuestión de los afectos culturales aflorara como tema de investigación científica es el “problema del espacio”. Que este último represente una categoría fundamental para entender la acción modelizante del ser humano sobre el ambiente que lo hospeda y viceversa, ya no es una novedad. Después de los estudios innovadores de Henri Lefebvre y Edward Soja y, más recientemente, del camino abierto por The Spatial Turn (Warf y Arias, 2009), el espacio se ha impuesto como un campo de estudio irrenunciable. Lo que resulta nuevo hoy es el intento de captar el espacio vivido (o “lugar”) en su dimensión estratificada. Para llegar a esta comprensión, por ejemplo, Bertrand Westphal invita a trabajar los textos literarios privilegiando “un enfoque geocéntrico” (2011: 112), es decir “recopila[ndo] una base documental suficiente” (2011: 117) en función del realema que se busca analizar y, desde allí, estudiar la intersección de escritores e historias espaciales que se han producido a lo largo del tiempo.14 El geo-humanista David Bodenhamer ha ido todavía más allá y ha hablado recientemente de “mapas profundos” para referirse al desafío de estudiar los lugares como un conjunto de “materia y sentido” (2016: 212), es decir, como “una plataforma, un proceso y un producto” (2016: 213) que engloba objetos, narraciones históricas y literarias, mapas, discursos cotidianos (digitales y no), imágenes, reconstrucciones virtuales y artefactos. Este enfoque necesariamente interdisciplinario no solo logra expresar identidades y voces múltiples sedimentadas, sino que también “refuerza el papel de la emoción en la construcción del lugar y el evento [permitiéndonos] trazar narrativas espaciales complejas” (2016: 218, cursiva mía) capaces de conectar “las realidades emergentes y las profundas contingencias del pasado” (ibídem): es decir, la textura de sentidos que, como se ha señalado, alimenta los imaginarios de las “sociedades afectivas”. Cabe destacar que, desde esta óptica, el mismo internet tiene que ser considerado como una conformación espacial, un lugar real-inmaterial de interacción que potencia dichos imaginarios.

      Entre las últimas exploraciones metodológicas que se han concentrado en la indagación del espacio –en estrecha relación con el problema de los afectos– encontramos la Geocrítica (Westphal, 2011, 2013,15 2016; Smith Madan, 2017; Tally Jr., 2017, 2018), las Geografías Emocionales (Davidson, Bondi y Smith, 2007; Smith, Davidson, Cameron y Bondi, 2009, Hones, 2014, 2018), las Humanidades Espaciales (Piatti y Hurni, 2011; Bodenhamer, Corrigan y Harris, 2015; Cooper, Donaldson y Murrieta-Flores, 2016; Murrieta-Flores y Martins, 2019) y la llamada Atmosferología (Böhme, 1995, 2017a, 2017b; Anderson, 2009; Schmitz, 2014; Griffero, 2014, 2017;16 Griffero y Tedeschini, 2019; Seyfert, 2011, 2012; Philippopoulos-Mihalopoulos, 2015; Trigg, 2016, 2020; Sumartojo y Pink, 2018; Galland-Szymkowiak y Labbé, 2019).

      Un aspecto común de estos enfoques, aun en sus especificidades epis­temológicas, es que consideran la tensión entre lo individual y lo colectivo17 como un factor clave para entender la relación entre espacio y emociones, sin dejar afuera el tiempo en su dimensión mnemo-imaginativa. En esta perspectiva, un concepto particularmente revelador es el de atmósfera.

      4. Teorizando la atmósfera en clave decolonial

      La atmósfera se deslizaba entre e imbuía diferentes tiempos y lugares, y era parte de lo que pegaba la emoción a específicos entornos materiales y a las interacciones. (Sumartojo y Pink, 2018: pos. 131, cursiva mía)

      Los sentidos y las emociones tienen un papel cada vez más importante en la prefiguración y determinación de la estética decolonial, no occidental y no exclusivamente masculina y, a su vez, estas estéticas minoritarias están cambiando la estética en su conjunto. (Philippopoulos-Mihalopoulos, 2019: 163)

      Quisiera introducir el concepto de atmósfera con la cita de una observación que el semiólogo y teórico literario Iuri Lotman hizo a propósito de El maestro y Margarita de Mijaíl Bulgákov. El estudioso notó que el protagonista de la novela (el maestro), al concluir su viaje extraordinario –un viaje marcado por desplazamientos, vuelos, continuos cambios de vivienda y varios otros tránsitos espaciales–, finalmente obtiene una Casa con la “c” mayúscula, “un mundo de dulce vida doméstica, una existencia imbuida de cultura, que es el trabajo espiritual de las generaciones anteriores; una atmósfera de amor [атмосфера любви, atmosfera liubvi], un mundo donde la crueldad ha sido desterrada” (Lotman, 2000: 319).

      Observamos que la atmósfera se manifiesta aquí como un cambio de status, es decir, la transición de un viaje inquieto, lleno de encuentros perturbadores –personificaciones de antiguos males, de la crueldad y la injusticia de la historia, del no sentido y el extrañamiento generado por los seres humanos–, a una condición de amor, capaz de conectar al maestro con el trabajo espiritual de las generaciones anteriores.

      Las palabras de Lotman nos sugieren que existe una relación profunda entre el espacio y la percepción emocional y que esta relación genera la atmósfera, la cual se perfila como una forma afectiva del sentir espaciotemporal de naturaleza personal y, al mismo tiempo, incomprensible fuera de una dimensión comunitaria. La atmósfera es un lugar preciso –la coordenada donde estoy ubicada/o–, pero también es una “situación” que me contagia a través de las capas de emociones, narrativas, usos cotidianos y sensaciones corporales que ha acumulado y que se depositan, por ejemplo, en los objetos. Es muy distinto entrar en un cuarto iluminado por una luz cálida y repleto de libros que huelen “a misterio y a viejo chocolate” –como diría Bulgákov en La guardia blanca– o en un cuarto oscuro y polvoriento, cuyo amueblamiento emana un efecto de tristeza y muerte. La atmósfera tiene entonces una dimensión marcadamente temporal, ya que conecta el pasado y el presente, trayendo al presente las experiencias que se han ido sedimentando en forma de memoria colectiva transgeneracional. Y esto puede tener lugar desde el microcosmos de un cuarto hasta el macrocosmos, por ejemplo, de un puerto que ha visto pasar por allí ríos de personas migrantes.

      La


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