Más allá de las pruebas/Beyond testing. Deborah Meier
usualmente publican los resultados de las escuelas locales en sus sitios web, utilizando esta información para valorizar y vender propiedades.
Con el tiempo hemos visto como los puntajes obtenidos en estas pruebas estandarizadas se han ligado a decisiones de alto impacto en torno a la evaluación de estudiantes, profesores, escuelas y políticas educacionales, especialmente a partir de la implementación de la ley No Child Left Behind [Que ningún niño se quede atrás] en el 2002. Pero muchos padres y educadores ya han comenzado a notar que estos puntajes no se condicen con una rendición de cuentas. Por ejemplo, en una encuesta Phi Delta Kappa/Gallop reciente (Bushaw & Calderon, 2014) un 68% de los padres encuestados reportaron dudar que las pruebas estandarizadas ayudaran a los profesores a saber qué enseñar. Y la ley No Child Left Behind, la cual requiere pruebas estandarizadas anuales para cada curso e implica consecuencias ligadas a esos resultados, empezó a ser mal vista, recibiendo más evaluaciones negativas que positivas en encuestas de opinión antes de que en el 2015 se le cambiara el nombre a Every Student Succeeds Act (ESSA) [Todos los estudiantes tienen éxito] en su reautorización. A pesar de esto, las pruebas estandarizadas siguen siendo la principal herramienta utilizada por legisladores y otros para juzgar el desempeño de escuelas y estudiantes. Bajo la ley ESSA, las escuelas están obligadas a evaluar a sus estudiantes con pruebas estandarizadas cada año desde el tercer grado1 hasta el octavo y al menos una vez en secundaria. Las consecuencias ligadas a estos resultados ahora están bajo jurisdicción estatal en vez de federal, pero la mayoría de los estados han optado por vincular decisiones de alto impacto, como es la evaluación de estudiantes, profesores y/o escuelas, a partir de los resultados de estas pruebas.
Algunas dudas sobre el uso de pruebas en las escuelas
Todos hemos tenido alguna experiencia con pruebas estandarizadas y probablemente ya nos hemos formado una opinión propia acerca de qué tan buenas son para medir nuestro conocimiento y habilidades. Mi propia aventura (de Deborah) con pruebas estandarizadas incluyó una serie de “revelaciones” que noté a partir de información confusa con la que me encontré cuando me inicié como profesora hace más de cinco décadas. Personalmente, yo no había rendido ninguna prueba estandarizada durante mis años de enseñanza escolar. Cabe la posibilidad de que haya rendido un test de coeficiente intelectual en algún momento, según lo que mis padres me han comentado posteriormente. Pero más allá de esto, yo no tuve idea de la existencia de este tipo de instrumento de evaluación, a diferencia de las pruebas que eran diseñadas y corregidas por mis profesores buscando explicarme qué cosas había hecho correctamente y qué no. Aún más, en mi escuela se motivaba a que los estudiantes conversaran sobre sus notas con sus profesores. (Nota: Era una escuela independiente de la Ciudad de Nueva York y los estudiantes en su mayoría eran de clase acomodada.)
En 1951, decidí trasladarme a la Universidad de Chicago luego de dos años en Antioch College. Mi aceptación estaba condicionada a mis resultados en sus pruebas estandarizadas, con algunas de ellas incluyendo temas que nunca había estudiado. Me fue muy bien, y esto me desconcertó. El hombre con quien me casé –quien no había completado la secundaria por razones complicadas no relacionadas en nada con dificultades académicas– también pudo entrar a la Universidad de Chicago ¡En base a los puntajes de la prueba!
Mi siguiente experiencia fue cuando mi hijo Nicky rindió una prueba como un favor a una amiga que, como requisito para uno de sus cursos, debía administrar una prueba de este tipo. Ella notó que frecuentemente él se equivocaba en las preguntas fáciles, pero casi nunca fallaba en las más complejas. Su puntaje, en pocas palabras, era inútil. El ejemplo que ella me dio de una de las preguntas fáciles era sobre qué hacer si te mandaban a una tienda a comprar un tipo de pan que no había en esa tienda. Las opciones incluían ir a otra tienda, elegir otro tipo de pan o devolverte a casa. Él eligió esta última; en nuestro vecindario la siguiente tienda más cercana implicaba cruzar una calle altamente transitada y caminar otras cuatro cuadras, con sus ocho años esto estaba fuera de los límites permitidos. Comprar otro tipo de pan, la respuesta correcta, no era el tipo de riesgos que le gustara tomar.
