Nada Sobra, Carlos Ingham. Red de alimentos

Nada Sobra, Carlos Ingham - Red de alimentos


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por catástrofes naturales como terremotos, aluviones o inundaciones, pero que también sigue trabajando en tiempos de relativa normalidad.

      Complementario a eso, hay que valorar los avances que ha tenido la empresa privada en desarrollar una mayor conciencia y responsabilidad social. Muchas organizaciones han entendido que su capital financiero tiene que estar vinculado con el capital social que genera a través de la confianza y las acciones concretas. Y para eso hay que involucrarse con las comunidades y los territorios, escuchando, dialogando y colaborando, según las necesidades que surgen de una población determinada y no con planes impuestos a la fuerza.

      La Red de Alimentos ha logrado posicionar durante esta década el hambre como un tema que no podemos olvidar en diversas empresas y fundaciones, para llegar a organizaciones que atienden a cientos de miles de beneficiarios, de Arica a Magallanes. En este sentido, la Red no solo ha presentado una causa, sino que también ha logrado establecer una cadena de ayuda sólida. Con trabajo, profesionalismo, transparencia, dedicación y mucho amor, se ha ganado la confianza de las comunidades más excluidas y de sus organizaciones; del sector público y del privado. De esta manera, y tras diez años, la Red de Alimentos tiene un papel preponderante.

      Hoy, cuando en Chile estamos discutiendo construir un nuevo pacto social que marcará el futuro de las próximas generaciones, es de suma importancia impulsar y fortalecer en nuestro tejido social organizaciones como la Red de Alimentos, que impacta de forma positiva, colaborativa y solidaria al país. Esta hermosa nación la construimos entre todas y todos, y la Red de Alimentos es un ejemplo de lo bien que nos hace trabajar por el bien común y concretar un sueño que sí es posible de alcanzar: que cada persona que nazca en Chile pueda recibir el alimento necesario para un desarrollo pleno y feliz.

      Benito Baranda

      Santiago, septiembre de 2020

      Corría abril de 2003 y Carlos Ingham, conocido por todos como Calú, acababa de llegar de Argentina, donde gracias a la casual invitación de un amigo a una cena de beneficencia, descubrió un nuevo giro donde aplicar su experiencia laboral y de vida. El evento conmemoraba el segundo aniversario del Banco de Alimentos de Buenos Aires y las más de 1.200 personas congregadas en el recinto ferial de La Rural evidenciaban que el proyecto ya era todo un éxito. En esa cena Calú conoció a Steve Camilli1, uno de los fundadores de la Red Argentina de Bancos de Alimentos.

      –Steve, estoy muy impresionado con este proyecto, ¿te puedo llamar después para que me cuentes cómo lo hicieron acá? Quiero hacer esto mismo en Chile –le dijo Calú.

      Para colmo de coincidencias y motivaciones, en esa época el director ejecutivo de este banco de alimentos era Alan Manoukian2, quien había sido compañero de colegio de Calú.

      Después de esta cena, el entusiasmo se apoderó de él de inmediato. “Esto lo armo en Chile en dos patadas, conozco a todo el mundo…”, pensó. La lógica económica del problema le pareció evidente: por un lado, hay personas que pasan hambre a diario y, por el otro, hay tanto alimento que se desperdicia. “Solo hay que juntar las dos puntas”.

      Un par de semanas más tarde, Carlos se reunió en Santiago con Horacio Parga, uno de los fundadores del Banco de Alimentos de Córdoba (Argentina). Lo había invitado para que lo acompañara a una reunión en la cual había convocado a algunos de los ejecutivos más importantes de la industria alimenticia chilena y en la que también había incluido –vía telefónica– a Steve Camilli desde Buenos Aires.

      –Calú, ya están todos. Te están esperando –le dijo su secretaria.

      –¡Excelente, Jeanette! Llama a Steve y pasa la llamada a la sala de reuniones para ponerlo por el altavoz.

      –Altiro.

      Carlos se levantó del sofá en el que estaba conversando con Parga y juntos se dirigieron a la sala de reuniones de JP Morgan.

      –¡Holá, holá! ¿Qué hacén? ¿Cómo andán? –Calú se acercó a sus invitados y los saludó uno por uno con cariñosos abrazos, estrechones de mano y palmetazos en la espalda.

      La conversación se inició con temas triviales y así continuó por un rato. En eso entró su secretaria.

      –Calú, Steve Camilli al teléfono. ¿Paso la llamada al altavoz?

      –Muchas gracias, Jeanette. No, lo hago yo mismo, no te preocupes –le dijo Calú, quien se puso de pie, se acercó al altavoz, presionó un botón y se prendió la luz roja–. Holá, Steve, ¿cómo andás? Che, te agradezco mucho que te hayás hecho el tiempo para conectarte con nosotros. Sé que vos estás muy ocupado por estos días.

      –Hola, Carlos –le respondió Steve–, todo okey por acá. No problema, un gusto por mí colaborar en lo que “podiera”.

      –Ok, Steve, gracias. Te cuento que estamos reunidos aquí con varios de los ejecutivos más importantes de la industria de alimentos en Chile, para presentarles el proyecto e incentivarlos a participar. Así que voy a partir.

      –Okey –se escuchó del otro lado.

      –Queridos amigos, les he pedido que vengan hoy porque quiero invitarlos a ser partícipes de un proyecto que no existe en Chile, pero sí en muchas otras partes del mundo. Es un concepto muy bonito que, estoy seguro, les conmoverá y hará tanto sentido como a mí, ya que consiste en aprovechar recursos que actualmente se están desperdiciando, para hacerlos llegar a algunas de las personas más necesitadas del país.

      –¿Y de qué se trata? –preguntó uno, interpretando las caras de perplejidad de los demás.

      –Se trata de que los alimentos que a ustedes les sobran, esos que se pierden o botan por merma, falla o cualquier otra razón, pero que están buenos y son perfectamente comestibles, los donen al Banco de Alimentos que queremos formar, igual a los que existen en Argentina, México, Europa, Estados Unidos y en tantos sitios más, para hacerlos llegar a un montón de instituciones que albergan a ancianos, niños y gente necesitada que los pueden aprovechar.

      –Pero, Calú, ¡eso no se puede hacer! –le lanzó sin anestesia uno de los ejecutivos.

      –Carlos, no podemos regalar los alimentos en vez de destruirlos, porque eso es gasto rechazado –aclaró otro que era abogado.

      –Y, además, no podríamos recuperar el IVA de esos alimentos –agregó un ingeniero comercial.

      –Olvídate, Calú, acá eso es imposible –añadió un tercero–. La idea es muy bonita. De hecho, sé que nuestra empresa colabora con bancos de alimentos en otras partes del mundo, pero aquí no se puede hacer nada al respecto.

      –Pero ¿cómo no se va a poder, che? –preguntó el fundador del Banco de Alimentos de Córdoba– ¡Esto es absurdo! Seguro que hay mucha gente que pasa hambre en Chile, al igual que en el resto de América Latina.

      –Pero, Calú, anda al mall y cuenta cuántos flacos hay –dijo un ejecutivo–. A mí no me parece que ellos pasen hambre.

      –Sí, es que en Chile ya casi no hay pobres, Calú… y los que quedan están en el campo, no en las ciudades –complementó un director de empresa.

      –Ya, okey –dijo el argentino–, pero supongan por un rato que vamos a hablar con el Servicio de Impuestos Internos y logramos revertir este inconveniente, ¿les interesaría sumarse a esta iniciativa? ¿Cómo lo ven?

      –Lo siento, Calú, pero tratar de convencer al Servicio de Impuestos Internos de que cambie una norma es prácticamente imposible –remató otro ejecutivo.

      –Mira, nosotros podríamos evaluarlo, pero siempre y cuando el banco de alimentos llevara el nombre de nuestra empresa.

      –En Estahos Unihos (sic) eso no ser así. En


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