Nicky rindió también una prueba estandarizada de lectura de la Ciudad de Nueva York (NYC) en el otoño de ese mismo año, nuestro primer otoño en NYC, y la escuela recomendó apoyo académico por su bajo puntaje. Me sentí desorientada, ya que era una lector fluido y voraz de cualquier libro que pudiese obtener. No acepté las clases de apoyo y cuando en el test de la primavera le fue mejor, la escuela dejó de insistir con esto. Mientras, conseguí una copia de la prueba de tercer grado (estaba trabajando en una escuela en ese momento) y le pedí que me mostrara como había afrontado la prueba. Descubrí que él consideraba que si el no cubría el pasaje sobre el que trataba la pregunta estaba haciendo trampa: “Sino siempre vas a obtener la respuesta correcta”. Nadie, me dijo, le había dicho que debía hacer esto. Fue su propia idea. Le pareció obvio.
Cuando se trataba de elegir respuestas de alternativa le pregunté por un par que había tenido mal. Me dijo que no le sorprendía, tenía la idea de que querían que marcara la B, pero él en verdad le parecía que D era más apropiada, “Pero” protesté, “¿Cómo iban a saber cuál había sido tu razonamiento?” Me respondió: “Lo expliqué en los márgenes.”
Cuando mi clase de kindergarten pasó a segundo grado (cuando NYC empezó a implementar pruebas para los estudiantes), decidí hacerles preguntas similares sobre sus respuestas y las estrategias que habían seguido. Obtuve un pequeño fondo de investigación de una fundación para este fin y grabé las sesiones. Intenté diferentes técnicas, por ejemplo, les leí algunos de los pasajes en voz alta para ver si esto afectaba sus respuestas, pero no mostró mejora. Cuando les pedí a los estudiantes que me explicaran su lógica quedé sorprendida. Su dificultad no tenía que ver con una incapacidad de leer los pasajes de manera apropiada, por lo mismo mi lectura en voz alta no solucionaba nada. Su lógica al momento de contestar los ítems de forma incorrecta parecía un excelente raciocinio, basado en la evidencia presentada. A partir de esto escribí un pequeño libro sobre el tema para City College bajo el título Reading Failure and the Tests (1973).
Estaba también sorprendida por la cantidad de padres que, cuando les preguntaba sobre cómo leía su hijo, me daban el puntaje de la prueba, pero no tenían idea lo que significaba y frecuentemente parecían confundidos porque su hijo estaba leyendo mejor de lo que les indicaba el puntaje.
También me llamó la atención una noticia que se quejaba porque, a pesar de que por años se venía aumentando el presupuesto para las escuelas públicas, todavía se mantenía el mismo porcentaje de estudiantes que leían sobre o bajo el nivel del curso. Este periodista de educación no sabía que los puntajes son simplemente un reporte que establece el nivel de curso en la mediana; de manera que los porcentajes se mantienen estáticos. ¿Esperábamos acaso que niños pobres superaran a niños de clase media y acomodada en los rankings? Los puntajes que indican que niños de clase alta rinden mejor que los niños de clases menos acomodadas no debiesen usarse como evidencia para disminuir los fondos para aquellos que más los necesitan.
De a poco también me fui dando cuenta de la cantidad de trampas que estaban ocurriendo, especialmente en esos años en que no era difícil saber que era lo que iba a estar en la prueba. Me sorprendía cada vez que periodistas o superintendentes se tomaban en serio informes que hablaban sobre grandes diferencias en los puntajes de una escuela, o los puntajes de un profesor en comparación de otro. Me dio vergüenza descubrir que una profesora que me había informado que había hecho trampa y que temía que se dieran cuenta, todavía se jactaba sobre el puntaje de sus alumnos al año siguiente.
Recuerdo un caso en que una historia en los medios celebraba a una escuela del Lower East Side porque sus puntajes habían subido significativamente. Descubrí que esa escuela, durante el año en cuestión, se había convertido en el sitio para dotados y prodigios del distrito. ¿Qué se hace frente a eso?
Empecé a intentar explicarles cada vez más a los chicos acerca del test –incluyendo algunas pistas sobre cómo proceder para mejorar sus suposiciones y nunca dejar una pregunta sin contestar. Los hacía crear pruebas para sus compañeros para que pudieran tener una mejor noción de lo que intentan hacer las personas que crean las pruebas. Les demostré que, porque los conozco bien, yo podría diseñar